1. Volver a empezar, volver a esperar.
El año litúrgico que empieza con el tiempo de Adviento, marca el ritmo vital de la Iglesia en camino hacia su realización escatológica en el encuentro definitivo con el Señor. Cada año, al recorrer el ciclo anual de los misterios de Cristo, entramos en comunión con el Señor en la triple dimensión del misterio ya anunciado y cumplido (el pasado), de su presencia permanente que nos permite participar de este misterio en la liturgia de la Iglesia (el presente), de la espera de la bienaventurada realización del misterio anunciado y ya presente en su última y definitiva manifestación (el futuro).
El año litúrgico que empieza con el tiempo de Adviento, marca el ritmo vital de la Iglesia en camino hacia su realización escatológica en el encuentro definitivo con el Señor. Cada año, al recorrer el ciclo anual de los misterios de Cristo, entramos en comunión con el Señor en la triple dimensión del misterio ya anunciado y cumplido (el pasado), de su presencia permanente que nos permite participar de este misterio en la liturgia de la Iglesia (el presente), de la espera de la bienaventurada realización del misterio anunciado y ya presente en su última y definitiva manifestación (el futuro).
Y sin embargo no deberíamos tener nunca la sensación que el año litúrgico que vuelve puntual en cada ciclo temporal, sea una repetición; como si nuestra vida y nuestra experiencia de los misterios fuera una especie de círculo cerrado que vuelve continuamente sobre sí mismo, como una eterna y monótona repetición de celebraciones. Cristo que es el Señor de la historia ha salvado nuestra experiencia humana del fatalismo del eterno retorno. El tiempo está abierto hacia el futuro, como en espiral, o como quien va hacia la cima de una montaña, subiendo poco a poco, bordeando la montaña. El tiempo es ya tiempo oportuno de Dios. Y es tiempo nuevo. Nuevo con la novedad de Dios. Nuevo con la novedad de nuestra propia experiencia humana y eclesial que permite que el misterio celebrado cobre tonos nuevos, tenga resonancias inéditas, nos ofrezca la posibilidad de vivir en salvación el momento presente de nuestra historia, en contacto con el eterno misterio de Cristo.
Estamos ya en Adviento y se acerca Navidad. Y con estos dos momentos iniciales del año litúrgico se nos ofrece la posibilidad de vivir algunos momentos o aspectos del misterio de Cristo y de la Iglesia.
El misterio de Cristo que celebramos en este tiempo es precisamente el del Mesías anunciado, esperado, que finalmente ha llegado para realizar las promesas y las esperanzas. Y es también el misterio de aquel que tiene que venir al final de los tiempos. Por eso la Iglesia celebra el Adviento con una atención vigilante, atenta al misterio de la historia y a los signos de los tiempos, solícita por preparar los caminos del Señor y colaborar á la llegada definitiva de su Reino. Tiempo que espera con el sabor de esperanzas cumplidas; cuando llega Navidad, y se celebra la fidelidad de Dios a sus promesas con la venida de su Hijo, manifestación del amor de Dios para todos los hombres. El Verbo Encarnado, el Enmanuel, cuyos pasos se escuchan a través de las páginas del Antiguo Testamento, como afirman los Padres de la Iglesia, es ya una afirmación anticipada y una promesa cumplida que asegura a la Iglesia que también las esperanzas escatológicas tendrán su cumplimiento cabal.
Es también Adviento tiempo de la Iglesia. Iglesia que somos nosotros. Un misterio que nos concierne y una responsabilidad que nos atañe. Iglesia de Adviento que es Iglesia en vela, comunidad de la esperanza, pueblo peregrino y misionero, depositario de las promesas e intérprete de los anhelos de toda la humanidad. Iglesia misionera del anuncio del "Esperado de todas las naciones", en un tiempo en el que para muchos pueblos todavía es Adviento.
Adviento y Navidad son como las dos caras de una misma medalla en esta experiencia litúrgica de la Iglesia. Por una parte la espera y la esperanza; por otra la presencia y el cumplimiento de las promesas. Navidad asegura a este nuevo Adviento de la historia, en espera de Cristo glorioso, la fidelidad de Dios. No son vanas nuestras esperanzas, como no fueron vanas las del pueblo de Israel que esperaba al Mesías. Por eso Adviento es celebración de la espera mesiánica de nuestros Padres en la fe y actualización de nuestras esperanzas de cara a Cristo, cuando venga a salvar definitivamente nuestro mundo y nuestra historia. Y Navidad, en la que desemboca el Adviento, es celebración del Dios con nosotros, gozo por la compañía de Dios que desde hace dos mil años está presente en la vida de la Iglesia, a partir de su Encarnación y en una misteriosa y real presencia en los misterios de la liturgia.
