Lo que sería usual esperar de un artículo como este es exponer los razonamientos y acabar con una conclusión aplicada al caso concreto de Chile. Pero voy a enfocarlo de un modo inusual. Empezaré por la conclusión y continuaré con la exposición de lo que debería ser una constitución.
CONCLUSIÓN
La
propuesta que se votará el próximo septiembre es una pantomima de constitución.
No cumple los criterios que deberían regir una carta magna, como no sea el de
allanar el camino hacia la dictadura. Dictadura que se mantendrá, eso sí,
cumpliendo regularmente el entrañable rito de introducir papeletas en una urna.
Rito que de ningún modo garantiza la libertad. De hecho, los tiranos siempre
han sido especialmente aficionados a los plebiscitos.
En la
parte expositiva de este artículo bastará explicar cómo debería ser una
constitución para darse cuenta de que la propuesta de constitución chilena no
lo cumple. Cada exposición razonable de lo que debería ser una constitución
sensata es una acusación contra esa propuesta desatinada.
PARTE
EXPOSITIVA
Dando por
supuesta la inteligencia de los lectores, voy a exponer de un modo sintético,
casi telegráfico, sin necesidad de probar cada afirmación con extensos
argumentos. El despliegue de argumentos estaría bien en un texto divulgativo,
pero entiendo que los lectores de estas líneas ya están por encima de eso.
Vamos allá.
Una
constitución debe ser breve, sintética y sencilla. Cuando más complicada sea
una constitución más recovecos habrá para que se produzcan las trampas, los
movimientos turbios. El lenguaje sintético, escrito por los profesionales del
Derecho, debe ser preciso para evitar ambigüedades. Breve, pues las reglas
esenciales del juego democrático son siempre breves. Y una constitución son las
reglas del juego. Constitución, ley y reglamento no son sinónimos. Trufar la
constitución con reglamentos, con detalles regulatorios, es no haber entendido
el carácter superior de ese ordenamiento jurídico.
Las
reglas del juego democrático, de cualquier juego democrático se podrían
sintetizar en tres o cuatro páginas. El resto son meras ramificaciones. Esas
tres o cuatro páginas son el corazón de cualquier constitución, su núcleo. En
esas pocas páginas un pueblo se juega su libertad. En esas pocas páginas los
padres se juegan el futuro de sus hijos y nietos. Son páginas que ponen diques
a los desmanes; o, por el contrario, propician dictaduras, guerras civiles,
torturas, prisiones, sobornos y pobreza. Hay constituciones que son grandes
patrocinadoras de la miseria. Porque cuando creas un marco turbio para el
ejercicio del poder, el poder ejecutivo se encargará de que el desarrollo
económico se vea lastrado con el florecimiento de los favoritismos. Hay
constituciones que son el campo ideal para el cultivo y crecimiento de los
oligarcas.
La gran
cuestión que se plantea en una constitución es cómo generar el poder y cómo
contenerlo. La carta magna determina cómo se constituirá el poder, pero también
establece con qué cadenas se podrá contenerlo. Si el ordenamiento jurídico
general de una república falla en el diseño de un mecanismo de contención del
poder, entonces no logra lo fundamental. “Pero
¿dónde están los frenos?”, preguntaría un incrédulo comprador. El
problema es que en este vehículo están montados diecinueve millones de
ciudadanos, y no pueden bajarse.
Desde la
época de Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu,
todos los pensadores se dieron cuenta de que el mejor modo para tener un poder
fuerte y efectivo pero no tiránico es la división de poderes. La contención del
poder reside en la división de poderes. No en el parlamento. Los populismos
tiránicos lo primero que dominan es el parlamento. Lo repito, el control del
poder nunca reside en el parlamento. Al revés, el congreso es el generador del
poder.
Toda
carta magna debe como primera tarea, como su más esencial labor, la de amparar,
preservar, tutelar y garantizar la separación de los tres poderes. Tres poderes
reales, efectivos, no meramente nominales. Basta leer una constitución para
darse cuenta si los tres poderes serán verdaderos poderes, o serán meras
presencias que no podrán operar. Hay constituciones que aseguran la
inefectividad.
La
estricta separación de poderes es la verdadera maquinaria que funciona en el
pecho de una democracia, el resto es pura poesía, pura declaración de buenas
intenciones, pura exposición de hermosos pensamientos.
Una
constitución es una maquinaria, no un poema. Se trata de crear las reglas del
juego para todos, para siempre. Meter ideología en una constitución sería como
introducir citas de santos en la escritura de propiedad de un terreno. Especifique
con claridad el perímetro de la propiedad de la tierra que posee, su extensión,
sus zonas comunes de paso, sus servidumbres y no me meta sermones en una
escritura de propiedad.
