miércoles, 16 de abril de 2014

MIÉRCOLES SANTO: AGRADECIMIENTO


Palabras de aliento

Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido unas palabras de aliento, comien­za diciendo el Profeta Isaías en la primera lectura de hoy. ¿No has sentido alguna vez esponjarse tu corazón cuando, dentro de tu abatimiento, de tu pesimismo, de tu tribulación, alguien se acercó con su alma abierta a la comprensión y dejó deslizar suavemente sobre tus oídos unas palabras de aliento? ¡Qué importante es que queramos dejarnos animar por los que nos quieren bien! ¡Y qué importante es que estemos pendientes de los de­más, con una palabra amable y un consejo a punto para avivar el fuego que se esconde en los rescoldos de un mal momento.

Esto es hacer apostolado. «El apostolado cristiano —y me refiero ahora en concreto al de un cristiano corrien­te, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales— es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y autén­tica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturali­dad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuer­za de la verdad divina» (Es Cristo que pasa, 149)
Jesucristo animaba a todos con su palabra, caliente, entusiasmada. ¡Con qué ardor les habla en la noche de la despedida a sus íntimos amigos! ¡Con qué fuerza ha­bla desde la cruz! ¡Cuántos corazones alentaron su ilu­sión gastada al escuchar la voz del Maestro! ¿Te acuer­das del buen ladrón? Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Y el buen ladrón sintió la convulsión interior que le de­volvió la paz perdida en el desorden de su vida.

Venid a mí los que estáis cansados, que yo os alivia­ré, dijo el Señor. ¡Qué alivio sentimos cuando abrimos los oídos para escuchar la Palabra. Cada mañana, sigue diciendo Isaías, me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. Tú tienes que sentirte siempre alum­no, aprendiz, para escuchar con verdadera pasión a todo aquel que pretende honradamente ayudarte a ser mejor siendo fiel a la Verdad.

No nos creamos sabios de nacimiento. Digamos como Sócrates: «La única cosa que sé es saber que nada sé, y esto cabalmente me distingue de los demás filóso­fos, que creen saberlo todo».

Tú y yo, pobres ignorantes, estamos deseando que alguien que nos quiere nos enseñe un poquito más a caminar hacia la santidad.


El Salmo responsorial de la Misa de hoy —Salmo 68—, pone en boca del Mesías esperado desde siempre pala­bras de lamento por el trato que recibe de sus herma­nos los hombres. Soy un extraño para mis hermanos, un extranjero para los hijos de mi madre; porque me devora el celo de tu templo, y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí.

Debemos sentirnos tan unidos al Señor en estos días de Pasión que nos identifiquemos con los sentimientos de Cristo.

¿Qué sintió el Señor en aquella primera Semana Santa?

—Sintió un celo profundo por las cosas del Padre, que le llevó a ser intransigente con las faltas de deli­cadeza en el trato con Dios y su culto. Me devora el celo de tu templo. Sufre con santa paciencia los atenta­dos contra su santísima humanidad, pero le duele en lo más profundo la insinceridad y falta de cariño para con la divinidad.

—Sintió la afrenta de los suyos, los de su pueblo, los de su raza, los destinatarios inmediatos de su presen­cia, su palabra y sus milagros. Los que habían convivi­do con El y habían experimentado el calor de su amis­tad le abandonan. Los que habían gritado hosanna al hijo de David, gritarán a una sola voz: ¡Crucifícale! Incluso los más íntimos, los Apóstoles, lo dejarán en los mo­mentos más difíciles.

—Siente el Señor el que muchos no aprecien el valor redentor de su sacrificio, de su Misa. Son muchísimos los que desprecian el formidable caudal de gracia que la Santa Misa, desinteresadamente, pone a nuestra dis­posición. Siente el Señor el abandono de los buenos, la apatía de los más allegados, la falta de lucha de los que fueron llamados. El olvido de los que conviven con El bajo el mismo techo. Soy un extraño para mis herma­nos. Palabras que pronuncia el Señor con lágrimas y nos parten el corazón.

—Siente Cristo hambre y sed de entrega por todos.

Ardientemente deseaba celebrar esta Pascua con los suyos. Con toda entereza se abrazará a la cruz. Su co­razón se romperá porque ya no le cabe tanto amor. Nos­otros, en su comida le echamos hiél, y para su sed le damos vinagre.

—Siente el Señor la profunda satisfacción del deber cumplido. Hace en cada momento lo que tiene que hacer hasta que puede exclamar: Todo está hecho.

El Señor sufre en la soledad de la indiferencia: Espe­ro compasión, y no la hay; consoladores y no los en­cuentro.

¿Ocurrirá en esta Semana Santa lo mismo? ¿Dejare­mos solo al Señor?

Agradecimiento

Nos estamos acercando a la noche de la gran Cena Pascual. Jesucristo quiere celebrar bien ias cosas y manda a sus Apóstoles a casa de Fulano para que pre­pare bien la estancia. No es cosa de improvisar. Los grandes acontecimientos espirituales hay que prepa­rarlos con detalle. La noche del jueves, el primer Jue­ves Santo, iba a pasar a la historia por algo transcen­dental. El Señor iba a realizar lo inesperado, aunque sí anunciado y prometido, convertir el pan en carne suya para que pudiéramos comerle y tenerle presente mientras duren los siglos. El Señor iba a instituir la Sagrada Eu­caristía.

Con verdadero esmero se prepara la casa. No es para menos. Estamos llegando a la cumbre de estos días re­bosantes de recuerdos y espiritualidad para los cristia­nos. ¡Vamos a prepararlo todo! El Señor desea celebrar la Pascua con nosotros, sus discípulos. Pon el alma a punto. Recógete en el silencio de la oración. Olvídate del ruido de la calle y entra en el mundo interior de tu alma donde el Reino de Dios tiene su morada. Mi reino está dentro de vosotros mismos, nos dijo Cristo. Sin­toniza tus sentimientos con los que el Señor tuvo la víspera de sus gigantescas decisiones. Suelta amarras y adéntrate en el mar del agradecimiento, correspon­diendo con tu don al don que se te da.

«El don verdadero llega siempre inmerecido, inespe­rado. En él se funda la novedad absoluta de cada acto de amor, que nunca puede repetirse ni experimentar como algo ya vivido y cuyo nacimiento siempre reno­vado da lugar a la «eternidad», a la indisolubilidad y a la indesilusionabilidad del lazo amoroso interpersonal, expresión y revelación de la estupenda libertad del ser espiritual que es el hombre. Y como el don genuino no puede ser nunca «pagado» ni «correspondido», la gra­titud que despierta es por su misma naturaleza ´eter­na´» (J.B. Torello, Psicología abierta)

Esta gratitud eterna nos impulsa irremisiblemente a valorar en su justa medida el clon que se nos da.

Es tiempo de prestar toda la atención al Maestro. Con sagrado sigilo, con un cortante silencio, vamos a ir sen­tándonos a su lado, dispuestos a disfrutar de su Pala­bra y de su Pan. Con el asombro de los niños nos que­damos boquiabiertos ante el misterio.

Juan García Inza

No hay comentarios: