El terremoto del 17 de octubre de 1966 en sólo 56 segundos dejó a muchas familias de la campiña huachana literalmente en la calle. Como a las tres y media de la tarde llegó un movimiento ondulatorio del oeste y al cruzarse con otra venida del sur formó tal conmoción ocasionando fortísimos sacudones en ambos sentidos.
Con el
cambio de movimientos, las casas de adobe comenzaron a agrietarse como
granadas, viniéndose al suelo; a los pocos días muchas familias estuvieron
viviendo bajo esteras de caña.
En el barrio
de San Lorenzo, vivía un hombre con su familia. Muy devoto de San Martín de
Porres, a quien, todos los años, en los días de su fiesta en el mes de
noviembre, por un milagro que le hizo el santo, mandaba celebrar una misa.
En ese
año en los terrenos que sembraba San Felipe con los efectos del terremoto, el
canal de riego se rompió, perdiéndose en la cosecha. El pobre Lindo, como se
llamaba, no tenía ni para el arriendo de la tierra. Esa misma semana se había
presentado a cobrar el propietario.
Para
colmo de sus desgracias, su hijo mayor que le ayudaba en todos sus quehaceres,
estaba detenido por el “corralito” de un
forzado matrimonio, tendido por la viveza de una “moza”
con hijo de otro.
La casa,
totalmente destruida por el terremoto, lo obligó a dormir con su familia bajo
una sola estera, cubriendo el pozo cavado en la arena que le servía de cama.
Pues sólo pudo conseguir ante la fuerte demanda, una sola estera.
Se
acercaba el 5 de noviembre, el devoto tenía que cumplir con el santo de su
devoción y contratar la misa. ¿Qué hacer? Dinero
no tenía, se removía los sesos buscando una solución. El padrecito le había
subido el valor. El pasado año, al tener trabajo urgente, llegó algo retrasado
al templo, la misa había comenzado. El padrecito, aún sin tener monaguillo en
un dos por tres terminó la ceremonia. Al esperar en la sacristía para el pago,
el cura le dijo:
“Hijo,
te gustó la misa, San Martín te lo va a agradecer”. Lindo no encontró otra cosa que decir: “Sí,
padrecito, pero muy cortita, capaz su prédica no llegó al cielo”. El
cura le respondió: “San Martín como Dios, está en todas
partes y bien que la ha escuchado”. Lo cual aprovechó el cura para
cobrarle el doble.
Como lo
venía haciendo, faltando pocos días para el 5 de noviembre, se inscribió. El
padrecito le dio turno de las doce del día. Las demás horas estaban tomadas.
¡Ay, Dios! –se dijo, cuánto me irá a cobrar ahora, es la más cara porque es la de fin de
fiesta. Hasta la víspera no había conseguido dinero; no tenía ni para
pagar a los peones menos al padrecito. Con estos pensamientos se acostó esa
noche. Bajo la estera pensaba qué hacer, para el día siguiente cumplir con el
padrecito. Así fue que poco a poco le fue rindiendo el sueño, comenzando a
soñar: ¡Oh, maravilla! Su santo patrón se le
presentó. Su casa en escombros comienza a removerla su milagrosa escoba.
Con la nube de polvo que levanta, ésta se va reconstruyendo tomando la forma de
una casa moderna donde se cobija la familia.
El devoto
no sabe cómo agradecer a su santo Martincito, quien deslumbrante frente a él
con voz dulcísima, llena de consuelo y resignación, le dice: “Lindo, este sueño se convertirá en realidad y tus
preocupaciones se disiparán”.
Despertó
feliz de su sueño, su familia como si hubiera dormido en una casa con todas sus
comodidades, estaba jovial. Prepárense para la misa, dijo la madre a sus hijos.
Él pensaba en el hijo detenido. Para sorpresa, al salir, llegaba. Entonces la
felicidad de toda la familia fue completa y regocijados ingresaron al templo de
Cruz Blanca.
La misa de
fiesta de las doce en el templo rebosante de fieles de San Martín estuvo
solemne. Al anunciar el párroco quienes eran los devotos de esta misa, los
fieles miraban agradecidos a esta familia, llena de felicidad. Pero a la
salida, el cura esperaba impaciente al devoto en la puerta de la sacristía, más
éste no tenía ningún centavo para cumplir con el padrecito. Invocó a
Sanmartincito por si se hubiera olvidado de ayudarle. Al momento un fuerte
viento le templó el espíritu y resuelto va al encuentro del cura. Le cuenta el
sueño tenido, diciéndole que el santo se encarga de todas sus desgracias y que
no disponía de dinero para cancelar la misa. El cura, rojo de cólera, furioso,
le dice: “Qué cuento es éste, no sabes que yo vivo de
esto, tienes que pagarme”. Al momento un temblor, de los rezagos del
terremoto, remeció al agrietado templo haciendo sonar la campana.
El señor
cura cambia de color, tartamudeando exclama: “La paz
sea contigo hijo mío. No cobraré”.
¡Milagro! ¡Milagro! –exclama el devoto. “Gracias Sanmartincito”.
De: Alberto Bisso Sánchez
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