El
próximo 24 de febrero
El libro «El
Cáliz Revelado», es una obra del catedrático Gabriel Songel que busca combinar
las perspectivas de la «Historia del Arte, la Orfebrería, la Numismática o la
Paleografía».
(Gaudium Press) La Catedral de Valencia,
España, acogerá el próximo 24 de febrero la presentación del libro «El Cáliz
Revelado», un texto que reúne los resultados de 6 años de investigaciones del
catedrático Gabriel Songel, profesor de Diseño de la
Universitat Politècnica de València, sobre el Santo Cáliz de Valencia, la
reliquia que la tradición reconoce como la copa empleada por Cristo en la
Última Cena.
El autor ya ha ganado
notoriedad por sus estudios sobre los criterios de diseño de la ornamentación
de la reliquia y, más recientemente, por el hallazgo de la que podría ser la
referencia documental más antigua sobre la reliquia, 3 siglos anterior a la
primera referencia conocida. El texto busca combinar las perspectivas de la «Historia del Arte, la Orfebrería, la
Numismática o la Paleografía,
ofreciendo una visión nueva de una investigación histórica, basándose en
análisis iconológicos, aportando otras formas de ver y entender el Arte»,
según la presentación oficial del libro.
La presentación será presidida
por el canónigo de la Catedral de Valencia, P. Jaime Sancho, el Canónigo
celador del Santo Cáliz, P. Álvaro Almenar, el Presidente de la Cofradía del
Santo Cáliz, Antonio Rossi, la Coordinadora de la Ruta del Grial-Turismo
Comunidad Valenciana, Fina Doménech, el representante de la editorial Tirant lo
Blanch, Rafael Domínguez y el autor del libro, Gabriel Songel.
2020 marca el inicio del
segundo Año Jubilar del Santo Cáliz, que se lleva
a cabo por concesión perpetua del Papa cada 5 años. El Jubileo inicia el 29 de
octubre y culmina el mismo día en 2021. El Santo Cáliz venerado en la Catedral
de Valencia consta de una copa de ágata del siglo I y de una ornamentación
medieval que añade asas y pie a
la reliquia. La tradición afirma que el Santo Cáliz fue llevado a Roma por San
Pedro y conservado por los Pontífices hasta Sixto II, quien lo envió a España
para preservarlo de la persecución el emperador Valeriano. Estuvo oculto
durante la ocupación musulmana y fue entregado al Rey de Aragón Martín el
Humano en 1399 y finalmente fue donado a la Catedral de Valencia en 1437.
Con
información de Religión Confidencial.
El cáliz (calix, poterion) , aquella copa que
Jesús eligió en la última cena para obrar en ella el prodigio de la primera
consagración eucarística, es el más importante de los vasos sagrados. Ya San
Pablo lo identifica con la sangre misma de Cristo; y, más tarde, Optato de
Mileto lo llamará "custodio de la sangre de
Cristo."
Del cáliz o copa que utilizó
el Señor no nos han llegado tradiciones atendibles. El Breviarium de Hierosolyma o Itinerarium, del Pseudo-Antonino
de Piacenza, asegura (c. 570) que era de ónix y se conservaba en la basílica
constantiniana de Jerusalén. Más tarde, el Venerable Beda dice ser de plata y
con dos asas. En la Edad Media, varias iglesias, entre ellas la de Cluny,
creían poseerlo. Puede afirmarse con mucha probabilidad que el cáliz de la cena
pudiera haber sido de vidrio, porque de esta materia eran generalmente las
copas rituales usadas por los judíos en la época de Augusto.
De vidrio también fueron los primeros cálices, conforme al uso doméstico
de los romanos. Lo dice Tertuliano, y además puede verse en la reproducción que
se conserva en el fresco eucarístico del cementerio de Calixto, donde, dentro
de un canasto rebosante de panes, se entrevé un vaso de vidrio que contiene un
líquido rojo. San Ireneo cuenta que el gnóstico Marcos, hacia fines del siglo II,
celebraba una pseudo-eucaristía sirviéndose de un cáliz de vidrio, cuyo
contenido se volvía rojo mientras recitaba sobre él una oración. San Atanasio,
escribiendo hacia el año 335, atestigua que el cáliz místico (esto es,
eucarístico) era normalmente de vidrio. Como ejemplares antiguos de cáliz
cristiano de vidrio pueden considerarse: el cáliz de vidrio azul hallado cerca
de Amiéns, actualmente en el Museo Británico, muy semejante al del célebre
mosaico de San Vital, y el cáliz descubierto en el cementerio Ostriano, de
Roma, que se conserva hoy en el Museo de Letrán. Además de los cálices de
vidrio, que se usaron hasta el tiempo de San Gregorio Magno (604), debió de
haber otros de materia más sólida, como hueso, madera dura, cobre, pero sobre
todo de metales preciosos. El Líber Pontificalis
-no sabemos con qué rigor histórico- dice refiriéndose al papa
Urbano I (227-233): “fecit ministeria sacrata
omnia argéntea et patenas argenteas XXV ” (1).
El inventario de la pequeña
iglesia de Cirta, del 303, registra dos cálices de oro y seis de plata. San
Juan Crisóstomo tiene palabras fuertes para ciertos ricos de su tiempo que,
habiéndose enriquecido con los bienes de los huérfanos, regalaban después a la
Iglesia cálices de oro. El Líber Pontificalis nos
ha conservado abundantes noticias sobre la riqueza notable de las iglesias
romanas de los siglos IV y V en cálices de oro y plata, provenientes de la
munificencia de emperadores y papas, pero que fueron bien pronto objeto de la
rapiña de los bárbaros. Éstos también en otras partes despojaban las iglesias
de sus cálices: Gregorio de Tours refiere que el rey Childeberto, al regresar
de su expedición a España (531), trajo consigo “ sexaginta
cálices, quindecim patenas… omnia ex auro puro ac gemmis pretiosis ornata”
(2).
En cuanto a la forma, podemos
en general afirmar que los cálices antiguos se asemejaban más a una taza o
ánfora. Es decir, que tenían una línea poco esbelta, con la copa muy ancha y
profunda y unida al pie mediante un cortísimo cuello. A los lados presentaban
dos asas para facilitar el manejo. En los documentos anteriores al año 1000 se
distinguen dos clases de cálices: los que servían para la consagración del
vino, llamados propiamente maiores, provistos
siempre de asas, muy pesados y bastante capaces, y otros llamados ministeriales, con asas o sin ellas, pero más
ligeros y manejables, que servían para distribuir la comunión a los fieles bajo
la especie de vino. El vino que los fieles ofrecían se recogía primeramente en
las amae, ánforas de gran cabida; de éstas
se escanciaba luego todo o parte en el cáliz maior,
que estaba colocado sobre el altar delante del celebrante; finalmente, de
este cáliz se repartía, mediante un instrumento apto (cuchara o cazo, por
ejemplo), a los cálices ministeriales.
Estas exigencias litúrgicas
trataron de satisfacer el arte bárbaro de la alta Edad Media, olvidada ya de la
técnica clásica. Producto de este arte fueron los cálices de la época, de forma
burda, pesada y a veces de proporciones exageradas. Del papa Adriano II (772-795)
leemos, en efecto, que donó a la basílica de San Pedro, para el servicio
ordinario del altar, una patena y un cáliz de oro cuyo peso global era de unos
ocho kilogramos; León III (795-816) regala igualmente un calicem maiorem cum gemmis et ansis duabus pensantem
libras 18 (3), o sea unos nueve kilogramos; Carlomagno da cálices
preciosos que llegan a pesar hasta 19 kilogramos. Sin embargo, no siempre se
trataba de cálices para el servicio litúrgico; muchas veces eran puramente
ornamentales, que solían colgarse de la pérgola o del baldaquín en los días
festivos.
Los cálices de la primera Edad
Media que se conservan en nuestros días, son bastante escasos. Entre los
principales, recordaremos: el llamado cáliz de Antioquía, atribuido a los
siglos V o VI, y el del Museo Vaticano, del siglo V, entrambos todavía de
carácter clásico; el de Gourdon (s.VI); el de Kremsmünster (Austria
septentrional), con el nombre del duque Tasilón de Baviera (c.788); el de Zamón
(Italia, Trentino), en plata, del siglo VI, con la inscripción “de donis Dei Ursus diaconus sancto Petro et sancto
Paulo obtulit” (4) el de Pavía, en madera, de copa muy ancha
(s.VIII): el de Gozzelino, obispo de Toul (+962), en Nancy; casi todos éstos
carecen de asas y son de auténtico estilo germánico. De piedra dura y alabastro
son los cálices de estilo bizantino (s. X y XI) del tesoro de San Marcos, de
Venecia. Por los siglos XI y XII comienza a decaer la comunión de los fieles
bajo la especie del vino, por lo cual los cálices de dos asas apenas si se usan,
y ya no se fabrican.
