853. –Con la gracia santificante se reciben sus
efectos, las virtudes teologales de la caridad, la fe y la esperanza, además
Dios también puede conceder las gracias gratis dada para «la instrucción y
confirmación de la fe». ¿Se dan más diferencias entre estos efectos de la
gracia?
–Al terminar el capítulo de la
Suma contra gentes sobre las gracias gratis dadas, Santo Tomás, se
refiere a dos diferencias entre los tres efectos de la caridad, la fe y la
esperanza. En primer lugar, sostiene que: «entre los citados efectos de la
gracia ha de considerarse una diferencia. Pues aunque a todos ellos competa el
nombre de gracia, porque se comunican gratuitamente, sin mérito precedente, sin
embargo, solamente el efecto del amor merece además el nombre de gracia, porque
hace grato a Dios; en efecto, se dice en la escritura: «Yo amo a los que me
aman» (Pr 8, 17)».
De ahí que propiamente sólo la
gracia santificante es gracia, porque en quien la recibe produce el efecto de
la caridad, que une a Dios con amor de amistad. «Por eso la fe y la esperanza y
otras cosas que se ordenan a la fe pueden darse en los pecadores, que no son
gratos a Dios», ya que no tienen la gracia santificante, ni, por ello, gozan de
la caridad. «Solamente el amor es el don propio de los justos, porque, como se
dice en la Escritura: «El que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él»
(1 Jn 4, 16)»[1].
Sin la gracia santificante, la
fe no esta «viva», no tiene, por tanto, posibilidad de mérito en cuanto a la
vida eterna, pero es «verdadera fe». Como ya se ha dicho, Santo Tomás distingue
entre fe formada y fe informe según el acto de fe esté perfeccionado o no por
la caridad. No se distinguen por el contenido intelectivo, sino por el acto que
pertenece a la voluntad de la caridad
Puede pasarse de la fe formada
a la informe, al perder la gracia santificante y con ella la caridad, y también
a la inversa, cuando el pecador obtiene la gracia santificante, porque la
caridad, que es lo que hace que la fe sea formada o viva no pertenece al
contenido esencial de la fe. Los dos modos de la fe viva o muerta responden a
una misma virtud, al hábito teologal de la fe, porque: «el hecho de que la fe
formada se torne informe no cambia la misma fe, sino su sujeto, el alma, que
unas veces tiene la fe sin la caridad y otras con ella»[2].
El concilio de Trento confirmó
está doctrina de Santo Tomás, que afirma que puede perderse la gracia y la
caridad sin perder la fe, al declarar: «Si alguno dijere que, perdida la gracia
por el pecado, se pierde siempre y al mismo tiempo la fe, o que la fe que queda
no es verdadera fe, aunque no esté viva, o que el que tiene fe sin caridad no
es cristiano, sea excomulgado»[3].
También lo hizo el Concilio Vaticano
I al declarar: «aunque el asentimiento a la fe no sea un ciego movimiento del
alma, nadie, sin embargo, puede asentir a la predicación evangélica, como es
preciso para conseguir la salvación, sin la iluminación e inspiración del
Espíritu Santo, que da a todos suavidad para consentir y creer la verdad. Por
lo cual la misma fe en sí, aunque no obre animada de la caridad, es un don de
Dios, y su ejercicio es obra conducente a la salvación, por cuya virtud el
hombre presta libremente obediencia a su gracia, a la cual podría resistir»[4].
La fe informe es también
sobrenatural y, por ello, una gracia de Dios, auque no sea la gracia santificante
de la que se carece. «La fe informe procede de Dios como las acciones que son
buenas en sí, aunque no estén informadas por la caridad, como sucede de
ordinario en los pecadores»[5].
Por consiguiente, debe afirmarse que: «la fe (…) es un don de la gracia, aunque
sea informe»[6],
una gracia que no puede ser la gracia santificante, por ser informe, ni gracia
gratis data porque es para el bien de su sujeto. Una gracia, que revela la
misericordia de Dios para con los pecadores y no dejarlos abandonados.
854. –¿Cómo es la fe que se requiere para ser
bautizado?
–Sobe el texto evangélico: «El
que creyere y se bautizare se salvará»[7],
comenta Santo Tomás: «En ese pasaje, el Señor habla del bautismo en cuanto que
dispone a los hombres para la salvación infundiendo la gracia santificante; y
esto no es posible sin la fe recta»[8].
Con el bautismo se recibe la
gracia santificante con las virtudes teologales –fe, esperanza y caridad– con
las otras virtudes infusas morales y los dones del Espíritu Santo, pero para
ello se requiere una fe previa no habitual. «En la justificación del impío se
requiere el acto de la fe, para que el hombre crea que es Dios quien justifica
a los hombres por el misterio de Cristo»[9].
Como también argumenta Santo
Tomás: «La Iglesia quiere bautizar a los hombres para que queden purificados de
sus pecados (…) Por eso, en lo que depende de ella, no quiere dar el bautismo
más que a los que tienen la recta fe, sin la que no hay remisión de los pecados.
