A continuación, la homilía completa del Papa Francisco en el consistorio de este 27 de agosto, donde nombró a 20 nuevos cardenales:
Estas palabras de Jesús, que se encuentran justo en el centro del
Evangelio de Lucas, son como una flecha que nos alcanza: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo
desearía que ya estuviera ardiendo!» (12,49).
Mientras el Señor iba con los discípulos hacia Jerusalén, hizo un
anuncio con un estilo típicamente profético, usando dos imágenes: el fuego y el bautismo (cf. 12,49-50). El fuego ha
de llevarlo al mundo; el bautismo habrá de recibirlo Él mismo.
Tomo sólo la imagen del fuego, que en este caso es la llama
poderosa del Espíritu de Dios, es Dios mismo como «fuego
devorador» (Dt 4,24; Hb 12,29), Amor apasionado que todo lo
purifica, lo regenera y lo transforma. Este fuego –igual que el “bautismo”– se revela plenamente en el misterio
pascual de Cristo, cuando Él, como columna ardiente, abre el camino de la
vida a través del mar tenebroso del pecado y de la muerte.
Sin embargo, también hay otro fuego, el de las brasas. Lo encontramos en
Juan, en el pasaje de la tercera y última aparición de Jesús resucitado a
los discípulos, en el lago de Galilea (cf. 21,9- 14). Jesús mismo encendió esta
pequeña fogata, cerca de la orilla, mientras los discípulos estaban en
las barcas y sacaban las redes repletas de pescados.
Y Simón Pedro llegó primero, nadando, lleno de alegría (cf. v. 7).
El fuego de las brasas es manso, escondido, pero permanece encendido por un
largo rato y sirve para cocinar. Y ahí, en la orilla del lago, crea un ambiente
familiar en donde los discípulos disfrutan de la intimidad con su Señor,
sorprendidos y conmovidos.
Nos hará bien, queridos hermanos y hermanas, meditar juntos el día de
hoy, a partir de la imagen del fuego, considerando estas dos formas que
asume; y, a la luz de la misma, orar por los Cardenales, de modo particular por
ustedes, que precisamente en esta celebración reciben dicha dignidad y
responsabilidad.
Con las palabras que nos llegan por medio del Evangelio de Lucas, el
Señor nos llama nuevamente a ponernos detrás de Él, a seguirlo por el
camino de su misión. Una misión de fuego – como aquella de Elías–, ya sea por
lo que ha venido a hacer, ya sea por cómo lo ha hecho. Y a nosotros, que
en la Iglesia hemos sido tomados de entre el pueblo para un ministerio de
servicio especial, es como si Jesús nos entregara la antorcha encendida,
diciendo: Tomen, «como el Padre me envió a
mí, yo también los envío a ustedes» (Jn 20,21).
Así el Señor quiere comunicarnos su valentía apostólica, su celo
por la salvación de cada ser humano, sin excluir a nadie. Quiere comunicarnos
su magnanimidad, su amor sin límites, sin reservas, sin condiciones,
porque en su corazón arde la misericordia del Padre.
Y dentro de este fuego se encuentra también la tensión misteriosa,
propia de la misión de Cristo, entre la fidelidad a su pueblo, a la
tierra de las promesas, a aquellos que el Padre le ha dado y, al mismo
tiempo, a la apertura a todos los pueblos, al horizonte del mundo, a las
periferias aún desconocidas.
Este fuego potente es el que animó al apóstol Pablo en su servicio
incansable al Evangelio, en su “carrera” misionera,
que fue siempre conducida, impulsada hacia adelante por el Espíritu y por
la Palabra. También es el fuego de tantos misioneros y misioneras que han
sentido la alegría dulce y extenuante de evangelizar, y cuyas vidas se
han convertido en evangelio, porque ante todo han sido
testigos.
Hermanos y hermanas, este es el fuego que Jesús ha venido a “traer sobre la tierra”, y que el Espíritu
enciende también en los corazones, en las manos y en los pies de quienes lo
siguen.
Después tenemos el otro fuego, el de las brasas. También esto
quiere transmitirnos el Señor para que, como Él, con mansedumbre, con
fidelidad, con cercanía y ternura, podamos hacer que muchos disfruten de
la presencia de Jesús vivo en medio de nosotros.
Una presencia tan evidente, incluso en el misterio, que ni
siquiera es necesario preguntar: “¿Quién eres?”, porque
el mismo corazón nos dice que es Él, el Señor. Este fuego arde, de modo
particular, en la oración de adoración, cuando estamos en silencio cerca
de la Eucaristía y saboreamos la presencia humilde, discreta, escondida
del Señor, como un fuego en ascuas, de manera que esta misma presencia se
convierte en alimento para nuestra vida diaria.
El fuego en las brasas nos hace pensar, por ejemplo, en san Charles de
Foucald, quien, al haberse encontrado por mucho tiempo en un ambiente no
cristiano, en la soledad del desierto, centró toda su atención en la
presencia, tanto la presencia de Jesús vivo en la Palabra y en la
Eucaristía, como la propia presencia del santo, que era fraterna,
amigable y caritativa.