Dígame
las reglas del juego de una sociedad y ahórreme un sermón laico. Las reglas son
siempre las mismas porque si están bien construidas están pensadas para durar
para siempre. Sin embargo, con el paso de los decenios, comprobamos que la
ideología es más caduca de lo que creíamos. Lo que hoy parecía que era lo más
moderno, provocará risas en nuestros nietos.
A
cualquier legislador hay que recordarle que despliegue de un modo muy nítido
cuál es la maquinaria del ejercicio del poder, y que se ahorre su sermón
ideológico. Las reglas son para todos si están basadas en la razón. Por el
contrario, yo, como ciudadano, tengo todo el derecho del mundo a no compartir
la ideología de la mayoría. La constitución defiende ese derecho mío, luego
puedo pedir al legislador que entre las coles jurídicas no me quiera colar
ninguna lechuga ideológica. La constitución debe defender mi derecho a no
compartir la ideología del resto de la población. Incluso un representante del
Pueblo debe tener derecho a ocupar su escaño en el congreso sin jurar la
constitución, la que sea, cualquier constitución. Es auténtico representante
del Pueblo opine lo que opine de la constitución. Estará sometido a las leyes
como cualquier otro ciudadano, pero no se le puede condenar por lo que piense.
Pensar que una constitución es nefasta no le inhabilita como representante de
un grupo de ciudadanos.
Si
comprendemos la lógica de esta libertad de la libertad de pensamiento, sería
justo lo contrario el que una asamblea constituyente quisiera imponer un
pensamiento ideológico en el ordenamiento jurídico. La constitución debe ser el
garante de la libertad de pensamiento. Crear una constitución que obligue a
pensar de un modo determinado (el que sea) a sus ciudadanos es crear una
constitución que justo hace lo contrario de lo que debe hacer cualquier carta
magna.
Alguien
me dirá que la constitución debe exponer derechos, que sería impensable una
constitución sin derechos. El problema es cuando la implantación de opiniones
se hace bajo el ropaje jurídico de derechos. Y peor todavía cuando esas listas
de derechos tienen la intención de convertirlos en vehículo contra la libertad
de pensamiento. Alguien dirá: ¿cómo vamos a negar
el derecho a la libertad de expresión? De acuerdo, ese es un derecho
objetivo, racional y evidente. Pero si la constitución determina el derecho a
que los conejos se reproduzcan en el campo y castiga al que afirme otra cosa,
bajo la acusación de “odio al conejo”, entonces
un derecho positivo se convierte en una imposición negativa. Ciertamente se
puede fundar una tiranía a base de decretar cantidades ingentes de derechos.
Porque, lo repito, cada derecho no objetivo tiene un reverso tenebroso. Incluso
los derechos razonables pueden ser defendidos de tal manera irracional que ese modo se convierta en instrumento para
implantar la tiranía. Y así un dictador puede hacer aprobar en el congreso una
ley de defensa al honor que, de hecho, acabe con la libertad de prensa. El
ejemplo no es hipotético. Correa acabó con la libertad de prensa en Ecuador con la
excusa de defender ese derecho. Si la defensa de derechos razonables puede
pavimentar el camino a la tiranía, ya no digo nada si los derechos no se basan
en la razón. Desde un punto de vista teórico, bastaría un solo derecho —por
ejemplo, el derecho absoluto a que los conejos se reproduzcan en el campo— para
poder acabar con la libertad de prensa, acabar con la oposición en el
parlamento y expulsar a los disidentes de los puestos públicos, bajo la
acusación de conejofobia. Por eso, precisamente por eso, la articulación
de los derechos (cuáles son, su extensión, etc.) siempre es preferible que se
deje a las leyes y no incluirlos en el texto de la carta magna. De esa manera
se crea un marco neutral en las páginas constitucionales. Cada derecho que se
incluya en la carta magna implica una imposición a no disentir.
Alguien
seguirá insistiendo en que cómo no vamos a incluir listas de derechos. ¿Pero solo los derechos personales y no los colectivos? ¿Solo
los de los humanos y no los de los animales? ¿Por qué no también los derechos
de la Humanidad tomada como conjunto? ¿Solo los derechos más importantes?
¿Quién decide cuáles son los importantes? La carta magna no es el lugar
adecuado para establecer que la Tierra es redonda o que la Luna no está hecha
de queso. Si un artículo determina la esfericidad de la Tierra, lógicamente
habrá que pensar cómo se persigue jurídicamente a los
que van contra la constitución por negarse a acatar ese precepto
constitucional. Todo precepto constitucional debe concretarse después en una
defensa jurídica de ese mandato: eso implica
persecución. Persecución lógica, por eso es un mandato legal.