Sobre los cálices se grababan
con frecuencia inscripciones, llamadas unas dedicatorias, como la mencionada
del diácono Ursus, derivada de la fórmula litúrgica de
tuis donis ac datis… (5) y otras deprecativas, como ésta, que
se lee sobre el cáliz de San Remigio de Reims (+ 533):
Hauriat
hinc populus vitam de sanguine sacro, injecto aeternus quem fudit vulnere
Christus (6).
Llegó después un tiempo en que
los cálices se fundían para rescatar prisioneros hechos por los normandos. No
era novedad en la Iglesia. San Ambrosio hace mención de las críticas de algunos
observantes por el mismo motivo: Quod confregimus vasa mystica, ut captivos
redimeremus (7). Con idéntica finalidad, San Cesáreo de Arles (+ 543)
vendió los cálices y patenas de su iglesia, limitándose a celebrar en cálices
de vidrio; dice justificándose: Non credo contrarium esse Deo de ministerio
suo redemptionem dari, qui seipsum pro hominis redemptione tradidit (8).
Ya en el siglo XI, el cáliz
participa del renacimiento general del culto. Los sínodos regulan la materia,
prohibiendo la madera, el vidrio y el cobre, debido a su fácil oxidación, y el
cuerno (quia de sanguine est) (9); se
tolera el estaño, pero sobre todo son recomendados los metales preciosos que se
convierten de uso común junto con el cobre dorado. El arte lo hace objeto de
una elaboración técnica superior, adquiriendo los mejores motivos estilísticos de
su tiempo.
En Italia prevaleció una forma
de cáliz con copa semiesférica muy ancha, poco profunda, con pie circular de
gran diámetro, nudo sencillo y decoración no excesivamente rica: ejemplo típico
es el cáliz de San Francisco del tesoro de Asís (s. XIII). En cambio en el
norte de Europa el tipo que prevalece es más bajo de altura, rico de
ornamentación labrada en el nudo y en el pie, como el cáliz del museo de Cluny.
Después del siglo XIII el estilo gótico dominante modifica sensiblemente las
formas tradicionales. La copa se transforma en cónica o con forma de embudo, a
veces inserida en una falsa copa. El tallo, antes cilíndrico, se vuelve
poligonal a seis u ocho caras decoradas con incisiones. Las nervaduras del nudo
aparecen decoradas con esmaltes o incrustaciones de esmaltes. Las piedras
preciosas resultan ya raras. Ejemplo de todos ellos es el cáliz de Gravedona
(Lombardía) o el cáliz de Belem (Portugal) con campanillas alrededor de la copa
La tradición gótica no se
interrumpió con el Renacimiento. En cambio en el periodo barroco (XVII-XVIII)
la copa se convierte en una tulipa redondeada o campana invertida y llevando el
cáliz a una altura exagerada, restringiendo el diámetro del pie, que continuó
enriqueciéndose con añadidos. El arte moderno no ha innovado mucho al respecto,
y aunque se nota un regreso a las formas antiguas, se tiende a enriquecerlas
simbólicamente aún más.
Con la historia de los cálices
ministeriales tiene relación la llamada cannula
(fístula, calamus) , especie
de cañita que servía para que los fieles sorbieran cómodamente del cáliz el
vino consagrado. En Roma y en otras partes parece que se usaba ya en el siglo
VII. La rúbrica del X Ordo romanus describe así el empleo que se hacía
de la cánula: Diaconus, tenens calicem et
fistulam, stet ante episcopum, usque dum de sanguine Christi, quantum voluerit,
sumat; et sic calicem et fistulam subdiacono commendet (10). Con el
fin de la comunión bajo las dos especies también desapareció el uso de la
cánula, que permaneció en vigor para la Misa papal.