2. El sabor primitivo del Adviento cristiano: "Marana-thá"
Sabemos que la celebración litúrgica de Adviento, como espera del Señor, es relativamente tardía en la tradición de la Iglesia. Su organización definitiva en la liturgia romana es del siglo VI. Y sin embargo lo que celebra tiene un inconfundible sabor primitivo que nos hace remontar a los primeros días de la Iglesia apostólica. La clave para entender este sentido primitivo del Adviento cristiano y vivirlo en sintonía con las esperanzas de la Iglesia primitiva nos la ofrece una palabra breve y densa en su significado; una palabra que resume la espiritualidad del Adviento y su misma oración litúrgica. Una palabra que hace de puente entre el ayer y el hoy, y nos proyecta hacia el futuro. Es la palabra "Maranatha".
Esta expresión, conservada casi como una reliquia en la misma lengua materna de Jesús, resonaba en las asambleas primitivas como resuena hoy en nuestro Adviento. Y puede y debe convertirse para nosotros es una fórmula para la "oración del corazón", como una invocación que se hace con el latido del corazón y el ritmo respiratorio, como para entrar con todo nuestro ser en la espiritualidad del Adviento.
Esta palabra tiene un doble significado, según sus dos posibles lecturas. Si separamos las dos primeras sílabas, la palabra Maran-athá se convierte en una afirmación gozosa, pletórica de fe. Significa: "El Señor viene" o "El Señor ha venido". Es una fórmula, pues, que aclama la presencia del Resucitado en medio de la comunidad cultual. En cambio, si la pronunciamos separando las tres primeras sílabas de la cuarta diciendo Marana-thá, la invocación se convierte en un grito de esperanza: "Ven, Señor", como en las últimas palabras del Apocalipsis: "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20; Cfr. 1 Cor 16,22).
Las dos lecturas tienen su fundamento literario, su significado teológico y su carga de experiencia cristiana, tanto en la primitiva comunidad cristiana como en nuestra comunidad litúrgica. El Señor está presente en su comunidad, como él lo ha prometido (Cfr. Mt 18,20). Y sin embargo esta presencia no es evidente y no es definitiva. Por eso, cuanto más real es su presencia en la Iglesia, como en la celebración eucarística, más imperioso se hace el deseo de la presencia sin velos, de la manifestación definitiva. Y por eso aclamamos: "Ven, Señor, Jesús".
Es significativo que esta expresión se encuentre en la última página de la revelación del N.T. que es el Apocalipsis, como el último suspiro del Espíritu y de la Esposa, como la oración definitiva e incesante que rasga los cielos a través de los tiempos y resuena como un secreto de la historia que tiene que cumplirse, esperanza y deseo de los cristianos, pero con una proyección universal. Hasta el momento en que se escuche ya cercana la voz del que continuamente viene y diga: "Sí, vendré pronto" (Ap 22,20). Entonces comprenderemos que ya estaba con nosotros. Y ahora nos invita a que para siempre estemos con Él.
Curiosamente sabemos que esta expresión cristiana ha nacido en el ambiente de las celebraciones eucarísticas primitivas. Los discípulos que habían conocido al Maestro y hablaban de él suscitaban, podemos pensar, una gran nostalgia por su persona, un gran deseo de conocerlo. Esta nostalgia se convirtió en impaciencia escatológica por su venida, cuando las comunidades primitivas creyeron inminente su retorno. Por eso cada vez que en el memorial litúrgico del Señor, la Eucaristía, se celebraba en un intenso clima de esperanza, se evocaba la presencia del Resucitado y se profesaba la fe en su misteriosa autodonación en los signos del pan y del vino, "eucaristizados". Y sin embargo la presencia sacramental no colmaba el deseo de verlo cara a cara y se hacía más ardiente la súplica: "Marana-thá: "Señor, ven".
3. Adviento, proyección de la Pascua.
Esta experiencia primitiva de la espera impaciente del retorno del Señor que nace de la Pascua, es fundamento de nuestra celebración actual del Adviento, como lo es también aquella larga espera de nuestros Padres en la fe que volvían sus miradas hacia el futuro, casi vislumbrando, como hacen los profetas, los rasgos de aquel que tenía que venir para salvar a su pueblo.
Por eso el tema del "Marana-thá", repetido en las invocaciones y en los himnos de Adviento, es como una prolongación de la invocación del Padre nuestro: "Venga a nosotros tu Reino". Ambas invocaciones nos permiten vivir una instancia fundamental de la experiencia cristiana que la Iglesia celebra de un modo coral en Adviento: la esperanza de la definitiva venida del Señor.
