Para nuestra Madre el tiempo ya no pasa, porque ha alcanzado la plenitud de la edad, esa juventud eterna y plena que se consigue en el Cielo.
Por: Antonio
Orozco | Fuente: Catholic.net
EN
LA NATIVIDAD DE NUESTRA SEÑORA
- ¡Es una niña!¡es una niña!, se oye
al fondo de la casa de Nazaret. Y el eco salta por la callejuelas estrechas,
hasta la plaza. -¡Mirad, mirad qué ojos, son los de
su padre...! - Y la barbilla, de su madre... Alborozado desorden en los
comentarios. La Niña encantaba nada más verla. Le pondrían por nombre María, y
llegaría a ser -a la sazón nadie lo sospechaba- Madre de Dios y Madre nuestra.
En la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, celebramos aquel acontecimiento
maravilloso, de trascendental sencillez para la Humanidad.
Al levantarnos e invocarla -como todos los días-, cada uno le habrá dicho
palabras distintas, pero todas expresivas del profundo cariño que, en este día,
adquiere una carga de amor más intenso. Nuestro corazón se ha alzado en acción
de gracias a Dios por haberla creado como es: Llena
de gracia. El mundo se hallaba en tinieblas. La sombra del pecado lo
oscurecía todo. Pero aquel día en que nació la Inmaculada, despuntaba la Aurora
anunciando el gran Día, la gran Luz que había de nacer de Ella, para disipar
toda tiniebla y alumbrar a los hombres el camino que conduce al infinito Amor
eterno.
UNA ETERNA JUVENTUD
¿Cuántos años cumple hoy la Virgen? Mil
novecientos... y muchos. No le importa -al contrario- que sus hijos le
recordemos que cumple tantos. Para nuestra Madre el tiempo ya no pasa, porque
ha alcanzado la plenitud de la edad, esa juventud eterna y plena que se
consigue en el Cielo, donde se participa de la juventud de Dios, quien, al
decir de San Agustín, «es más joven que todos», porque
es inmutable y eterno, ¡no puede envejecer! ¡No
tiene barbas blancas, por más que la imaginación acuda a ellas para representar
la eternidad! Si Dios hubiera comenzado a existir, ahora sería como el
primer instante de su existencia. Pero, no. Dios no tiene comienzo ni término,
«es» eternamente, pero no «eternamente viejo», sino
«eternamente joven», porque es eternamente
Vida en plenitud. Él es la Vida. Como María es la criatura que goza de una
unión con Dios más íntima, es claro que también es la más joven de todas las
criaturas, la más llena de vida humana y divina. Juventud y madurez se
confunden en Ella, y también en nosotros cuando andamos hacia Dios que nos
rejuvenece cada día por dentro y, con su gracia, nos inunda de alegría. Las
limitaciones y deterioros biológicos han de verse con los ojos de la Fe, como
medios para la humildad que nos dispone al gran salto a la vida plena en la
eternidad de Dios.
Desde su adolescencia –y quizá antes-, la Virgen gozó de una madurez interior
maravillosa. Lo observamos en cuanto aparece en los relatos evangélicos, «ponderando» todas las cosas en su corazón, a la
luz de su agudo entendimiento iluminado por la Fe. Ahora posee la madurez de
muchos siglos de Cielo -casi veinte-, con una sabiduría divina y una sabiduría
materna que le permite contemplarnos con un mirar profundo, amoroso, recio,
tierno, que alcanza los entresijos de nuestro corazón, nos conoce y comprende a
las mil maravillas, mucho más que cualquier otra criatura. Ella es -después de
Dios- la que más sabe de la vida nuestra, de nuestras fatigas y de nuestras
alegrías. Por eso la sabemos siempre cerca, muy cerca, muy apretada a nuestro
lado, confortándonos con su sonrisa indesmayable, disculpándonos cuando nos
portamos de un modo indigno de hijos suyos. Sus ojos misericordiosos nos animan
-qué bien lo sabe- a ser más responsables, a estar más atentos al querer de
Dios.
