Palabras de aliento
Mi Señor
me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido unas palabras de
aliento, comienza diciendo el Profeta Isaías en la primera lectura de hoy. ¿No
has sentido alguna vez esponjarse tu corazón cuando, dentro de tu abatimiento,
de tu pesimismo, de tu tribulación, alguien se acercó con su alma abierta a la
comprensión y dejó deslizar suavemente sobre tus oídos unas palabras de
aliento? ¡Qué importante es que queramos dejarnos animar por los que nos
quieren bien! ¡Y qué importante es que estemos pendientes de los demás, con
una palabra amable y un consejo a punto para avivar el fuego que se esconde en
los rescoldos de un mal momento.
Esto es
hacer apostolado. «El apostolado cristiano —y me refiero ahora en concreto al
de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más
entre sus iguales— es una gran catequesis, en la que, a través del trato
personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre
de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con
sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable
pero llena de la fuerza de la verdad divina» (Es Cristo que pasa, 149)
Jesucristo animaba a todos con su palabra, caliente, entusiasmada. ¡Con
qué ardor les habla en la noche de la despedida a sus íntimos amigos! ¡Con qué
fuerza habla desde la cruz! ¡Cuántos corazones alentaron su ilusión gastada
al escuchar la voz del Maestro! ¿Te acuerdas del buen ladrón? Hoy estarás
conmigo en el Paraíso. Y el buen ladrón sintió la convulsión interior que le devolvió
la paz perdida en el desorden de su vida.
Venid a mí los que estáis cansados, que yo os aliviaré, dijo el Señor.
¡Qué alivio sentimos cuando abrimos los oídos para escuchar la Palabra. Cada
mañana, sigue diciendo Isaías, me espabila el oído, para que escuche como los
iniciados. Tú tienes que sentirte siempre alumno, aprendiz, para escuchar con
verdadera pasión a todo aquel que pretende honradamente ayudarte a ser mejor
siendo fiel a la Verdad.
No nos creamos sabios de nacimiento. Digamos como Sócrates: «La única
cosa que sé es saber que nada sé, y esto cabalmente me distingue de los demás
filósofos, que creen saberlo todo».
Tú y yo, pobres ignorantes, estamos deseando que alguien que nos quiere
nos enseñe un poquito más a caminar hacia la santidad.
El Salmo responsorial de la Misa
de hoy —Salmo 68—, pone en boca del Mesías esperado desde siempre palabras de
lamento por el trato que recibe de sus hermanos los hombres. Soy un extraño
para mis hermanos, un extranjero para los hijos de mi madre; porque me devora
el celo de tu templo, y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí.
Debemos sentirnos tan unidos al
Señor en estos días de Pasión que nos identifiquemos con los sentimientos de
Cristo.
¿Qué sintió el Señor en aquella
primera Semana Santa?
—Sintió un celo profundo por las
cosas del Padre, que le llevó a ser intransigente con las faltas de delicadeza
en el trato con Dios y su culto. Me devora el celo de tu templo. Sufre con
santa paciencia los atentados contra su santísima humanidad, pero le duele en
lo más profundo la insinceridad y falta de cariño para con la divinidad.
—Sintió la afrenta de los suyos,
los de su pueblo, los de su raza, los destinatarios inmediatos de su presencia,
su palabra y sus milagros. Los que habían convivido con El y habían
experimentado el calor de su amistad le abandonan. Los que habían gritado
hosanna al hijo de David, gritarán a una sola voz: ¡Crucifícale! Incluso los
más íntimos, los Apóstoles, lo dejarán en los momentos más difíciles.
—Siente el Señor el que muchos no
aprecien el valor redentor de su sacrificio, de su Misa. Son muchísimos los que
desprecian el formidable caudal de gracia que la Santa Misa,
desinteresadamente, pone a nuestra disposición. Siente el Señor el abandono de
los buenos, la apatía de los más allegados, la falta de lucha de los que fueron
llamados. El olvido de los que conviven con El bajo el mismo techo. Soy un
extraño para mis hermanos. Palabras que pronuncia el Señor con lágrimas y nos
parten el corazón.
—Siente Cristo hambre y sed de
entrega por todos.
Ardientemente deseaba celebrar
esta Pascua con los suyos. Con toda entereza se abrazará a la cruz. Su corazón
se romperá porque ya no le cabe tanto amor. Nosotros, en su comida le echamos
hiél, y para su sed le damos vinagre.
—Siente el Señor la profunda
satisfacción del deber cumplido. Hace en cada momento lo que tiene que hacer
hasta que puede exclamar: Todo está hecho.
El Señor
sufre en la soledad de la indiferencia: Espero compasión, y no la hay;
consoladores y no los encuentro.
¿Ocurrirá en esta Semana Santa lo
mismo? ¿Dejaremos solo al Señor?
Agradecimiento
Nos estamos acercando a la noche
de la gran Cena Pascual. Jesucristo quiere celebrar bien ias cosas y manda a
sus Apóstoles a casa de Fulano para que prepare bien la estancia. No es cosa
de improvisar. Los grandes acontecimientos espirituales hay que prepararlos
con detalle. La noche del jueves, el primer Jueves Santo, iba a pasar a la
historia por algo transcendental. El Señor iba a realizar lo inesperado,
aunque sí anunciado y prometido, convertir el pan en carne suya para que
pudiéramos comerle y tenerle presente mientras duren los siglos. El Señor iba a
instituir la Sagrada Eucaristía.
Con verdadero esmero se prepara
la casa. No es para menos. Estamos llegando a la cumbre de estos días rebosantes
de recuerdos y espiritualidad para los cristianos. ¡Vamos a prepararlo todo!
El Señor desea celebrar la Pascua con nosotros, sus discípulos. Pon el alma a
punto. Recógete en el silencio de la oración. Olvídate del ruido de la calle y
entra en el mundo interior de tu alma donde el Reino de Dios tiene su morada.
Mi reino está dentro de vosotros mismos, nos dijo Cristo. Sintoniza tus
sentimientos con los que el Señor tuvo la víspera de sus gigantescas
decisiones. Suelta amarras y adéntrate en el mar del agradecimiento, correspondiendo
con tu don al don que se te da.
«El don verdadero llega siempre
inmerecido, inesperado. En él se funda la novedad absoluta de cada acto de
amor, que nunca puede repetirse ni experimentar como algo ya vivido y cuyo
nacimiento siempre renovado da lugar a la «eternidad», a la indisolubilidad y
a la indesilusionabilidad del lazo amoroso interpersonal, expresión y revelación
de la estupenda libertad del ser espiritual que es el hombre. Y como el don
genuino no puede ser nunca «pagado» ni «correspondido», la gratitud que
despierta es por su misma naturaleza ´eterna´» (J.B. Torello, Psicología abierta)
Esta gratitud eterna nos impulsa
irremisiblemente a valorar en su justa medida el clon que se nos da.
Es tiempo de prestar toda la
atención al Maestro. Con sagrado sigilo, con un cortante silencio, vamos a ir
sentándonos a su lado, dispuestos a disfrutar de su Palabra y de su Pan. Con
el asombro de los niños nos quedamos boquiabiertos ante el misterio.
Juan García Inza
No hay comentarios:
Publicar un comentario