Se puede seguir ciegamente un texto escrito o dejarse arrastrar por la música de la flauta de Hamelín.
Por: Julián Marías | Fuente: ConoZe.com
La voz es una realidad natural, espontánea, condicionada por la laringe y la
estructura bucal. Pero está modificada y matizada por la voluntad, por
actitudes personales muy reveladoras que matizan lo que se dice según cómo se
dice. La voz puede oscilar entre el engolamiento y el encanallamiento; es algo
enormemente expresivo que interpreta y matiza lo dicho, y le da una
significación precisa. Cuando se oye hablar, especialmente en público, se
recibe una impresión que depende muy principalmente de la manera de decir. La
voz puede ser normal, de un temple habitual y sereno, puede ser acariciadora,
persuasiva o agresiva, exasperada, irritante. Existe un amplísimo repertorio de
matices, que confieren a lo dicho un valor interpretativo esencial.
En la voz se descubre el temple de la persona que habla, su actitud real, en
cierta medida su propósito. Se advierte también si se piensa lo que se está
diciendo o no, si se dice la verdad o se miente o se expresan cosas
indiferentes con las cuales no se solidariza el que habla. Hay que atender, más
que a lo que se dice, a la manera de decirlo, muy principalmente a la
entonación. A veces se tiene la impresión de que una persona va diciendo lo que
piensa, tal vez lo que va pensando con algún esfuerzo, lo que está viendo al mirar
la realidad de que se ocupa. Otras veces se advierte que todo aquello viene
preparado, está prefabricado, es una mercancía elaborada que se explicita y
formula. La verdad o la mentira se descubren, antes de todo análisis del
contenido, en la entonación, en la presencia de la convicción o de su falta.
En la voz se desnuda la intimidad personal; si se atiende a ello, es probable
acertar, reconocer el valor de lo dicho o su ausencia, si hay que tomar en
serio lo que se está oyendo o se puede pasarlo por alto.
Creo que no se atiende demasiado a este aspecto; la atención se concentra casi
exclusivamente sobre lo dicho, con independencia de esa entonación. Se dirá que
lo que se dice no es solo verbal, oral, sino en gran parte escrito, en que la
voz desaparece. No es cierto; en el escrito el estilo hace la función de la voz
en el habla. También se advierte el grado de autenticidad, de vinculación de la
persona a lo dicho o escrito; en definitiva, el grado de realidad que esto
tiene.
Hay personas persuasivas; el que las oye ve la génesis del pensamiento que
sustenta las palabras; tiene la impresión de ver brotar algo que está
aconteciendo a la persona que habla; percibe su esfuerzo por ver algo y
formularlo. Es un espectáculo confortador, que lleva a la convicción de que se
puede fiar de aquello, de que es verdad en el sentido de ser auténtico, incluso
cuando puede ser un error. En la oratoria pública, sobre todo política, esto no
es frecuente; no se presta demasiada atención a este aspecto que me parece decisivo,
que me lleva a tomar en serio o no lo que oigo. La decisión que uno toma
debería tener en cuenta muy principalmente este rasgo. Muchas veces siento la
tentación de decir «¡mentira!» a lo que estoy oyendo con una entonación
determinada, o lo que estoy leyendo con un estilo fraudulento.
Lo que se dice desde dentro, con autenticidad, con veracidad, hay que tomarlo
en serio, tenerlo en cuenta, aunque se discrepe, aunque crea uno que se trata
de una visión insuficiente o incorrecta; en suma, de un error. En otros casos
hay que pensar que aquello no merece ser tenido en cuenta, tomado en serio,
porque no brota de una convicción, sino que es una fórmula prefabricada o algo
que nace de una actitud previa y sin justificación.
En la vida política, especialmente si es democrática, si la adhesión o la
repulsa se expresan mediante algo eficaz, el voto, es preciso tener en cuenta
esta perspectiva.
La mayoría de las personas tienen en cuenta las etiquetas, las filiaciones a
los diversos partidos, dan o niegan su adhesión de acuerdo con ello; creo que
es menester distinguir «las voces de los ecos», atender a la veracidad, al muy
variable grado de autenticidad de lo que se escucha. Si esto se tuviera
presente, se evitarían errores, a veces de enormes consecuencias. Recuerdo muy
bien la repugnancia que me produjo Hitler desde que llegó al poder, aunque yo
no había cumplido todavía los diecinueve años; más aún que lo que decía, me
inquietó su manera de decirlo, su gesto y el tono de la voz, tal como lo daba
la radio. Una gran parte de los alemanes se dejaron arrastrar por él y llegaron
al entusiasmo, con las consecuencias que hoy conocemos bien.
En España, donde todo era comprensible, inteligible, donde se podía percibir el
grado de veracidad o su ausencia, era posible distinguir si había que tomar
algo en serio o no; en el primer caso cabía la posibilidad de la adhesión o la
del desacuerdo, tal vez la repulsa, pero con estimación, reconociendo el valor
de una posición que parecía errónea.
Últimamente se han estado recordando sucesos muy antiguos, con motivo de
cumplirse el centenario de algunos nacimientos importantes; he recordado muy
bien mis impresiones ante los sucesos y las manifestaciones políticas de hace
alrededor de setenta años. Tengo la impresión de haber acertado por haber
prestado oído a lo que se decía, a su entonación, o a su sucedáneo: el estilo
literario. Oí hablar a algunos políticos de los años treinta, anteriores a la
guerra civil; y también haber leído las reseñas de los discursos en el
Congreso. Algunos oradores decían la verdad, suscitaban la aprobación o una
discrepancia respetuosa y estimativa; a otros no había que tomarlos en cuenta o
causaban repugnancia intelectual o moral.
Creo que es el método adecuado de orientarse políticamente, no las etiquetas o
las adscripciones nominales a uno u otro partido. Recuerdo muy bien que en las
Cortes Constituyentes me complacía o desagradaba, según los días, lo que decían
representantes de diversos partidos. Hay una palabra que me parece sumamente
peligrosa: «incondicional». Aceptar o rechazar a ciegas lo que viene de una u
otra posición es un grave error, que puede pagarse con graves consecuencias.
En definitiva, hay que atender a lo que podríamos llamar la música de las
palabras por debajo de su letra; los dos elementos componen la significación
verdadera; si se atiende solo a uno de los elementos, podemos extraviarnos por
el olvido de uno de los factores que componen la realidad de lo dicho. Se puede
seguir ciegamente un texto escrito o dejarse arrastrar por la música de la
flauta de Hamelín.
Julián Marías, Filósofo, escritor,
crítico de cine, periodista. Miembro de la Real Academia de la Lengua Española.
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