También el flabellum o abanico se introdujo en función
del cáliz, a fin de alejar de él los insectos, y especialmente las moscas,
durante el tiempo del calor; de ahí que se le llamara asimismo muscatorium. De este utensilio hablan ya las Constituciones apostólicas, que nombran a dos
diáconos para que a ambos lados del altar agiten flabelos de papel fino o de
plumas de pavo real. En la Edad Media, en Roma y en todo el Occidente, el flabellum se utilizaba durante la misa desde
la secreta hasta el final del canon: lo atestigua así Durando en pleno siglo
XIII; pero más tarde, al cesar la comunión bajo la especie de vino, cayó en
desuso, permaneciendo todavía como señal de honor en el cortejo del romano
pontífice.
Recordaremos, finalmente, los
llamados cálices bautismales, que la Iglesia antigua utilizaba para dar a beber
a los neófitos la leche y la miel. Alude a ello el Líber
pontificalis a propósito de Inocencio I (+ 417), que regaló cálices “ad baptismum III, pensantes singulos lib. II”
(11). El Museo Vaticano conserva un hermoso vaso de vidrio blanco,
salpicado de peces y conchas en relieve, que, según De Rossi, es un cáliz
bautismal.
La Iglesia hasta la reforma
posconciliar prescribía que el cáliz fuera consagrado mediante la unción del
crisma y conforme a las fórmulas del Pontifical,
que se encuentran ya en el sacramentario gelasiano y en los libros
galicanos. En un principio, sin embargo, el uso romano consideraba los vasos
litúrgicos como res sacra (12) por el mero hecho de haber sido
utilizados una sola vez para el santo sacrificio. San Agustín lo advierte
claramente: “Sed et nos pleraque instrumenta et
vasa huiusmodi materia ( argento et auro ) habemus in usum
celebrandorum sacramentorum, quae. ipso ministerio consecrata, sancta dicuntur”
(13). Por esa razón la reforma posconciliar pasó a bendecir los
cálices y no a consagrarlos.
Algún escritor ha interpretado
la cruz que muchos cálices medievales llevan grabada en el pie como el signaculum o contraseña de haber sido
consagrados. A juicio del P. Braun, se trata de una cruz ornamental o bien de
una señal que indica la posición normal de esos mismos cálices.
Por razón del carácter sagrado
del cáliz, la antigua disciplina prohibía a los ministros inferiores, excepción
hecha de los diáconos, el tocar el cáliz y la patena. Así el concilio de
Laodicea. Pero más tarde la Iglesia latina mitigó este rigor, concediendo
primero al subdiácono y luego a los acólitos y a todos los clérigos el poder
tocar los vasos sagrados. Pío IX extendió tal facultad a los seglares y a las
religiosas que en las respectivas iglesias desempeñen el cargo de sacristán.
El velo con que se cubre el
cáliz en las misas privadas es, probablemente, la transformación del pannus offertorius (13) que, según el I Ordo romanus (n.84), envolvía por reverencia
las asas del cáliz mientras estaba sobre el altar.
NOTAS
1.
Hizo todos los utensilios sagrados de plata, y 25
patenas de plata.
2.
60 cálices, 15 patenas… todo de oro puro y adornado
con piedras preciosas.
3.
Cáliz mayor con piedras preciosas y con dos asas,
que pesaba 18 libras.
4.
De los dones de Dios, lo ofreció Urso diácono a san
Pedro y a san Pablo.
5.
De tus dones y gracias…
6.
Beba de aquí el pueblo la vida que mana de la
sagrada sangre, que derramó Cristo eterno al infligírsele la herida (del
costado).
7.
Porque rompimos los vasos sagrados para redimir a
los cautivos.
8.
No creo que sea contrario a Dios que demos
redención (rescate) de su ministerio, cuando Él se entregó a sí mismo por la
redención del hombre.
9.
Porque es de sangre (de materia viva).
10. El diácono,
sosteniendo el cáliz y la cánula, esté en pie ante el obispo hasta que tomo de
la sangre de Cristo tanto como quisiere; y así pase el cáliz y la cánula al
subdiacono.
11. para el bautismo
3, pesando cada uno 2 libras.
12. Cosa sagrada.
13. Pero también
nosotros tenemos en uso para celebrar los sacramentos, la mayor parte de los
utensilios y vasos de este género de material (oro y plata), los cuales se
llaman santos por estar consagrados para el mismo ministerio.
14. Paño ofertorio.
Dom Gregori Maria
Germinans
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