Comprende también ahora que no hallemos palabras adecuadas para expresarle
nuestro cariño y no seamos capaces de hacer cosas espectaculares en su fiesta
de Cumpleaños. Le bastan nuestros deseos grandes, nuestros corazones vueltos
hacia el suyo, nuestra mirada en la suya y nuestros propósitos -firmes y
concretos- de tratarla más asiduamente y quererla así cada día con mayor
intensidad.
NUNCA SE SABE...
Todos los padres se equivocan cuando les parece que el hijo que les nace o ven
crecer a su lado es la criatura más graciosa del universo. Pero Joaquín y Ana
no se equivocaban al pensarlo y decirlo. La casa, humilde; los pañales,
humildes, como humilde fue -en el amplio y recio sentido de la palabra- la vida
entera de María. Pero ahora la Iglesia nos invita a contemplarla «vestida de sol, la
luna a sus pies, y en su cabeza corona de doce estrellas». Todas las
generaciones la llaman bienaventurada...
No podían sospechar Joaquín y Ana, lo que había de ser aquel fruto tan sabroso
de su amor. ¡Nunca se sabe!. ¿Quién puede decir lo
que será una criatura recién nacida? Nunca se sabe. Sólo Dios lo sabe.
UN ASUNTO GRAVE
Quizá por eso, porque nunca se sabe, nunca se sospecha que algo grande, más
grande que el universo sucede cuando una persona –niño o niña- llega a la
existencia. El nihilista no lo sabe, el egoísta tampoco. Los que eliminan por
cualquier razón vidas humanas, ni lo sueñan. Cometen crímenes como quien se
bebe un vaso de agua o de whisky. ¿Y los tristes? Se
les hunde el ánimo (el alma) porque hay sufrimientos en la tierra. No saben que
la vida en este mundo es pasajera: «Una mala noche
en una mala posada», decía Teresa de Jesús. Sólo se fijan en «la parte mala» sin pensar o sin saber que hay
eternidad, que hay resurrección de la carne, en aquellos «cielos nuevos y nueva tierra» de que habla la Escritura,
donde Dios mismo «enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y ya no habrá muerte
ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá pasado».
Cuando Dios crea el alma humana se compromete a acabar la obra buena que
comenzó. Sólo nos pide el concurso de nuestra libertad, porque no quiere
esclavos, sino hijos. «Quien resucitó al Señor
Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante él». Los
que ahora padecen hambre –o cualquier otra cosa-, serán hartos. «Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables
con la gloria que se ha de manifestar en nosotros». Una persona que crea
en todo eso sabe que vale la pena pasar aunque sea cien años de sufrimientos,
hambre, frío, calor, enfermedad, por llegar un día a gozar de la inefable
contemplación de la Esencia divina.
Por eso, y por muchas otras razones, siempre –siempre, siempre, siempre- el
nacimiento de un ser humano es una gran fiesta. Jesús enseña que, por encima de
cualquier otra razón debemos alegrarnos siempre, si somos fieles, de que
nuestros nombres «estén escritos en los Cielos», es
decir, en el corazón de Dios, en el manantial de la vida.
POSIBLE EFICACIA DE NUESTRO
PASO POR LA TIERRA
Los padres de la Niña recién nacida no podían sospechar que, desde la
eternidad, Dios la había escogido como Madre suya y Corredentora. Hubieran
quedado atónitos si les hubiera sido dado contemplar la eficacia de aquel
corazoncito que comenzaba a latir por cuenta propia entre sus brazos. Dios, por
primera vez desde el pecado de origen, sonreía abiertamente ante un ser humano
absolutamente puro. Era el preludio de un nuevo zarpar de la humanidad hacia
Dios.
Tampoco nosotros podemos sospechar la eficacia inconmensurable de nuestro paso
por la tierra, si somos fieles a nuestra vocación cristiana: si luchamos por
alcanzar la santidad en el lugar y situación en que Dios nos ha puesto. Si cada
uno en su sitio, nos esforzamos por vivir con el corazón y la mente en Dios Uno
y Trino. Veremos una nueva primavera para la humanidad. Ese mundo nuestro que
se nos presenta tan ajado y achacoso, lleno de violencias de toda guisa,
rejuvenecerá. La clave está en acercarlo a Aquel que es «el único Joven» (el único esencial y eternamente Joven), por
medio de la más joven de las criaturas, María: «Un
secreto. Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. Dios
quiere un puñado de hombres suyos en cada actividad humana. Después pax Christi
in regno Christi- la paz de Cristo en el reino de Cristo». No hay que
darle más vueltas.