Así Adviento es como una proyección de la Pascua, una ritualización prolongada de una de las dimensiones esenciales de la Vigilia pascual que es la raíz y síntesis de todo el Año litúrgico. En realidad, la primera ritualización de la esperanza escatológica, los cristianos la celebraban en la Vigilia pascual. Si antiguas tradiciones hebreas aseguraban que el Mesías tenía que venir en la celebración de la Cena pascual, los cristianos recogieron también esta tradición. Cuando se reunían para celebrar la Pascua tenían la certeza de que el Señor volvería una vez u otra. Un texto de San Jerónimo nos recuerda esta curiosa tradición: "Una tradición de los judíos dice que Cristo vendrá a medianoche, como en el tiempo de Egipto, cuando se celebró la Pascua... De aquí creo que viene la tradición apostólica que ha llegado hasta nosotros; según ésta no es lícito despedir la asamblea en la vigilia pascual antes de medianoche, mientras se espera todavía la venida de Cristo. Pero pasado este tiempo, todos hacen fiesta, al recobrar de nuevo la seguridad".
Textos litúrgicos antiguos, conservados todavía hoy en la celebración eucarística ambrosiana, ponen en labios del Señor estas palabras con las que aclamamos su presencia después de la consagración: "Cada vez que hagáis esto, lo haréis como memorial mío: anunciaréis mi muerte, proclamaréis mi resurrección, esperaréis con confianza mi retomo, hasta que venga de nuevo a vosotros desde el cielo".
Se puede, pues, afirmar que Adviento celebra un fragmento de la Pascua, su dimensión escatológica, y al colocarse como preparación del principio del misterio pascual que es Navidad, nos hace revivir la otra espera y la otra venida. La espera de los justos del Antiguo Testamento, y la venida que cumplió tantas promesas, el misterio de Navidad, misterio de la presencia del Dios con nosotros.
4. Adviento, espiritualidad de la esperanza.
Estas dos actitudes, la espera escatológica y la espera mesiánica, dan el tono a la espiritualidad del Adviento y marcan el pensamiento de la Iglesia en su plegaria litúrgica, haciendo de ella la comunidad de la esperanza. Una venida anuncia y confirma la otra. Navidad es garantía de la Parusía del Señor. Pero nosotros nos podemos vivir el Adviento como los justos del Antiguo Testamento, como si en realidad el Mesías no hubiera venido. Adviento no es ficción. Es realidad, a partir del misterio de la Pascua.
La Iglesia nos dice a propósito de este tiempo de gracia: "El tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al fin de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como tiempo de una expectación piadosa y alegre".
Da el tono a esta orientación litúrgica el primer prefacio de Adviento, cuando bendecimos al Padre por este misterio de la espera de Cristo: "Quien al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación; para que cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar".
Entre el pasado y el futuro ¿cuál puede ser el significado del Adviento litúrgico para la vida de la Iglesia? ¿Cómo enriquecer el Adviento con nuestra propia experiencia espiritual y social de personas y comunidades que viven con realismo este tiempo de gracia?
Ante todo, la Iglesia tiene la clara conciencia de ser en este mundo la presencia inicial del Reino de Dios, pero ora y trabaja para que el Reino se manifieste en toda su plenitud. Por eso cuanto más precaria se hace la seguridad de los hombres tanto más fuerte y responsable se hace la esperanza de la Iglesia y su misión. Con los textos del tiempo de Adviento - textos bíblicos arcaicos, textos eclesiales de rancio abolengo como las antífonas mayores o los himnos clásicos, textos de nueva composición como las intercesiones de Laudes y Vísperas - la Iglesia ora con realismo por toda la humana sociedad, necesitada de una salvación integral con la presencia del Señor. Hacemos nuestros los gemidos del Espíritu que brotan de la humana sociedad y de la creación, y los convertimos en oraciones de deseo y de esperanza, en fuertes imploraciones de salvación y de presencia.
La Iglesia, intérprete de la humanidad, sabe que el vacío del deseo crea espacios a la esperanza, y la conciencia de la necesidad de la redención abre las puertas al Mesías redentor. Por eso en este tiempo de Adviento, la Iglesia vive de forma intensa y concentrada las esperanzas del Antiguo Testamento, el deseo de las primeras comunidades cristianas; la oración es ya confesión de la necesidad de una venida y profesión esperanzadora de la certeza de que el Señor viene y que anticipa misteriosamente esta venida definitiva al mundo en los corazones de los fieles y en los espacios que la comunidad ofrece.
No es intimismo, sino realismo personalista, el poner el acento en la vivencia del Adviento como experiencia personal, interior, de espera y de vigilancia, en el momento presente de nuestra historia y de nuestro camino hacia la plenitud de la vida en Cristo.