Alguien
afirmará que sin ideología es imposible el Derecho Constitucional, pero no es
verdad. Precisamente, lo que caracteriza una constitución que anhela ser
permanente, que esté pensada para durar siglos, es que sea neutral, que sean
reglas desnudas de racionalidad incuestionable, que se trate de concisas normas
para salvaguardar la división de poderes. Cuanta más ideología contenga una
constitución, más ridícula resultará cien años después. ¿Pero es que los padres fundadores no han visto las constituciones de los
dos últimos siglos? ¿Pero es que no aprenden? De un padre constitucional
se pueden pedir muchas cosas, pero la primera es que no haga el ridículo. Si
usted ama mucho a los ciervos de los bosques o las margaritas de los prados,
genial, pero no los meta en un texto jurídico, salvo que sea una constitución
de tipo jurídico-cómico. Ya he dicho que en tres o cuatro páginas se dirime el
futuro de un país. Luego no tiene mucho sentido una constitución-novela o una
constitución por fascículos semanales que se acabe encuadernando en siete u
ocho manejables tomos.
La
democracia resulta imposible sin jueces independientes. Antes o después, no
habrá jueces independientes allí donde un partido puede dominar una cámara que
tiene capacidad para legislar lo que quiera sobre la judicatura. Si una cámara
puede hacerlo, es como decir: “Sois independientes
hasta que yo diga”.
Y digo “yo” porque todo partido es dominado por un solo
hombre. Y es que el poder tiende a concentrarse. Tiende a concentrarse y
corromperse. Poner el futuro de una nación en manos de una cámara, de una sola
cámara, que puede estar dominada por un partido resulta una locura. Y dominio significa simplemente que ha llegado
al número de escaños suficientes para legislar sin trabas.
Resulta
irónico comprobar que un estudio pormenorizado de la mayoría de las monarquías
medievales europeas muestra que el ejercicio de su gobierno se veía supervisado
y limitado por una serie de contrapesos reales; no de
iure en muchos casos, pero sí de facto. El ejercicio del poder absoluto fue
la excepción más que la regla. Por eso resulta llamativo ese afán por conceder
ese poder absoluto al congreso. Porque eso, antes o después, significa conceder
ese poder absoluto a un partido. Y cuando eso sucede siempre es una persona,
una sola, la que domina al partido. De manera que el poder omnímodo que algunas
constituciones otorgan a los parlamentos se traduce en poder irrestricto
poseído por una sola persona.
El poder
absoluto del parlamento es una inmoralidad. Algo tan escandaloso que,
normalmente, se suele enmascarar con verborrea legal. Hay muchos modos de
encubrirlo ante la opinión pública. Se puede hacer con organismos, consejos,
dictámenes obligatorios previos, cámaras asimétricas y demás decorados. Al final
lo que importa es quién puede cocinar las leyes, el decorado de la cocina
importa bien poco.
La
independencia de los jueces es algo muy bonito que se puede repetir mil veces
en una constitución. Tal repetición no sirve para nada, me basta escuchar una
sola vez cómo se constituye el senado para saber si la judicatura será
independiente o no.
En toda
carta magna, debe determinarse con toda claridad, sin ninguna ambigüedad, cómo
se va a concretar la necesidad de que el cuerpo legislativo sea independiente
de la cámara donde están los políticos. Donde están los políticos, pero
donde acabará reinando un solo
hombre.
Idealmente,
el senado debería estar por encima de la política. Si no se consigue ese ideal
(que era el de los padres fundadores de Estados Unidos), al menos hay que
lograr que la distribución de escaños del senado nunca sea una perfecta copia
del congreso. Porque la institución senatorial no puede devaluarse a
convertirse en una mera formalidad en la sanción de una ley, sino que debería
ser un cuerpo de ciudadanos independientes de la mayoría arrolladora que puede
dominar hegemónicamente el congreso. Hay que lograr un senado real, no un
espejismo de senado.
En los
libros de historia, el camino hacia la independencia consta de varias batallas.
Esos mismos libros nos muestran cómo el camino hacia la perdida de la libertad
en las democracias sigue siempre el mismo, idéntico, camino: congreso, senado,
judicatura.
Siempre
existe el temor a que el senado se convierta en un búnker de ideas
reaccionarias, en un obstáculo paralizador del poder ejecutivo, y cosas por el
estilo. Se pueden articular varios medios para que el senado vaya renovándose,
pero que lo haga a un ritmo que no sea el que desea el partido hegemónico.
Responder a esos miedos del inmovilismo convirtiendo a los senadores en siervos
del partido es oponer un mal cierto frente a un mal
probable; un mal cierto de la mayor gravedad (la tiranía) frente a
un mal probable de dimensiones mucho menores (un cierto nivel de inmovilismo).