Este es el motivo de que pregunte a los bautizados si creen. Si alguien, sin la
recta fe recibe el bautismo fuera de la Iglesia, no le aprovecharía para la
salvación»[10].
El bautismo requiere una fe
previa y la intención de recibirlo. De manera que: «para recibir la gracia
bautismal basta tener fe e intención, bien sea que la tenga el bautizado, si es
adulto, bien la Iglesia, si es párvulo»[11].
Tal como enseña el Catecismo
de Trento, la Iglesia ha dispuesto que los catecúmenos: «En primer lugar,
es necesario que deseen y estén resueltos a recibir el bautismo, porque
muriendo todos para el pecado en este sacramento, y tomando nuevo orden y
método de vida, es justo que se dé el bautismo, no al que no le quiere o le
rechaza, sino tan sólo a los que espontáneamente y con sumo gusto le desean»[12].
Se añade que: «Además del
deseo del Bautismo es muy necesaria la fe, por la misma razón que se ha dicho
acerca del deseo, para conseguir la gracia sacramental»[13].
Esta fe previa no puede ser la virtud teologal de la fe. En el Nuevo
catecismo se indica que: «La fe que se requiere para el Bautismo no es una
fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse»[14].
En el nuevo Código de
Derecho Canónico, además de estas dos condiciones, precisa que se requiere
que: «esté suficientemente instruido sobre las verdades de la fe y las
obligaciones cristianas y haya sido probado en la vida cristiana mediante el
catecumenado; se le ha de exhortar además a que tenga dolor de sus pecados»[15].
Se añade en el mismo canon
que: «Puede ser bautizado un adulto que se encuentre en peligro muerte si
teniendo algún conocimiento, sobre las verdades principales de la fe,
manifieste de cualquier modo su intención de recibir el bautismo y promete que
observará los mandamientos de la religión cristiana»[16].
Respecto a las «verdades
principales que deben creerse» el canon no las indica, pero parece se que hay
unanimidad en sostener que son la existencia de Dios, que premia a los buenos y
a los malos, y que respecto a su naturaleza son su unidad y Trinidad de
personas, y también a Encarnación para nuestra redención.
Santo Tomás lo simplifica más,
porque escribe: «Puede ocurrir que alguien, no teniendo una fe recta acerca de
las demás verdades, sin embargo, piensa rectamente del bautismo y, por tanto,
que posea la intención de recibir el sacramento. Y aun teniendo una idea poco
exacta del bautismo, bastaría para recibirlo válidamente que tuviera intención
general de recibirlo según Cristo lo instituyó y la Iglesia lo confiere»[17].
855. –¿La caridad debe informar también a las gracias
gratis dadas?
–Para recibir las gracias
gratis dadas no se requiere la caridad, la unión sobrenatural con Dios. Puede
carecerse de ella, antes e igualmente después de recibirlas, porque no
santifican al que sólo es un instrumento de Dios, sino que son para el bien de
los demás. Por ello, no es preciso recibirlas para la propia santificación y
salvación.
Escribía San Agustín: «La
razón por la cual no se dan tales poderes a todos los santos es para que los
débiles no caigan en un error especialmente funesto, imaginando que en semejantes
hechos hay dones mayores que en las obras de santidad, con que se consigue la
vida eterna. Por esa causa el Señor prohíbe a los discípulos felicitarse de
ello, cuando dice: «No queráis alegraros de eso porque se os
someten los espíritus, sino alegraos porque vuestros nombres están escritos en
los cielos» (Lc, 10, 20)»[18].
856. –¿Cuál es la segunda diferencia entre
los efectos de la gracia?
–Además de la primera
explicada, indica Santo Tomás que: «hay que considerar también otra diferencia
en dichos efectos de la gracia. Pues algunos de ellos son necesarios para toda
la vida del hombre, ya que sin ellos no puede haber salvación, como creer,
esperar, amar y obedecer a los preceptos de Dios; y es necesario que haya en el
hombre ciertas perfeccione habituales ordenadas a estos efectos para que a su
debido tiempo puedan obrar en conformidad con ellas». Para la salvación eterna
es siempre necesaria la gracia santificante, que es un hábito entitativo y las
virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, que son hábitos operativos,
que le acompañan,
No así los efectos de las
gracias gratis dada, porque: «son necesarios no para toda la vida, sino para
ciertos tiempos y lugares, como hacer milagros, profetizar lo futuro y
similares; y para estos efectos no se dan perfecciones habituales, sino que
Dios produce ciertas impresiones que cesan al cesar el acto, del mismo modo que
el entendimiento del profeta es ilustrado en cada revelación con una nueva luz;
y en la ejecución de cada milagro es menester que haya una nueva eficacia de la
virtud divina».
