La Iglesia ha ofrecido y ofrece a cada generación la Palabra que salva: nos explica la Biblia.
Leemos un pasaje de la Biblia. En el corazón surgen preguntas o dudas. ¿Cómo interpretarlo? ¿A quién se refiere? ¿Qué quiso decir el autor sagrado? ¿Qué pretendía comunicar Dios a la gente de aquel tiempo? ¿Qué nos dice a nosotros, después de tantos siglos que nos separan de un pasado que parece remoto?
Quisiéramos tener a alguien a nuestro lado para comprender, para penetrar en el mensaje que Dios quiere dejar en nuestras almas. Nos sentimos como el etíope eunuco de los Hechos de los apóstoles, que preguntaba: “¿Cómo lo puedo entender si nadie me hace de guía?”. Quisiéramos, entonces, encontrar a un Felipe que nos explicase el sentido de la Palabra de Dios... (cf. Hch 8,27-39).
En realidad, tenemos ya quien nos ayuda a comprender el mensaje divino. La Iglesia, desde la luz del Espíritu Santo, con el trabajo de miles y miles de obispos y sacerdotes, ha ofrecido y ofrece a cada generación la Palabra que salva.
Es importante recordarlo: los católicos vivimos como miembros vivos de una comunidad de creyentes. Nuestra fe no es un acto aislado, como el del explorador que empieza a caminar, entre las sombras, en medio de un bosque desconocido. La fe nos une a la comunidad, nos hace Iglesia, nos acerca a quienes tienen la misión de enseñar, regir y santificar a los bautizados.
Es hermoso, entonces, acoger tantas ayudas y guías que nos ofrecidas para recibir un mensaje que viene de Dios. Un mensaje, lo sabemos, que se expresa en gestos y en palabras, que está en la Biblia y en la Santa Tradición (cf. constitución dogmática Dei Verbum del Concilio vaticano II). Un mensaje que penetra en la propia vida desde la fe, porque “la Palabra de Dios es viva, eficaz, y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hb 4,12).
La fe nos lleva, entonces, a leer la Palabra en comunidad. Porque, “si ningún hombre es una isla, tanto menos lo es el cristiano, que descubre en la Iglesia la belleza de la fe compartida y testimoniada junto a los demás en la fraternidad y en el servicio de la caridad” (Benedicto XVI, Ángelus, 5 de septiembre de 2010).
Esa comunidad, Iglesia fundada por Cristo, nos ayuda a entender el mensaje, a vivir el Evangelio, a transmitirlo a quienes viven a nuestro lado.
Lo sabemos: “la Palabra de Dios no está encadenada” (2Tm 2,9). Conocerla y comunicarla con el testimonio de la propia vida y con palabras que se nutren con la fuerza del Espíritu Santo son la consecuencia suave de quien repite, como el profeta: “Se presentaban tus palabras, y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jer 15,16).
Autor: P. Fernando Pascual
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