No me gusta el título de este
artículo por varias razones que expondré a continuación. Me lo sugiere un
comentario en Twitter de un seguidor de Costa Rica, inteligente y buen
polemista, al que presumo ateo. El ateísmo es la única alternativa razonable al
Cristianismo y, entre otras razones, lo demuestra el hecho de que hay muy pocos
ateos de otras confesiones religiosas. Los que provienen del Judaísmo, como
Woody Allen, son ateos contra el mismo Dios de los cristianos.
Uno escribe exagerando. Algunos
han calificado mi estilo como de “estridentes boutades”. No les quito
razón alguna. Es así con toda la intención: tengo interés en la provocación
para generar polémica e incrementar la audiencia. Es legítimo en tanto en cuanto
evite la mentira. Y puedo garantizarles que exagero, pero no miento. También es
cierto que mis textos esconden claves que no explico abiertamente, pero que
cualquier lector con un mínimo de cultura general y un poco de perspicacia
captará con facilidad. Incluso el tono de humor soterrado que las camufla. Y ya
no cuento más secretos de cocina porque defraudaré al lector inteligente y al
lector de izquierdas que sólo piensa en consignas políticas le importa un
comino: no le interesa la verdad.
En este caso, sin embargo,
evitaré cualquier salida de tono, digamos, comercial. No tanto porque el
asunto a tratar sea más o menos serio que otros, sino porque quiero huir de
aproximaciones cercanas a la vorágine de la actualidad, siempre cambiante y
siempre caprichosa.
Empecemos, pues, afirmando que no
existe tal cosa que pueda denominarse “la moral cristiana”. Puede sorprenderles
tanto como afirmar que no existe algo que pueda denominarse una “religión
cristiana”. No se impacienten. Vayamos por partes.
Estaremos de acuerdo en que
existe el mal en el mundo. Estaremos de acuerdo en que existe el bien. Hay
actitudes y comportamientos malos y buenos. Robar y matar son manifestaciones
del mal. Ayudar económicamente a un pobre, además de un deber de justicia, es
una manifestación del bien. Sonreír es bueno. Insultar es malo. Estaremos, en
consecuencia, de acuerdo en que el ser humano posee un conocimiento natural de
lo que está bien y de lo que está mal. Ustedes saben que hay escuelas
filosóficas que, desde la antigüedad clásica hasta Locke y, sobre todo,
después, han negado la existencia de este conocimiento. Es su problema. El
hombre de la calle normalmente sabe lo que está bien y lo que está mal.
Esta frontera entre el bien y el
mal ha permanecido definida con evidente claridad durante muchos siglos para el
hombre de la calle. Podríamos definir a la moral como el semáforo que regula el
tráfico que pasa por esa frontera. El problema, hoy, radica en que los
postulados de aquellas escuelas filosóficas del siglo XVIII han llegado al
hombre de la calle mediado el siglo XX. Estos postulados han puesto mucho
empeño en diluir, o disolver, esa línea fronteriza. Podemos verlo en las artes
y en la publicidad: ésta última mejora exponencialmente y se convierte en arte
y éste decae hasta prácticamente su destrucción. Podemos verlo en la
arquitectura: las fábricas, los edificios de oficinas y los de viviendas apenas
se distinguen unos de otros; una casa de campo moderna y un búnker alemán son
extraordinariamente parecidos. Y todos ellos son tan parecidos al edificio de
una prisión que sentimos una aterradora sensación de vértigo. Lo profetizó
Chesterton en 1917. El hombre ya no distingue el hogar del lugar de trabajo.
Trabaja en casa y en la oficina, encadenado por dispositivos que le hacen
“estar conectado” –lean esclavizado- 24 horas al día, 365 días al año. Las días
festivos pierden su sentido ritual, sea el que fuere, para convertirse en días
de actividad consumista. Trabajar y consumir es el paraíso soñado por cualquier
usurero. La usura, un mal, se convierte en un supuesto bien al bautizarse como
“capitalismo”. La usura es un robo. Robar es malo. Pero si el robo lo comete un
banco se llama, no sé, ¿ingeniería financiera?, ¿fondo flexible plus?,
¿depósito remunerado con vajillas? Ya saben ustedes a qué me refiero. Dominado
el diccionario, cambiado el sentido del término, disuelta la frontera, el mal
pasa a convertirse en bien.
Este mecanismo se ha puesto en
práctica de forma masiva en Occidente desde finales del siglo XIX, y, a velocidad
vertiginosa en todo el planeta, desde el final de la oscura II Guerra Mundial.
Chesterton lo vió en el inicio de la primera conflagración planetaria.