Las gracias gratis dadas, a
diferencia de los efectos de la gracia santificante, no son permanentes y no
están dirigidas directamente al sujeto que las recibe, sino a los demás. Sin
embargo, indirectamente es posible que haga bien a quien la recibe, al
experimentar los bienes extraordinarios que Dios realiza, por medio de ella, como
causa instrumental.
857. –La fe informe, tal como es la fe previa que se
requiere para el bautismo, es una gracia de Dios, pero no es la gracia
santificante ni una gracia gratis dada. ¿Qué clase de gracia es la fe
informe?
–En los capítulos siguientes
de la Suma contra los gentiles, después de tratar la naturaleza de la gracia
gratum faciens y las gratiae gratis datae, Santo Tomás los dedica a
otra clase de auxilio divino o divina gracia, que es también necesaria para la
salvación. El hombre, ya con la gracia santificante, debe recibir todavía una
nueva gracia, que denomina aquí con el nombre genérico de «auxilio de la gracia
divina». Juan Capreolo, el dominico francés del siglo XV, llamado «Príncipe de
los tomistas», denominó a este auxilio especial «gracia actual», para
distinguirla de la gracia habitual o santificante, y se utiliza desde entonces
este término.
Incluso en el nuevo Catecismo,
al contraponerse ambas, se indica: «La gracia santificante es un don habitual,
una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla
capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre
la gracia habitual, disposición permanente para vivir y obrar según
la vocación divina, y las gracias actuales, que designan las
intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de
la obra de la santificación»[19].
No bastan las gracias
habituales para hacer el bien. Ni, la gracia santificante, que es un hábito
sobrenatural infuso, santificante, que radica en la esencia del alma, y que le
capacita en sus facultades para realizar actos sobrenaturales, y de un modo
como connatural y sin esfuerzo. Ni tampoco, las virtudes ni los dones, que son
igualmente hábitos, que residen en sus facultades superiores, que preparan de
manera próxima a la buena acción. Para que todos estos hábitos operativos pasen
al acto no es posible que se actúen por sí mismos. Todo hábito no se actúa
sólo, sino por una acción del agente que lo ha causado.
Se necesita el influjo de
Dios, que las ha causado para que las disposiciones para hacer el bien, tanto
de manera radical como la gracia santificante, como de manera inmediata como
las virtudes y los dones, puedan pasar al acto. De manera que: «El don de la
gracia habitual no se nos da de modo que con él no necesitemos un ulterior
auxilio divino, pues toda criatura necesita que Dios la conserve en el bien que
de Él recibió. Por eso, aunque después de haber recibido la gracia, aún
necesita el hombre el auxilio divino, no se puede concluir que la gracia se
haya dado en vano o que sea imperfecta»[20].
Las gracias actuales
actualizan los hábitos infusos, en que consisten las gracias santificantes y
las virtudes y dones, que le acompañan. Los tres hábitos solo disponen al acto
sobrenatural, los primeros de una manera básica, los otros inmediatamente. Las
gracias actuales, en cambio, de un modo limitado a acciones concretas –y, por
tanto, transitorio–, impulsan y originan tales operaciones.
Esta función de actualización,
que realiza la gracia actual sobre los hábitos infusos debe efectuarse siempre
para la consolidación de la vida cristiana, su conservación, su desarrollo y
perfección. Ayudan a ello con acciones como el fortalecimiento de la
naturaleza, para que se venza en las tentaciones, para que se adviertan los
peligros externos o internos, con la inspiración de buenos pensamientos y con
la realización buenas acciones, y otras cosas parecidas. Las gracias actuales
son, en definitiva, la que dan toda la eficacia a las gracias santificante, a
las virtudes y a los dones, e impulsan la vida sobrenatural desde sus inicios
hasta la salvación.
858. –¿Hay otras funciones de la vida sobrenatural
que requieran una gracia actual?
–Las gracias actuales no sólo
sirven para obrar, para hacer que se obre con las disposiciones de las gracias
habituales, sino también para poder recibir las gracias habituales. Se necesita
una gracia actual para poder recibir la gracia santificante, sino se ha poseído
nunca. Una gracia actual es la que se requiere para la conversión, tal como,
por ejemplo, se advierte claramente en el relato de la conversión de San
Agustín[21],
y en la actualidad también en las confesiones de Manuel García Morente[22].
Igualmente se requiere una
gracia actual para recuperar la gracia santificante, que se ha perdido por el pecado.
La gracia actual provoca el arrepentimiento de los pecados, el temor del
castigo merecido, la esperanza en la misericordia de Dios, el acogerse en la
indulgencia divina y otras actitudes parecidas. En la Suma contra gentiles, afirma,
por ello, Santo Tomás que, cuándo se pierde la gracia santificante, se puede
recuperar. De manera que: «el hombre (…) que cayera en el pecado, puede ser
restablecido en el bien mediante el auxilio de la gracia», de una gracia que
será actual
Es necesaria esta función recuperadora
de la gracia actual, porque: «no hay en la naturaleza de las cosas ninguna
potencia pasiva que no pueda ser pasada al acto por una potencia activa
natural. En consecuencia, mucho menos hay en el alma humana una potencia que no
pueda ser pasada al acto por una potencia activa divina. Y en el alma humana,
aún después del pecado, queda la potencia para el bien, porque el pecado no
destruye las potencias naturales, mediante las cuales el alma se ordena a su
bien. Por lo tanto, la potencia divina puede restablecer el alma en el bien».
Aunque la naturaleza humana
dañada y con sus facultades viciadas, «en el hombre, después que ha caído en el
pecado, y mientras permanece en esta vida, queda cierta aptitud para moverse
hacia el bien; prueba de ello son el deseo del bien y el dolor del mal, que
permanece todavía en él después del pecado. En consecuencia, es posible que el
hombre, después del pecado, vuelva nuevamente al bien, que la gracia produce en
él».
Conclusión que se puede
encontrar en la Escritura. «Se dice, en ella, que: «aunque vuestros pecados
fueren como la grana, serán blanqueados como la nieve» (Is 1, 18). Y también:
«El amor cubre todas las faltas» (Pr 10, 12). No, en vano lo pedimos también
cada día al Señor: «Perdónanos nuestras deudas» (Mt 6, 12)»[23].
859. –A causa del pecado, el hombre cayó o perdió la
rectitud, que consistía: «en que la razón estaba sometida a Dios, las facultades
inferiores a la razón, y el cuerpo al alma»[24].
Además de estos tres bienes naturales perdió otros tres sobrenaturales, la
gracia santificante, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu
Santo. ¿Puede el hombre por sí mismo, con más o menos esfuerzo de su
voluntad, levantarse o recuperar estos bienes?
–Concluye a continuación Santo
Tomás, en el siguiente capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «el
hombre no puede levantarse del pecado si no es por la gracia», tanto del pecado
original como de los pecados personales. La razón es porque: «por el pecado
mortal, el hombre se aparta del fin último. Pero el hombre no se ordena al fin
último sino mediante la gracia. Luego solamente mediante la gracia puede el
hombre levantarse del pecado».
Además: «La ofensa no se borra
sino por el amor. Por el pecado mortal, el hombre incurre en ofensa de Dios».
Por ello, si el pecador no se arrepiente y se acoge a la misericordia divina,
que se no le niega hasta el final, entonces, cuando se termina el tiempo de la
misericordia y llega, en el juicio, el momento de la justicia, porque, como «se
dice en la Escritura: «Dios aborrece a los pecadores» (Ecle 12), en cuanto
quiere privarlos del fin último, que prepara para los que ama». Queda así
probado que: «el hombre no puede levantarse del pecado mortal, sino mediante la
gracia, la cual es una amistad entre Dios y el hombre»[25].
860. –¿Cómo actúa la gracia santificante para pasar
del «estado de culpa» por el pecado al «estado de justicia» o de amistad con
Dios?
En la Suma teológica, argumenta
SantoTomás que: «en modo alguno puede salir el hombre del pecado por sí mismo
sin el auxilio de la gracia; pues siendo momentáneo el acto del pecado y
duradera la culpa no es lo mismo salir del pecado que cesar en el acto del pecado,
sino que salir del pecado implica en el hombre recobrar lo perdido pecando».
Cesar del pecado significa dejar de pecar, y, con ello, se continúa caído, pero
salir o levantarse del pecado, es recuperar los bienes perdidos.
Se perdieron estos bienes, porque:
«al pecar experimenta el hombre un triple daño: la mancha, la destrucción del
bien natural y el reato de pena» u la obligación de expiar, después de
perdonado el pecado, su correspondiente pena. «Adquiere la mancha en cuanto que
es privado del fulgor de la gracia por la fealdad del pecado. Se destruye el
bien de la naturaleza, porque sufre un desorden su voluntad al no someterse a
Dios, y, una vez perdido el orden, toda la naturaleza del hombre pecador
permanece desordenada», con una falta de toda armonía, incluso la imperfecta,
acompañada de la disminución parcial de sus fuerzas naturales. «Y el reato de
pena es el castigo eterno que el hombre merece por el pecado mortal».
Se desprende claramente que:
«ninguna de estas tres cosas pueda ser reparada, a no ser por Dios»[26].
Se advierte, en primer lugar, respecto a la mancha, o tiniebla en que ha
quedado el alma después del pecado, que lleva a la ignorancia del
entendimiento, la malicia de la voluntad, y la flaqueza y la concupiscencia en
los apetitos[27];
«pues como el fulgor de la gracia proviene de los resplandores de la luz
divina, no puede devolverse al alma tal fulgor si Dios no ilumina de nuevo; por
lo cual se requiere un don habitual, que es la luz de la gracia», o la llamada
gracia santificante.
