La plenitud absoluta de la perfección en la vida espiritual, no está a nuestro alcance, porque plenamente perfecto solo es Dios.
Pero si está a nuestro alcance el perfeccionarnos en el desarrollo de nuestra vida espiritual, hasta el grado de desarrollo que seamos capaces de alcanzar en esta vida, y en ese mismo grado nos quedaremos para siempre, eternamente sea este bajo, alto o mediano. Es como si en esta vida estuviésemos todos jugando al juego de las estatuas, y así es. Lo malo, es que son muchos los que, inclusive siendo creyentes practicantes, nos son conscientes que están participando de este juego, y corren el riesgo de quedarse convertidos en uno de esos mamarrachos de figuras de arte moderno, que sus autores pomposamente consideran que son obras de arte. No se dan cuenta de que tienen en sus manos poderse convertir en el David de Miguel Ángel, en el cielo, si aspiran al mayor grado de perfección posible.
Entre las distintas afirmaciones y mandatos que el Señor nos dejó dicho y que están recogidos en los Evangelios, tenemos un mandato muy concreto y muy poco tenido en cuenta por todos nosotros que dice: “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial”. (Mt 5,48). El mandato de perfección, no solo se limita a la perfección espiritual, sino que alcanza también a la material. No se puede pretender ser espiritualmente perfectos en la medida en que nos es posible serlo, sin serlo también en el orden material, realizando nuestras obligaciones y trabajos materiales de la forma más perfecta posible, pues como ya hemos apuntado, la perfección plena y absoluta es solo la del Señor.
La obligación que tenemos de luchar por alcanzar el mayor grado de perfección en el desarrollo de nuestra vida espiritual, nos lo pone de relieve el Catecismo de la Iglesia católica, al decirnos en su parágrafo 825 que: “La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: "Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre" (LG 11)”. Y el parágrafo siguiente el 826, en su primer punto, pone de manifiesto la necesidad de contar con el vínculo del amor para alcanzar la perfección espiritual, al decir que: “La caridad es el alma de la santidad a la que todos están llamados: "dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin" (LG 42).
La llamada divina a la perfección humana, venía ya recogida desde siempre en el A.T, sobre todo en diversos salmos, de los que entresacamos diversos versículos:
-“Porque Yahveh Dios es almena y escudo, él da gracia y gloria; Yahveh no niega la ventura a los que caminan en la perfección”. (Sal 84,11).
-“Cursaré el camino de la perfección: ¿cuándo vendrás a mí? Procederé con corazón perfecto, dentro de mi casa;”. (Sal 101,2).
-“El que anda por el camino de la perfección será mi servidor”. (Sal 101,7).
También en el Libro de la sabiduría se puede leer: “Alcanzando en breve la perfección, llenó largos años. Su alma era del agrado del Señor, por eso se apresuró a sacarle de entre la maldad. Lo ven las gentes y no comprenden, ni caen en cuenta que la gracia y la misericordia son para sus elegidos y su visita para sus santos”. (Sab 4,13-15). Y en el Eclesiastés también se puede leer: “Sin dolo se ha de cumplir la Ley, y sabiduría en boca fiel es perfección”. (Ecl 34,8).
San Pablo cuando preveía que su salida de este mundo era inminente mencionaba la perfección que había tenido en el desempeño de su ministerio, y así le decía a Timoteo: “Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio. Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación”. (Tm 4,4-8). Son maravillosos estos párrafos de San Pablo, en los que vemos a un hombre con un tamaño de fe tan grande, que más que fe lo que tenía era evidencia. No dudaba en absoluto de la corona que le esperaba, porque el tamaño de su esperanza iba de acuerdo con el tremendo tamaño de su fe y de su amor al Señor.
A estas líneas de San Pablo le son aplicables las que escribió Luis de Blois-Blosio, hace ya 500 años. “Pero no todos los siervos de Dios en este siglo son arrobados de esa manera sobre sí mismos. No todos llegan al íntimo, simple y desnudo centro donde el alma se transforma en Dios. No todos son admitidos a esa mística y alta unión con Dios, a la cual nadie puede llegar por sus propias fuerzas, ni por propio trabajo, si no es ayudado con la gracia especial de Dios. Algunos padres hablan del mismo modo de esa divina unión que se hace en el centro del alma. Dicen que cuando lo más alto de la voluntad o el supremo afecto se enciende en el divino amor, también la parte suprema del entendimiento o la simple inteligencia recibe de Dios su luz y se manifiesta la misma Santísima Trinidad: el Padre en la memoria, el Hijo en el entendimiento, por un conocimiento claro, y el Espíritu Santo en la voluntad, por un amor encendido”. Pero apostillando a Blosio, habría que añadir, que si bien ese estado de unión con el Señor, no puede ser fruto de nuestro esfuerzo, porque es un don, es un regalo divino, si puede llegar a ser un fruto de nuestros anhelantes deseos de amor a Él.
Alcanzar ese nivel de perfección en la santidad, es a lo que todos estamos obligados a desear y trabajar para lograrlo, porque aunque la meta nos pueda resultar imposible de alcanzar, nada hay imposible para la persona que ama y desea amar aún más. Pero amando al Señor, no olvidemos tal como está escrito en el parágrafo 2015 del Catecismo de la iglesia católica que: “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf. 2 Tm. 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant 8)”.
Para concluir dos consejos tomados de dos maestros espirituales de la actualidad. El primero es de Nemeck, que nos dice: “Dios Padre sabe exactamente lo que necesitamos, y en qué medida es Él, el que puede podar el alma, dejando en ella todo aquello que es transformable en Él, a la vez que cercenando, cortando y arrancando todo lo que no es capaz de ser divinizado. El evangelio de San Juan ratifica esto al decir: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará, para que dé más fruto”. (Jn 15,1-2)”.
El segundo es de Jean Lafrance y dice: “La búsqueda de la perfección se vive siempre como homenaje a la gloria y a la Santidad de Dios, pero apunta igualmente en la misma línea al crecimiento espiritual del Cuerpo místico”. Porque vivimos dentro de él y lo bueno que hagamos, lo mismo que lo malo, siempre repercutirá positiva o negativamente en el Cuerpo místico de Cristo. Decía con razón un viejo exégeta, que la gente se salva y se condena en racimos.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
1 comentario:
Cuando observamos el mundo, ¿qué vemos? Que el mundo es tal cual lo que es, natural. Por lo tanto, si la perfección existe, se trata de la perfección de lo que es y no de lo que creemos que deba ser. "Si desarrollamos esta actitud de atención hacia nuestra naturaleza perfecta, nos daremos cuenta de que aproximarse a la perfección no es más que un movimiento de liberación de lo que nos está socialmente y culturalmente impuesto."(Alex Mero)
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