Se trata, en resumen, de la
disolución de la frontera entre el bien y el mal en toda actividad humana.
Disuelta esta línea, borrada, queda a merced del más poderoso el
establecimiento y control según su propio capricho del semáforo de la moral.
Porque el semáforo debe existir para controlar el tráfico. O lo que es lo
mismo: debe seguir existiendo para controlar a la población. Que el semáforo no
tenga luz roja, o presente tres luces verdes, o dos de color naranja, es muy
importante para el dueño del semáforo. Estará indicando él aquello que está
bien y aquello que está mal. Será lo que los cristianos, los judíos y los
musulmanes llaman Dios, cada uno en sus idiomas respectivos. Ser Dios, he ahí
la cuestión. No entremos en si Dios existe, consideremos sólo los atributos que
le confiere el ser humano. Ser Dios quiere decir, por encima de todo, decidir
qué es bueno y qué es malo. El dueño del semáforo, ya se ha dicho, pretende
exactamente eso. Y lo pretende, en el fondo, por una cuestión económica –aquí
le doy absolutamente la razón a Karl Marx-. Robar es siempre más rentable que
no robar.
¿Por qué, entonces, si no existe
ese conocimiento innato del bien y del mal, el dueño del semáforo de la moral
pretende a toda costa disfrazar el mal de bien? Se diría que teme ser acusado
de actuar mal. Es bastante probable que si a usted un individuo cualquiera le
exige los intereses que cobran los bancos –por seguir con el ejemplo- su
primera reacción sería llamarle ladrón, porque lo es. En cambio, el banco
intenta por todos los medios que nadie califique algunas de sus actividades
como latrocinios. De igual modo, el estado moderno disfraza con la forma de
impuestos el expolio que significa que se lleve entre un tercio y la mitad de
lo que gana un hombre de la calle. Lo hace, como las mafias, para protegerlo,
claro. (Había prometido que no iba a exagerar. Apelo a su generosidad y
benevolencia).
En un mundo donde no hubiese un
conocimiento natural o inmanente del bien y del mal no habría necesidad alguna
de camuflar los manejos del mal porque nadie sabría distinguirlos del bien. En
otras palabras: nadie debería sentirse culpable por actuar de una manera o de
otra. Sin embargo, la realidad es muy distinta. Pero la realidad apenas afecta
a los filósofos de la sospecha y a los ideólogos: no les vaya a estropear la
originalidad, a veces criminal, de algún postulado intelectual.
Estando de acuerdo en que hay
bien y mal lo importante es controlar las normas morales, el famoso semáforo.
Sobre todo para convertir lo malo en bueno, en aceptable por el hombre de la calle.
Aceptable para que ni quienes controlan el semáforo de la moral, ni el hombre
de la calle se sientan culpables. Sin embargo, ¿quién les culpabiliza? ¿Su
conciencia? Últimamente la han diluido también y la llaman química cerebral.
¿Dios? Hemos quedado en que no existe, es un ser imaginario. ¿Por qué no hacen
simplemente lo que quieren? En el Occidente postmoderno cualquiera puede
abortar, convivir con su pareja homosexual o practicar el nudismo sin ningún
problema. Puede manifestarlo todo abierta y libremente en el mismo sentido en
que yo puedo manifestar que me gusta el color azul y el té de Ceylán y a mi
amigo Manuel le gusta el café y el color verde. En cambio, esto que es así de
sencillo para el hombre de la calle, no lo es para quien controla el semáforo.
Quiere imponer el gusto por el té de Ceylán, por el nudismo y por el color
verde, pongamos por caso. Y pretende calificar de intolerantes a los que gustan
del café, el color azul y las parejas heterosexuales. En este punto, escucho
las quejas de algunos lectores: eso es lo que ha hecho la moral cristiana,
imponerse y culpabilizarnos.
Pues bien, aquí es cuando vuelvo
a repetir que no existe tal moral cristiana ni tal religión cristiana. El
cristianismo, así bautizado porque sus seguidores siguen a Cristo y se llaman
cristianos –palabra que se pronunció por primera vez en Antioquía de Siria-, no
es una religión. El cristianismo, ya lo he dicho, es una persona, ese Cristo a
quien seguimos los cristianos. Dejemos para la fe el hecho de que fuese Dios. Si
no lo era, poseía ciertamente un conocimiento muy profundo del alma humana, de
la mente humana, si no creen en el alma. Y, básicamente, lo que hizo fueron dos
cosas: recordarnos lo que está bien y lo que está mal, y poner en marcha lo que
de verdad mueve al ser humano, que es el amor. Para demostrarlo se dice que
murió asesinado, siendo inocente, acusado de revoltoso social. No dijo nada
más, no habló de moral, no condenó a nadie, no culpabilizó a nadie. Esto se
dice que lo expresó literalmente: “no he venido a juzgar”. Tenía razón porque
el hombre, lo hemos visto, se juzga él solito sin ayuda de nadie, en función
del bien o del mal que sabe que hace o deja de hacer.