Santidad, pues, unión con Dios, juventud de espíritu, espíritu abierto al
futuro; futuro tan amplio como todo el tiempo, tan amplio como la eternidad sin
tiempo. ¡Cuánto puede hacerse en un breve espacio
vivido cara a la eternidad! Porque «eres,
entre los tuyos -alma de apóstol-, la piedra caída en el lago. Produce, con tu
ejemplo y tu palabra, un primer círculo..., y éste, otro..., y otro, y otro...
Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?».
¿Qué puedo hacer yo para tener la eficacia de esa
piedra? De momento algo importante: acercarme más a María, tratarla y
aprender. La Virgen nos alumbra el misterio de nuestra vida personal -quizá
oscura, corriente, y sin duda oculta a la superficial curiosidad de las gentes-
que puede tener una eficacia colosal si la vivimos su modo, con un fiat
permanente en el corazón. Poco importa lo que somos delante de las gentes: lo relevante es lo que somos ante de Dios.
ROSA MÍSTICA
Si, con la gracia de Dios que recibimos abundantemente en los Sacramentos, en
la oración y en el trabajo hecho cara a Dios, nos vamos asemejando a Cristo,
pasaremos por el mundo de un modo parecido al de la Virgen, a quien llamamos
Rosa Mística. Tal vez porque la rosa nos parece la más noble entre las flores,
ya que goza de una prestancia singular; reclama nuestra mirada ávida de
sencilla belleza y desprende un gratísimo aroma. Pero la rosa que admiramos no
es la silvestre. Nadie siente especial interés al mirar o al coger una rosa
silvestre. Se ha requerido un arte laborioso y refinado para obtener la rosa
blanca o roja, o polícroma, que embellece los jardines. Ésta sigue vinculada a
las otras rosas inferiores y poco observadas, pero destaca por su encanto. La
Virgen ha nacido del seno de la humanidad; su origen no es otro que el nuestro;
su sangre es nuestra sangre; nos resulta en extremo familiar. Pero su dignidad
nos supera infinitamente. Se diría que durante una eternidad y luego durante
siglos, el Creador ha ido preparándolo todo, cultivando una rama determinada de
la humanidad, para que de la raíz de Jesé naciera este brote, esta Rosa
delicada, sencillísima, noble y humilde.
EL BUEN AROMA DE CRISTO
Es una Rosa que exhala, ya desde su nacimiento, el buen aroma de Cristo, del
que habla san Pablo; el delicioso perfume que vendrá después y que habrá de
inundar hasta el más recóndito lugar del universo. Es el aroma que, sin
saberlo, está pidiendo a gritos el mundo enrarecido, contaminado de intenciones
sórdidas que quieren inundarlo todo con su pestilente olor. No es exageración.
Basta pensar en los millares de crímenes legalizados que se cometen cada día.
¿Qué significa esto sino que detrás de esa «civilización»
o cultura de la muerte, se agazapa -con máscara de humanitarismo- una
perversión moral tan honda que quienes la integran ya no son capaces de
discernir lo hediondo del aire puro, parecen no conocer otra cosa que el vaho
de la putrefacción. Y esto ¿no es grave, muy grave?
Han perdido el punto de referencia y de contraste. No se dan cuenta de
que el aire que respiran y difunden es letal, ante todo para ellos mismos
Pero tenemos el Evangelio para salvar al mundo si, pegados a Cristo, con María,
nos impregnamos de su aroma. No debe importarnos -al contrario- que nuestra
vida contraste con la de los paganos o paganizados. Es cuestión de vida o
muerte. El futuro temporal y eterno de la humanidad está, de hecho, en buena
medida, en nuestras manos. Como estuvo -todo lo remotamente que se quiera- en
el amor de los padres de la Virgen. Como estuvo en los labios de nuestra Madre
antes de decir su fiat; como estuvo en las manos de aquel puñado de doce
hombres que siguieron tan de cerca a Jesucristo.