En segundo lugar, que:
«igualmente, no puede restablecerse el orden de la naturaleza –que la voluntad
del hombre se someta a Dios– si Dios no atrae hacia sí su voluntad»[28],
lo que hace con la moción sobrenatural de la gracia actual, y que dispondrá
para la recepción de la gracia santificante, que permitirá la recuperación de
la armonía primitiva, pero sólo en parte, por ser ahora incompleta e
imperfecta, porque «conserva el desorden de las partes inferiores del alma y
del cuerpo»[29]
. De manera que, necesita la gracia actual y la gracia santificante, puesto
que: «cuando el hombre con su libertad, movido por Dios (por una gracia
actual), intenta salir del pecado, recibe la luz de la gracia justificante»[30],
o gracia santificante.
Por último, en tercer lugar,
que: «De igual manera, nadie puede perdonar el reato de pena eterna, sino Dios,
que es contra quien se cometió la ofensa y es juez de los hombres»[31].
Por consiguiente, por una
parte: «la naturaleza humana que pierde fuerzas en el acto de pecar, al no
permanecer íntegra, sino viciada no puede restablecer por sí misma ni el bien
connatural», el bien que corresponde a su naturaleza; ni «mucho menos en cuanto
al bien de la justicia sobrenatural»[32].
Por otra, «no puede el hombre repararse por sí mismo, sino que necesita que de
nuevo se le infunda la gracia, como si a un cadáver se le infundiera de nuevo
el alma para resucitarlo»[33].
En definitiva: «se requiere el auxilio de la gracia para que el hombre salga
del pecado, como don habitual y como moción interior de Dios»[34],
por tanto, como gracia santificante y como gracia actual previa.
861. –El hombre recibe para actualizar las gracias
habituales, que ha recibido, si no las tenía o las ha recuperado, gracias
actuales. ¿Con estas gracias actuales, puede perseverar en el bien?
–Una respuesta afirmativa a
esta pregunta la da Santo Tomás al replicar a la siguiente objeción de una
cuestión de la Suma teológica, dedicada a probar la necesidad de una
gracia actual para perseverar: «Como dice el Apóstol (Rm 5. 15) por el don de
Cristo se restituyó al hombre más de lo que había perdido por el pecado de
Adán. Sin embargo, Adán recibió lo necesario para poder perseverar. Luego con
más razón se nos da por la gracia de Cristo el que podamos perseverar; y por
ello el hombre no necesita una nueva gracia de Cristo para perseverar»[35].
Para resolver esta cuestión,
Santo Tomás tiene en cuenta, en primer lugar, que: «La perseverancia se toma en
un triple sentido». En uno, perseverancia significa: «el hábito de la mente
mediante el cual el hombre permanece firme para no ser apartado del camino de
la virtud por las pruebas que le acosan». En otro, la perseverancia designa a:
«un hábito según el cual tiene el hombre el propósito de perseverar en el bien
hasta el fin».
En el sentido de adhesión
constante en las virtudes, a pesar de las dificultades, y en el de la intención
de continuar en el camino de la virtud, «la perseverancia se infunde, al mismo
tiempo que la gracia» o gracia santificante. La perseverancia es una de las
virtudes morales infusas, que acompaña a la gracia santificante. En cambio, no
así en un tercer sentido, en el de: «continuidad en el bien hasta el fin de la
vida».
La perseverancia, en este
último sentido, que es el que se utiliza en la objeción, no es una virtud.
«Para conseguir esta perseverancia, el hombre que está en gracia no necesita
alguna otra gracia habitual, sino un auxilio divino que lo dirija y proteja
contra los asaltos de las tentaciones»[36].
Se puede tener la gracia
santificante y perderla por las tentaciones que llevan al pecado e igualmente
es posible rechazar las gracias actuales, que tienen menor permanencia. Tales
gracias se conceden para determinada obra, e incluso, si no se rechazan o si su
eficacia es irrechazable, no son continúas, y el hombre conserva para las otras
obras su capacidad de elección entre el bien y el mal y la posibilidad de
equivocarse.
Es cierto, como se dice en la
objeción, que: «con más facilidad podía perseverar el hombre con el don de la
gracia en el estado de inocencia (…) que nosotros ahora», porque «en el mismo
no se daba rebelión de la carne al espíritu». Su cuerpo y su alma, así como sus
facultades estaban en armonía completa y perfecta, y, aunque poseía la gracia
santificante y las gracias actuales, tenía la posibilidad de perderlas, porque
su perfección no era absoluta.
En el estado de actual del
hombre regenerado por la gracia, ha recuperado cierta armonía, porque con «la
reparación de la gracia de Cristo, aunque esté comenzada en la mente, aún no
está consumada en la carne; lo cual se dará en el cielo, donde el hombre no
sólo podrá perseverar, sino que, además no podrá pecar»[37].
862. –¿Cómo y por qué es necesaria la gracia de la
perseverancia final?