El
Pueblo nunca ha redactado una constitución. Jamás lo ha hecho. En ningún lugar
del mundo. De eso siempre se ha encargado un grupo de políticos. Un puñado de
políticos que no han bajado del cielo, impolutos, irradiando honestidad en sus
rostros; sino que han sido políticos con las mismas virtudes y defectos que el
resto de su casta. Hombres menos honestos producen constituciones menos rectas.
Hay
constituciones que cuentan con más trampillas disimuladas, con más pasadizos
oscuros; y otras cuentan con menos. La capacidad de indulto es una de esas
trampas. Si la ley no debe aplicarse en todo su rigor, que lo decida un juez,
no un político.
La
experiencia es que el Pueblo siempre dice que sí cuando se le pregunta si
aprueba una carta magna. Y si dijera que no a la primera, diría que sí a la
segunda. El Pueblo es así, tiene la vaga impresión de que Montesquieu es un
pueblo de Bélgica. La masa popular siempre anhela a un gobernante que se saque el cinto y
ponga todos en su sitio.
El
refrendo popular es una formalidad necesaria. Pero el resultado negativo de la
consulta popular siempre depende más de razones aleatorias, propagandísticas y
de imagen del que hace la propuesta que de una negativa fundamentada en el
contenido.
Después
del plebiscito se suele añadir que ¡el Pueblo ha
hablado!, que ¡es voluntad del
Pueblo!, y todo eso. Pero no hay que exagerar con eso de la voluntad
popular. En las consultas que se producen en el marco de una democracia,
podemos afirmar con total rotundidad que la propuesta de constitución siempre
es a imagen y semejanza del presidente que promovió el cambio constitucional.
Quien tiene la capacidad para determinar cómo se conformará la asamblea
constituyente tiene la capacidad para promover la constitución que le gustaría.
Después siempre repetirá: El Pueblo ha hablado. Pero no conozco ningún presidente de una
democracia al que la asamblea constituyente le haya dado alguna sorpresa.
Las
asambleas constituyentes de no pocas democracias han emanado textos en los que
resulta válida la afirmación de que la constitución
del Pueblo es la constitución redactada por el presidente. Demasiadas veces el proceso se ha comenzado no
para reforzar la democracia, sino para concentrar más poder en el presidente.
Allí
donde un congreso tenga un poder monárquico absoluto, el tribunal
constitucional acabará siendo un órgano al servicio del poder. Una vez ganada
esa batalla, acabará ganándose la siguiente batalla por conquistar la Junta
Electoral Central.
Se afirma
con rotundidad que el Pueblo es soberano.
¿Será necesario recordar que los soberanos medievales
no eran absolutos? Un monarca absoluto siempre fue la excepción en la
Europa medieval. ¿Vamos a sustituir un rey absoluto por
otro soberano absoluto: el Pueblo? Contener la capacidad legislativa
ilimitada del Pueblo es necesario para que haya libertad. Ese poder ilimitado
es democrático, totalmente democrático, pero democracia no es sinónimo de
libertad. El sistema democrático es un medio para obtener la libertad. Sin
ninguna duda, puede haber una auténtica democracia sin libertad.
El Pueblo
es soberano, pero el Pueblo no puede gobernar. La masa puede linchar a alguien,
puede quemar un palacio presidencial, puede saquear los comercios de una
ciudad, pero carece de capacidad para gobernar. Los únicos que tienen capacidad
para hacerlo son sus representantes. ¿Qué sentido tiene
luchar por la libertad frente a la opresión, si al final el representante
popular queda investido del poder irrestricto de un rey absoluto?
Es cierto
que la institución de la monarquía presidencial precisa de una determinada mayoría en la asamblea
popular, congreso o parlamento. Pero una vez obtenida, si inicia un proceso de
destrucción legislativa de las barreras a su poder, el resultado es la
petrificación de esa mayoría en la asamblea popular.
La dualidad
congreso-presidente es igual a poder. El senado y la judicatura deberían ser expresión
de la razón. La dualidad congreso-presidente debe estar limitada por la
dualidad senado-judicatura. El poder debe estar contenido por la razón. De ahí
que los senadores y los jueces deben ser escogidos de entre los hombres
razonables que sean buenos conocedores del derecho. Para ejercer su función de
un modo basado en la razón y no en otros intereses, deben ser independientes.
Varios son los medios para lograr este fin. Lo importante es lograr un grupo de
hombres razonables e independientes.
Acabo
este artículo diciendo que no solo no me opongo, sino que me parece lo
adecuado, que una constitución comience con un prólogo que ponga algo de poesía
al texto legal que va a seguir. Y también me parece adecuado acabar con un
epílogo que concluya con otro poco de belleza literaria. Ahora bien, yo
aconsejaría dejar fuera de ese prólogo y epílogo los derechos reproductivos de
los conejos o asuntos tales como la esfericidad de la Tierra.
P. FORTEA
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