Pero también hace pensar en aquellos hermanos y hermanas que viven su
consagración secular, en el mundo, avivando el fuego bajo y duradero en los
lugares de trabajo, en las relaciones interpersonales, en las pequeñas
reuniones de fraternidad; o, como sacerdotes, en un ministerio perseverante y
generoso, sin clamores, en medio de la gente de la parroquia. Me dijo un
párroco de tres parroquias, aquí en Italia, que tenía mucho trabajo. "Pero, ¿podéis visitar a toda la gente?",
dije. "¡Sí, conozco a todos!" -
"¿Pero sabes el nombre de todos?" - "Sí, incluso el nombre de
los perros de las familias". Este es el fuego suave que lleva el
apostolado a la luz de Jesús.
Y, además, ¿no es acaso un fuego en
ascuas aquel que diariamente caldea la vida de tantos esposos cristianos?
Este se reaviva con una oración sencilla, “hecha
en casa”, con gestos y miradas de ternura, y con el amor que acompaña
pacientemente a los hijos en su crecimiento.
Y no nos olvidemos del fuego en ascuas custodiado por los
ancianos, que son el hogar de la memoria en el ambiente familiar, social
y civil. ¡Qué importante es este brasero de
los mayores! En torno a él se reúnen las familias, permitiendo leer el
presente a la luz de las experiencias del pasado y tomar decisiones
sabias.
Queridos hermanos Cardenales, a la luz y con la fuerza de este fuego
camina el Pueblo santo y fiel, del cual hemos sido convocados y al que
hemos sido enviados como ministros de Cristo, el Señor. ¿Qué me dice a mí y a ustedes, en particular, este doble
fuego de Jesús? A mí me parece que nos recuerda que el fuego del
Espíritu mueve al hombre lleno de celo apostólico a cuidar con valentía
tanto las cosas grandes como las pequeñas, porque “non
coerceri a maximo, contineri tamen a minimo, divinum est”.
No lo olvidéis: esto trae a Santo Tomás en la Primae
Primae. Non coerceri a maximo: tener
grandes horizontes y gran deseo de grandes cosas; contineri tamen a minimo,
es divino, divinum est.
Un Cardenal ama a la Iglesia, siempre con el mismo fuego espiritual, ya
sea tratando las grandes cuestiones, como ocupándose de las más pequeñas;
ya sea encontrándose con los grandes de este mundo, como con los
pequeños, que son grandes delante de Dios.
Pienso, por ejemplo, en el Cardenal Casaroli, quien destacó por su
perspectiva abierta para apoyar, con un diálogo sabio, los nuevos
horizontes de Europa después de la guerra fría. ¡Y
Dios no quiera que la miopía del ser humano cierre de nuevo aquellos
horizontes que Él abrió! Pero a los ojos de Dios, igualmente
tuvieron gran valor las visitas que regularmente hacía a los jóvenes
detenidos en una cárcel para menores de Roma, donde lo llamaban “Don Agostino”. ¡Y cuántos ejemplos de este tipo se
podrían mencionar!
Se me ocurre el Cardenal Van Thuân, llamado a pastorear el Pueblo de
Dios en otro escenario crucial del siglo XX, y al mismo tiempo estaba
animado por el fuego del amor de Cristo para cuidar el alma del carcelero
que vigilaba la puerta de su celda.
Estas personas no tenían miedo de lo "grande",
de lo "máximo"; pero
también se quedaban con lo "pequeño" de
cada día. Después de una reunión en la que el cardenal Casaroli había informado
a San Juan XXIII de su última misión -no sé si a Eslovaquia o a la República
Checa, uno de esos países, se hablaba de alta política- y cuando se marchaba,
el Papa le llamó y le dijo: "Ah, Eminencia,
una cosa: ¿sigue yendo a esos jóvenes presos?" - "Sí" -
"¡Nunca los dejes!". La gran diplomacia y la pequeña cosa
pastoral. Ese es el corazón de un sacerdote, el corazón de un cardenal.
Queridos hermanos y hermanas, volvamos nuestra mirada a Jesús: sólo Él conoce el secreto de esta humilde magnanimidad,
de este manso poder, de esta universalidad orientada al detalle.
El secreto del fuego de Dios, que desciende del cielo, iluminándolo de
punta a punta, y que cocina lentamente la comida de las familias pobres, de los
emigrantes o de los sin techo. Jesús quiere arrojar este fuego en la tierra
también hoy; quiere encenderlo de nuevo en las orillas de nuestras historias
cotidianas.
Nos llama por nuestro nombre, a cada uno de nosotros, nos llama por
nuestro nombre: no somos un número; nos mira a los
ojos, a cada uno de nosotros, mirémonos a los ojos, y nos pregunta: tú, nuevo
cardenal -y todos vosotros, hermanos cardenales- ¿puedo contar con vosotros? Esa
pregunta del Señor.
Y no quiero terminar sin un recuerdo al cardenal Richard Kuuia Baawobr,
obispo de Wa, que se sintió mal ayer al llegar a Roma y fue hospitalizado por
un problema de corazón y fue operado, creo, algo así. Recemos por este hermano
que debía estar aquí y está hospitalizado. Gracias.
Redacción ACI Prensa
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