–En su exposición sobre la
perseverancia concluye Santo Tomás que: «después que uno está justificado por
la gracia, tiene necesidad de pedir a Dios el don de la perseverancia, para que
de esta manera permanezca libre del mal hasta el fin de la vida, pues se da a
muchos la gracia a los cuales no se concede perseverar en ella»[38].
Al hombre con la gracia santificante y las gracias actules, que recibe, le
falta, por tanto, una nueva gracia actual, la gracia de la perseverancia final.
Sobre la necesidad de esta
nueva gracia decía San Juan Enrique Newman: «Aunque un hombre haya recibido
gracia suficiente para mantenerse alejado de toda falta grave, una por una,
podría sin embargo, antes o después, llegar el momento de una infidelidad a la
gracia y de una caída, a menos que le sea concedida una ayuda adicional que le
defienda de sí mismo. Necesita gracia para usar la gracia; necesita nuevas
energías para asegurar su fidelidad a lo que ya posee. Y las necesita
imperativamente, pues privado de estos auxilios, dado que un solo pecado mortal
separa de Dios, se encuentra en peligro de perecer. Este don nuevo es la gracia
de la perseverancia».
Este nuevo don o gracia:
«consiste en una amable solicitud por parte del Señor misericordioso, que
elimina las tentaciones que podrían sernos fatales, nos socorre en momentos de
especial riesgo y dispone el curso de nuestra vida de modo que dejemos este
mundo en estado de gracia»[39].
Santo Tomás, también en la Suma
teológica, da la siguiente razón de esta necesidad: «el libre albedrío es
esencialmente inconstante y la gracia habitual de la vida presente no cambia su
naturaleza; por lo cual no está en poder del libre albedrío, aun reparado por
la gracia, el permanecer inmóvil en el bien, aunque puede determinarse a él»[40].
Sobre esta imperfección de la
libertad humana, advierte Newman que: «Ocurre no sólo en religión sino también
en asuntos de la vida corriente que aunque una persona acostumbre a hacer algo
muy bien, existe siempre la posibilidad de que no consiga repetir su acción
muchas veces sin cometer algún error. Un contable excelente se equivocará
alguna vez en una suma, auque no sea posible predecir de antemano en qué
momento cometerá la falta»[41].
De manera semejante en el
orden religioso, porque: «Conseguimos quizás evitar el pecado cada vez que nos
asalta la tentación concreta, pero esto no impide pensar que, de hecho, no
seremos capaces de escapar de toda falta. Por eso también los grandes santos
incurren en faltas menores, aunque han recibido gracia suficiente para evitar
todo pecado y toda imperfección. Es el resultado de la fragilidad humana. Sólo
una especial asistencia divina podría preservar a un cristiano de toda falta,
pero semejante privilegio ha sido concedido únicamente a la Santísima Virgen»[42].
863 –¿Además de las gracias habituales y de las
gracias actuales, que permiten su actuación, se necesitan más gracias para la
perseverancia hasta el final?
–Para salvarse no es
suficiente poseer la gracia santificante y las distintas gracias actuales, porque
como explica Newman: «A pesar de la presencia de la gracia en nuestras almas y
de las mociones concretas que recibimos, debemos cualquier esperanza de gloria
no simplemente a esa gracia interior sino a una misericordia suplementaria, que
nos protege de nosotros mismos, nos evita ocasiones de pecado, nos fortalece en
horas de peligro, y dispone el fin de nuestros días –quizás acorta nuestra vida
para asegurar el momento oportuno- cuando ningún pecado nos mantiene separados
de Dios. Nada de lo que somos, nada de lo que hacemos garantiza que esta
misericordia adicional se nos haya concedido»[43].
Por ser la perseverancia
final: «un don imprescindible sin más, Dios lo concede benévolamente. Si no lo
hiciera, nadie lograría salvarse. Dios nos lo concede, aunque no otorga a los
santos la capacidad de evitar todo pecado venial. Dios lo concede, por su
bondad, a nuestras oraciones, aunque no podemos merecerlo por ninguna obra que
hagamos»[44].
Comenta Newman ante este
misterio de la gracia: «¡Qué lección de humildad y vigilancia se contiene en
esta doctrina! Es un motivo de humildad que, con toda nuestra actividad y
esfuerzo, no consigamos escapar a las pequeñas faltas mientras vivimos en la
tierra. Aunque las ayudas de Dios nos basten para conducir una vida sin pecado,
la debilidad de nuestra atención y de nuestro querer logran resistirlas, y de
hecho no hacemos lo que queremos».
Debe notarse que: «Además
–circunstancia no sólo humillante sino terrible- nos hallamos en peligro de
pecado mortal tanto como en la certeza de faltas veniales; y la única causa que
nos libra de aquél es el don extraordinario, concedido a quienes lo piden, e
evitar los pecados graves, aunque no siempre se reciba para evitar las demás
faltas»[45].
