El Señor conocía de sobra nuestra debilidad, nuestra flaqueza, nuestra soledad, nuestra necesidad de Él.
En la noche bendita de aquel primer Jueves Santo, Jesús quiso quedarse con nosotros. Se iba, pero se quedaba al mismo tiempo. ¡Sólo Él, Dios verdadero, podía imaginar y realizar algo semejante! Sí. Jesús se va. Pero se queda. Cristo nos deja su presencia amorosa, misteriosa y divina hasta el fin de los tiempos, porque sabía que lo necesitaríamos en nuestras horas de desierto, de dolor, de soledad y de fracaso. Antes de ir a la cruz y a la muerte, antes de dejar esta tierra, quiso quedarse con nosotros para siempre en la Eucaristía. Porque nos ama.
San Juan, en su evangelio, introduce de un modo solemne y emocionado la narración de la Pasión con estas palabras: “Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Todo es fruto de su amor. Y estas palabras son la clave de interpretación para comprender todo lo que viene a continuación: sus sufrimientos, su cruz y su muerte en el Calvario. Por amor a nosotros.
Jesús nos dejará regalos grandísimos, extraordinarios en estas últimas horas de su vida. Éste es el primero: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros”. Es el regalo de su donación personal, de su ser entero. Nos deja su Cuerpo, se entrega totalmente a nosotros para redimirnos del pecado y darnos vida eterna. Y no se trata de un evento que sucedió hace dos mil años y que pasó. Cada Jueves Santo, más aún, cada santa Misa celebramos y revivimos este misterio: el misterio de su entrega, de su cruz y de su presencia; el misterio de nuestra salvación: “Ésta es mi Sangre, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía”. ¡Cómo temblaría de emoción el mismo Cristo al pronunciar estas palabras creadoras! ¡Y cómo las escucharían, emocionados, sus apóstoles!
El Señor nos compró - como nos dice san Pedro - con su Cuerpo bendito y con su Sangre preciosa y nos rescató de nuestro vano vivir para darnos una vida eterna (cf. I Pe 1, 18-19) . Y permanece para siempre en el Tabernáculo, desde su puesto vigilante, amoroso. Desde allí nos acompaña, nos alimenta, nos fortalece, nos vivifica. ¡Gracias, Señor, por haberte quedado con nosotros en la Eucaristía!
El Señor conocía de sobra nuestra debilidad, nuestra flaqueza, nuestra soledad, nuestra necesidad de Él. Y por eso quiso quedarse, como un padre o una madre cariñosa, a nuestro lado todos los días de nuestra vida. ¡Qué bien lo dirían, pocos días más tarde, esos discípulos tristes y alicaídos de Emaús: “¡Quédate con nosotros, Señor, porque el día ya va de caída!” (Lc 24,29). Sí, el día de nuestra vida, de nuestras ilusiones, de nuestras esperanzas. A veces parece que se nos apaga el entusiasmo, se nos muere el amor, fallece nuestra confianza. ¡Y cuánto sentimos entonces la necesidad de la compañía dulce, amorosa y fuerte de nuestro buen Jesús! Pero Él no se ha ido. Está a nuestro lado; está allí, en el Sagrario, dispuesto a acogernos con los brazos abiertos para curar nuestras heridas, para enjugar nuestras lágrimas, para confortarnos en nuestras horas de quebranto. Somos nosotros quienes nos olvidamos de Él. ¿Por qué no acudir a Él con más frecuencia, no sólo en las horas amargas de la vida, sino también en las alegres para darle gracias, para alabarlo y glorificarlo? Y en estos días santos de su Pasión, estemos particularmente cercanos a Él para acompañarlo, para darle gracias, para amarlo y adorarlo con todo nuestro ser.
Oremos todos juntos, llenos de fe, de amor y gratitud con esta hermosa oración de un autor espiritual contemporáneo: «Te amo, Señor, por el gran don de tu Eucaristía, por el gran don de Ti mismo. Cuando no tenías nada más que ofrecer nos dejaste tu Cuerpo para amarnos hasta el fin, con una prueba de amor abrumadora, que hace temblar nuestro corazón de amor, de gratitud y de respeto. Nos dejaste tu último recuerdo palpitante y caliente, a través de los siglos, para que recordáramos aquella noche en que prometiste quedarte en los altares hasta el fin de los tiempos, insensible al dolor de la soledad en tantos sagrarios. Sin más gozo que ser el eterno adorador inmolado sobre el blanco mantel; sin más consuelo que saber que eras el compañero de tus elegidos, que harías más breve su dolor desde tu puesto vigilante, amoroso. Porque conociste la soledad que iban a sentir los que siguieran tus consejos contrarios a las normas del mundo, bajaste a nuestras vidas para hacer perfumada, fecunda nuestra soledad (...). ¡Qué pobres serían nuestras vidas sin tu compañía! Nuestro Padre, nuestro Hermano, quieto rincón junto al que descansamos al final del vértigo de la jornada».
Autor: P. Sergio A. Córdova LC
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