Por lo tanto, que los seguidores
de Cristo, agrupados en la Iglesia Católica, recuerden al mundo lo que está
bien y lo que está mal no parece un crimen de lesa humanidad. En especial, si
el recuerdo no viene acompañado por cuarenta divisiones de infantería o un par
de bombas atómicas. Que la Iglesia recuerde que hay una frontera, que no puede diluirse
sin que ello comporte consecuencias desastrosas para el equilibrio del ser
humano, no debería molestar a nadie. Y, de hecho, obliga sólo a los católicos.
Los demás pueden hacer, y de hecho hacen, lo que mejor les plazca… Siempre y
cuando no caigan en el error de convertir su comportamiento y sus acciones en
norma legal de obligado cumplimiento o disfracen lo malo de bueno oficialmente.
Siempre pongo el ejemplo de
Enrique VIII y de Felipe II, ambos católicos, ambos buenos reyes, ambos
adúlteros y mujeriegos. Perfecto. La pequeña diferencia estriba en que Enrique
VIII inventó una confesión religiosa –el anglicanismo- para disfrazar de bien
lo que estaba mal –sus adulterios y asesinatos pasionales- y, en cambio, Felipe
II, no lo hizo. Actuó mal, pero llamó a las cosas por su nombre. Actuó mal pero
no disfrazó el mal de bien. Una vez más: si Enrique VIII era rey y no tenía una
noción clara del bien y del mal, ni le importaba en apariencia lo más mínimo,
por qué tanto empeño en montar, nada más y nada menos, que una nueva religión?
No tiene sentido, a menos que quisiera ser Dios. Nadie podía acusarle ya que
era el rey. Nadie pudo culpabilizarle después, ya que era el “Papa” de esa
nueva religión. ¿Por qué? Reparemos, además, en el hecho de que el liberal,
el moderno, el que se sentía perseguido por la Iglesia Católica –Enrique
VIII- es el que asesina al “acusador” -Tomás Moro- que sólo pretende ser de
verdad libre y no someterse a la decisión arbitraria del tirano y a la coacción
de éste sobre la conciencia del súbdito. Prefigura la Revolución Francesa y
todos los totalitarismos posteriores: asesinar en nombre de la libertad.
Por esa misma razón, o sinrazón
mejor dicho, jovencitas ateas, naturistas, activistas y listas, exigen que
nadie las culpabilice. ¿Quién lo hace? ¿El pobre anciano del Vaticano? ¿Los
curas? ¿Quién hace caso hoy en día a los curas? ¿Quién no se burla de ellos con
plena libertad e impunidad? ¿Por qué se sienten mal y reivindican con odio una
libertad que, hoy, nadie les ha quitado?
No circulemos por el camino de la
historia porque entonces el mundo pagano antiguo, el mundo pagano moderno, el
mundo ateo marxista, el mundo de los totalitarismos estatales, el mundo
surgido, en fin, de la Revolución Francesa tiene sobre las espaldas miles de millones
de muertos, y las manos teñidas de infinitos litros de sangre humana.
Hablar de los lógicos y humanos
errores históricos de la Iglesia Católica al lado de una serie semejante de
genocidios en cadena es una broma de muy mal gusto y me haría perder el buen
humor y la moderación que les vengo demostrando.
Ciñámonos al presente. Un
presente que extiendo al siglo XX entero y a lo que llevamos de XXI. Ningún
grupo humano en Occidente puede considerarse perseguido o coaccionado y si lo
hace, miente. Que los católicos queramos impedir por vías naturalmente
pacíficas que los dueños del semáforo sean los capitalistas desalmados que lo
controlan desde hace 70 años y que nos impongan leyes que consideramos inicuas,
no debería extrañar a ningún defensor de la libertad. Es nuestro derecho y
nuestra libertad. Prefiero el té de Ceylán y el azul, al café y al verde. Usted
podrá no estar de acuerdo conmigo. Pero, por favor, no me imponga a su vez lo
que le gusta a usted. Y no me insulte. Ni insulte mi modesta inteligencia.
Creo que
ha quedado claro. Disculpen la extensión. Y gracias por haber llegado hasta
aquí.
Paco
Segura
No hay comentarios:
Publicar un comentario