864. –¿Entre las distintas especies de gracias
actuales pueden considerarse la de la perseverancia como la más importante?
–Santo Tomás, en la Suma
contra gentiles, la primera gracia actual, que trata, es la perseverancia.
San Juan Enrique Newman para destacar su importancia recuerda que: «No hay una
verdad que la Santa Iglesia trate de inculcarnos con mayor insistencia como el
hecho de que nuestra salvación es, desde el principio al fin, un don de Dios».
Respecto a ello, enseña, en primer lugar, que: «esas obras merecen semejante
premio no en base a su valor intrínseco sino al libre deseo y generosa promesa
de Dios». En segundo lugar, que: «Nuestra capacidad de realizarlas es además,
un simple resultado de la gracia». De manera que: «si somos justificados, si
formamos en nuestro interior las disposiciones para la justificación, si nos
hacemos capaces de buenas obras, y si perseveramos en ellas, es debido a la
gracia de Dios»[46].
Puede decirse que Dios dirige
toda nuestra vida, porque: «Sin un acto de su querer, independiente del
nuestro, no habríamos sido traídos a la gracia de la Iglesia católica, y sin
nuevos actos divinos adicionales no llegaremos a la gloria del cielo». De ahí
que: «aunque un hombre justificado merece la vida eterna, no es capaz, sin
embargo, de merecer la justificación y mucho menos de permanecer justificado
hasta el fin de sus días»[47].
Las gracias de Dios nos llevan
al estado de gracia y también lo mantienen. Sin embargo, se podría pensar que
si alguien: «empezó bien tendría que acabar bien. La fuerza se añade
naturalmente a la fuerza, y el mérito al mérito. Así como una llama aumenta y
barre la superficie en torno suyo, apenas encendida, igualmente un hombre justo
lleva consigo el presagio de logros espirituales cada vez mayores».
Se consideraría así: «apto
para escalar el cielo en virtud de una energía inherente que, aunque derivada
inicialmente de la gracia, sin embargo, una vez dada, no vendría ya de la
gracia, sino de un derecho a recibir más gracia, como por acción de una ley
dinámica según la cual gracia y mérito se alternasen como causa y efecto
recíprocos: el hombre merecería más y más, y Dios se vería como obligado, en
virtud de sus promesas, a conceder gracia una y otra vez. Así podríamos
contemplar la situación del hombre en gracia, y pensar que disponemos ya de
todos los datos requeridos para una espléndida e infalible conclusión, y negar
por tanto que un retroceso o caída sean posibles»[48].
Se olvidaría que Dios: «Cuando
ha concedido gracia una vez, no por eso ha puesto en manos de la criatura todo
el asunto de su propia salvación». La criatura: «así como no puede merecer la
gracia de la convesión, tampoco merece por sí sola el don de la perseverancia.
De principio al final depende de Aquel que la creó». Por ello, la criatura: «no
puede abusar de Él; no puede pervertir la bondad divina en desafío del
Bondadoso dador; no puede exaltarse a sí misma, ni atreverse a la presunción».
El remedio en estas situaciones está en «vigilar y rezar»[49],
y seguir lo que dice San Pedro «sed sobrios y velad»[50].
Es cierto, no obstante que:
«multitud de hombres viven en pecado mortal, y no les preocupan lo más mínimo
el presente, el pasado o el futuro. Pero incluso muchos que acuden a los
Sacramentos no se detienen a meditar en la perseverancia. La consideran algo
normal, algo que durará siempre. No se previenen contra la tentación ni piden
ayuda contra ella. No se les ocurre pensar que así como han pasado del pecado a
la virtud, podrían retroceder otra vez de la devoción al pecado. No reparan
suficientemente en su continua dependencia de Dios; y si surge una tentación o
una circunstancia desfavorable se sorprenden, ceden, y quizás nunca se
recuperan»[51].
Debe tenerse en cuenta que:
«fe, esperanza, amor, sabiduría, y una exuberancia de méritos, representan muy
poco y son pura vanidad si se carece del don de la perseverancia»[52].
De ahí que aconseje Newman: «No dudéis un momento que Dios os dirige; y no
tengáis miedo de caere, a condición de que temáis la caída»[53].
Exclama finalmente: «¡Qué terrible naufragio es el mundo, lleno de esperanza
sin contenido, promesas incumplidas, arrepentimiento sin enmienda, flores sin
fruto y progresos sin perseverancia¡»[54].
865. –¿En la «Suma contra los gentiles», se
encuentra también esta doctrina?
–En el capítulo anterior de
los dos últimos citados de la obra, advierte Santo Tomás que: «Ha de tenerse en
cuenta que, como incluso el que tiene la gracia pide a Dios perseverar en el
bien, así como no basta, para perseverar en el bien, el libre albedrío sin el exterior
auxilio de Dios, así tampoco es suficiente en nosotros un hábito infuso para
perseverar».