El Cardenal H. J. Newman ha expresado muy bien el sentido personal del Adviento en una homilía de la que destacamos estas expresiones: "¿Sabéis lo que significa esperar a un amigo, esperar que llegue y ver que tarda? ¿Sabéis lo que significa estar en ansia cuando una cosa podría ocurrir y no acaece, o estar a la espera de algún acontecimiento importante que os hace latir el corazón cuando os lo recuerdan y al que pensáis cada mañana desde que abrís los ojos? ¿Sabéis lo que es tener un amigo lejos, esperar sus noticias y preguntaros cada día qué estará haciendo en ese momento o si se encontrará bien?... Velar en espera de Cristo es un sentimiento que se parece a todos estos, en la medida en que los sentimientos de este mundo pueden ser semejantes a los del otro mundo".
Salvación de Adviento. No es una palabra huera, cuando hay una experiencia viva. Se espera lo que se desea. Se desea aquello que se necesita. ¿Cómo podemos decir que esperamos al Señor si no lo deseamos, o que lo deseamos si no sentimos necesidad de su presencia? Sin deseo, no hay esperanza, sin necesidad no hay deseo. Y sin estas componentes de la espiritualidad del Adviento, la oración del deseo y de la esperanza pierde su verdad y su fuerza expresiva.
No hay Adviento donde no hay deseo y necesidad de presencia y de salvación. Por eso la materia prima del tiempo litúrgico de la espera y la esperanza, a nivel personal, es la invocación sentida y sincera de una nueva venida del Señor en nuestra vida personal, en ese momento del camino de nuestra experiencia eclesial. Lo ha expresado muy bien el anónimo autor de meditaciones evangélico-litúrgicas que firma "un monje de la Iglesia de Oriente" y que en realidad es el monje L. Guillet: "Quien espera a Cristo se ilumina y se dilata en cada instante. Se dilata porque lo vemos que tiende hacia su plenitud. Se ilumina porque la presencia de Cristo proyecta ya sobre él la luz de una venida todavía más perfecta. El vendrá, vendrá de nuevo. Vendrá siempre hasta el momento de su venida en la gloria. El ya ha venido. Viene a nosotros en cada instante. Cada instante no tiene otro valor que el de esta venida y esta presencia de Cristo que el momento presente nos trae".
Desde la experiencia personal, la oración universal de la Iglesia en Adviento referida a toda la humanidad, la evocación de las visiones lisonjeras de los profetas, pacifistas y pacificadores, el ansia de la venida del Mesías, dan a la espiritualidad del Adviento una dimensión también real y universalista. Este tiempo de la Iglesia celebra, afirma e implora con su oración la salvación de nuestro mundo y de nuestra historia. La Iglesia afirma en este tiempo, como le gustaba recordar a Teilhard de Chardin, que nuestro mundo y nuestra historia necesitan una salida, una salvación que no puede ser inmanente a la sociedad en que vivimos; tiene que venir de fuera, de Dios. Por eso el sabio jesuita con ardor poético y con una cierta inspiración mística y litúrgica apostrofaba a los cristianos con palabras que pueden ser también motivo de meditación litúrgica para este tiempo de Adviento: "Cristianos, encargados, después de Israel, de mantener viva en la tierra la llama del deseo. Apenas veinte siglos después de la Ascensión ¿qué hemos hecho de nuestra espera? Seguimos diciendo que estamos en vela en espera del Señor. Pero en realidad, si queremos ser sinceros, hemos de confesar que no esperamos nada. Hay que avivar la llama a cualquier precio. Hay que renovar a toda costa en nosotros la esperanza y el deseo de la venida del Señor".
Desde la perspectiva de un mundo que todavía espera al Mesías como Salvador de su propia historia, desde la experiencia comunitaria de una Iglesia que tiene que avivar el sentido de la espera y la llama de la esperanza, desde la propia experiencia de pobreza y de indigencia que hacen no superflua sino necesaria la presencia del Señor, podemos vivir el misterio del Adviento. Una acumulación de deseos, decía Teilhard de Chardin, hará explotar la Parusía del Señor.
Por eso la oración que resume la espiritualidad del Adviento, el Marana-thá puede ser el grito de la Iglesia que ansía, espera e invoca una nueva venida del Señor. Una oración que desde el corazón puede ir impregnando de liturgia cotidiana el trabajo de cada día. Y una oración coralmente celebrada en la Liturgia de las Horas y en la Eucaristía como expresión cabal de una Iglesia, Esposa en vela que anhela y espera al Esposo, mientras no deja de anunciar su venida a toda la humanidad.
Jesús Castellano
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