La mujer podrá entender mejor lo siguiente: el
Señor te ha tenido en su mente desde la eternidad. Ha pensado en ti como
en una rosa semejante a su Madre; como una rosa plantada en su jardín, nacida
no al azar como las flores silvestres, sino por voluntad expresa y amorosa de
Dios, por una secreta esperanza divina. Todos los padres guardan una secreta y
gran esperanza cuando les nace un hijo. Dios no es menos. El Señor espera de ti
que en medio de la muchedumbre, siendo enteramente igual a los demás, despidas
un aroma purificador: el aroma de Cristo.
Para que cuando alguien pase por tu lado o se cruce en tu camino, se encuentre
respirando aire limpio y generoso, y sepa lo que es bueno, y se sienta
confortado y ya no quiera aspirar otro aire, y abandone los ambientes sórdidos
y se convierta él en difusor de aire puro y vivificante. Hay que ir infundiendo
bocanadas de ese aire puro que oxigene el ambiente, que lo vaya purificando y
que, por lo menos, el contraste pueda ser advertido.
¡QUÉ GRANDE ES EL PODER DE
UNA ROSA!
¡QUÉ GRANDE PUEDE SER LA EFICACIA DE TU PASO POR LA TIERRA!
Para eso has de hundir tus raíces en Cristo; tienes que vivir de Cristo, como
el Apóstol; como las rosas viven de las sustancias que obtienen de la tierra
buena. La Confesión sacramental, ¡cómo purifica! Y
la Eucaristía, cómo nos arraiga –nos encarna- en Cristo. Ahí sí que podemos
impregnarnos de su aroma. Y luego, ¿quién podrá
enseñarnos mejor a vivir de Cristo, por Cristo y con Cristo, que María, Rosa
Mística, que tal día como hoy nació para nosotros? Dios la quiso como
Madre suya. También para dárnosla como Madre nuestra. «He
ahí a tu madre», nos dijo desde la Cruz. «Y
desde aquel momento el discípulo [Juan, todos nosotros] la recibió en su casa».
Palabras que ahora encienden luz intensa y poderosa en nuestra mente, y nos
permite entender que si nos llamamos discípulos de Jesús, hemos de acoger en
nuestra casa, en nuestro corazón, a Santa María. Ella purificará y pulirá
nuestro corazón como joya de muchos quilates, y conseguirá meter a Jesús en
nuestros pensamientos, en nuestros afectos y quereres, en nuestras palabras y
en nuestras obras. «Con Ella se aprende la lección
que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de
nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas,
si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza
que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria» 11.
EL VALOR DE UNA VIDA
La Virgen nos enseña el valor inmenso de una sola vida humana. Porque es
siempre Virgen y siempre Madre. Madre del Verbo de Dios, Asiento de la
Sabiduría divina. Y por ser la más madre de todas las madres, sabe que un hijo,
entre trillones, permanece siempre único y vale tanto como todos los demás juntos.
Como solía decir André Frossard, «Dios sólo sabe
contar hasta uno». Y esa sabiduría divina la posee como nadie la Madre
de Dios, porque en cada hijo ve el Rostro de su Unigénito y Primogénito y tiene
siempre presente su parto singular, más que en Belén, en el Calvario.
¡Lo que vale una persona humana! ¡Lo que vale traer
al mundo una persona más o una persona menos! ¡Lo que vale cuidarla hasta el
último aliento de su vida en la tierra! ¡Muchísimo!. Dios hubiera creado
el universo por una sola. Dios se hubiera hecho hombre por una sola. El Hijo de
Dios hecho hombre ha derramado por cada una –por tanto, «por cada una, sola»- toda su Sangre, Sangre que procede entera
de María Santísima. Ella bien lo sabe.
¡Felicidades, Madre de Dios! ¡Felicidades, Madre Nuestra! En esta época de pensamiento débil y, en consecuencia, de
voluntades débiles y de vínculos débiles, de vidas leves, descafeinadas, que no
sacian, que no valen la pena; ayúdanos a vivir un pensamiento profundo, una
voluntad fuerte, unos vínculos inquebrantables, una vida intensa, plena, eterna:
tu vida, la de Cristo en el Espíritu hacia el
Padre.
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