Sostiene que: «cuando decimos
que el hombre necesita de la gracia divina para perseverar hasta el fin, no
entendemos que sobre la gracia habitual infundida primeramente para obrar bien
se le infunda después otra para perseverar», otra gracia habitual, que no
serviría para actualizarla. «Por el contrario, entendemos que, poseídos todos
los hábitos gratuitos, todavía necesita el hombre el auxilio de la divina providencia
que le gobierne exteriormente». Tales auxilios, ponen en movimiento las
disposiciones habituales, que también proceden de Dios, que se han llamado
gracias actuales.
Para probar que «necesita
también del auxilio de la gracia divina para perseverar en el bien», da varios
argumentos. En el primero, nota que: «el hombre varía tanto del mal al bien
como del bien al mal. Luego para que permanezca inmóvil en el bien, que es lo
que se llama perseverar, necesita del auxilio divino», o de la gracia actual . En
otro, se argumenta: «el hombre necesita del auxilio de la gracia divina para
aquello que supera las fuerzas del libre albedrío. Más el poder del libre
albedrío no se extiende al afecto que consiste en perseverar hasta el fin en el
bien (…) En consecuencia, el hombre necesita del auxilio de la gracia divina
para perseverar en el bien».
Esta conclusión se confirma:
«por lo que se dice en la Escritura: «El que comenzó en vosotros la obra buena,
la llevará a cabo hasta el día de Jesucristo» (Flp 1, 6). Y: «El Dios de toda
gracia, el que nos llamó en Jesucristo a su eterna gloria, después que hayáis
padecido un poco, El os perfeccionará y afirmará. Os fortalecerá y consolidará»
(Pedr 5, 10)»[55].
866. –¿Porqué Dios no concede a todos la gracia de
la perseverancia final?
–Puede decirse que la
concesión de la gracia actual de la perseverancia finaltampoco se da según los
méritos de cada hombre. Declaraba San Agustín: «la gracia de comenzar el bien
y la de perseverar hasta el fin no se nos dan a consecuencia de
nuestros méritos, sino según la secretísima y al mismo tiempo justísima,
sapientísima y misericordiosísima voluntad de Dios»[56].
Explica San Agustín que la
gracia de Dios no se da según los méritos de los hombres: «porque Dios es
misericordioso». Respecto a la elección de sólo a unos y no a otros, da la
siguiente razón: «Dios es Juez justo; y por esto justamente, precisamente, da su
gracia gratis y por justo juicio de Dios se manifiesta en otros qué es lo que
confiere la gracia a aquellos a quienes se la concede. No seamos, por ende,
ingratos si, según su beneplácito y para la gloriosa alabanza de su gracia,
quiere Dios misericordioso librar de bien merecida perdición a tantos, cuando,
aunque no librase a nadie, no por eso sería injusto, ya que por uno fueron
condenados todos, no por injusta, sino por justa y equitativa sentencia.
Consecuentemente, el indultado ame la gracia y la agradezca; y el que no es
indultado, reconozca su deuda y que merecidamente sufre la condena. Si la
bondad se manifiesta perdonando la deuda, la equidad resplandece al exigirla;
pero nunca puede verse injusticia alguna en Dios nuestro Señor»[57].
Todavía se podría preguntar
por qué lo que hace con uno con generosa liberalidad, en otro lo hace como
justísimo. Debe responderse que tanto con los perdonados como a los castigados,
Dios no ha sido «injusto para con nadie, pues si aun castigando a los dos sería
justo, el perdonado tiene por qué darle gracias infinitas, y el castigado, nada
tiene que reprocharle»[58].
No obstante, concluye San
Agustín, si: «Se insiste en la objeción y dicen: «Pero; si convenía que Dios,
para manifestar lo que se debía hacer con todos los hombres, condenara a
algunos a fin de que así apareciese más graciosa su gracia en los vasos de
misericordia, ¿por qué en la misma causa me ha de condenar a mí antes que al
otro, o al otro lo ha de indultar mejor que a mí?» ¿Me preguntas el porqué? A
esto no respondo, pues confieso que no encuentro qué responder, y si aun
insiste que por qué, en este caso concreto te digo que así como es justa su
ira, como es grande su misericordia, tan inescrutables son sus juicios»[59].
Eudaldo Forment
[21] Véase: José
Oroz Reta, Introducción general, en J. Oroz Reta y J.A. Galindo Rodrigo,
(ed.), El pensamiento de San Agustín para el hombre de hoy,
Valencia, Edicep, 1998-2010, 3 vols, Vol I, pp. 27-102.
[22] Véase: Manuel
García Morente, El hecho extraordinario, Introducción de Manuel Guerra
Gómez; Epílogo de José Mª Montiu de Nuix y Eudaldo Forment Giralt, Madrid, Homo
Legens, 2018.
[39] John H. Newman,
Perseverancia en la gracia, en ÍDEM, Discursos sobre la fe,
Madrid, Rialp. 2000, pp. 139-156, p. 143.
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