viernes, 7 de febrero de 2020

LXXV. LAS GRACIAS ACTUALES


853. Con la gracia santificante se reciben sus efectos, las virtudes teologales de la caridad, la fe y la esperanza, además Dios también puede conceder las gracias gratis dada para «la instrucción y confirmación de la fe». ¿Se dan más diferencias entre estos efectos de la gracia?
–Al terminar el capítulo de la Suma contra gentes sobre las gracias gratis dadas, Santo Tomás, se refiere a dos diferencias entre los tres efectos de la caridad, la fe y la esperanza. En primer lugar, sostiene que: «entre los citados efectos de la gracia ha de considerarse una diferencia. Pues aunque a todos ellos competa el nombre de gracia, porque se comunican gratuitamente, sin mérito precedente, sin embargo, solamente el efecto del amor merece además el nombre de gracia, porque hace grato a Dios; en efecto, se dice en la escritura: «Yo amo a los que me aman» (Pr 8, 17)».
De ahí que propiamente sólo la gracia santificante es gracia, porque en quien la recibe produce el efecto de la caridad, que une a Dios con amor de amistad. «Por eso la fe y la esperanza y otras cosas que se ordenan a la fe pueden darse en los pecadores, que no son gratos a Dios», ya que no tienen la gracia santificante, ni, por ello, gozan de la caridad. «Solamente el amor es el don propio de los justos, porque, como se dice en la Escritura: «El que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16)»[1].
Sin la gracia santificante, la fe no esta «viva», no tiene, por tanto, posibilidad de mérito en cuanto a la vida eterna, pero es «verdadera fe». Como ya se ha dicho, Santo Tomás distingue entre fe formada y fe informe según el acto de fe esté perfeccionado o no por la caridad. No se distinguen por el contenido intelectivo, sino por el acto que pertenece a la voluntad de la caridad
Puede pasarse de la fe formada a la informe, al perder la gracia santificante y con ella la caridad, y también a la inversa, cuando el pecador obtiene la gracia santificante, porque la caridad, que es lo que hace que la fe sea formada o viva no pertenece al contenido esencial de la fe. Los dos modos de la fe viva o muerta responden a una misma virtud, al hábito teologal de la fe, porque: «el hecho de que la fe formada se torne informe no cambia la misma fe, sino su sujeto, el alma, que unas veces tiene la fe sin la caridad y otras con ella»[2].
El concilio de Trento confirmó está doctrina de Santo Tomás, que afirma que puede perderse la gracia y la caridad sin perder la fe, al declarar: «Si alguno dijere que, perdida la gracia por el pecado, se pierde siempre y al mismo tiempo la fe, o que la fe que queda no es verdadera fe, aunque no esté viva, o que el que tiene fe sin caridad no es cristiano, sea excomulgado»[3].
También lo hizo el Concilio Vaticano I al declarar: «aunque el asentimiento a la fe no sea un ciego movimiento del alma, nadie, sin embargo, puede asentir a la predicación evangélica, como es preciso para conseguir la salvación, sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad para consentir y creer la verdad. Por lo cual la misma fe en sí, aunque no obre animada de la caridad, es un don de Dios, y su ejercicio es obra conducente a la salvación, por cuya virtud el hombre presta libremente obediencia a su gracia, a la cual podría resistir»[4].
La fe informe es también sobrenatural y, por ello, una gracia de Dios, auque no sea la gracia santificante de la que se carece. «La fe informe procede de Dios como las acciones que son buenas en sí, aunque no estén informadas por la caridad, como sucede de ordinario en los pecadores»[5]. Por consiguiente, debe afirmarse que: «la fe (…) es un don de la gracia, aunque sea informe»[6], una gracia que no puede ser la gracia santificante, por ser informe, ni gracia gratis data porque es para el bien de su sujeto. Una gracia, que revela la misericordia de Dios para con los pecadores y no dejarlos abandonados.
854. –¿Cómo es la fe que se requiere para ser bautizado?
–Sobe el texto evangélico: «El que creyere y se bautizare se salvará»[7], comenta Santo Tomás: «En ese pasaje, el Señor habla del bautismo en cuanto que dispone a los hombres para la salvación infundiendo la gracia santificante; y esto no es posible sin la fe recta»[8].
Con el bautismo se recibe la gracia santificante con las virtudes teologales –fe, esperanza y caridad– con las otras virtudes infusas morales y los dones del Espíritu Santo, pero para ello se requiere una fe previa no habitual. «En la justificación del impío se requiere el acto de la fe, para que el hombre crea que es Dios quien justifica a los hombres por el misterio de Cristo»[9].
Como también argumenta Santo Tomás: «La Iglesia quiere bautizar a los hombres para que queden purificados de sus pecados (…) Por eso, en lo que depende de ella, no quiere dar el bautismo más que a los que tienen la recta fe, sin la que no hay remisión de los pecados. Este es el motivo de que pregunte a los bautizados si creen. Si alguien, sin la recta fe recibe el bautismo fuera de la Iglesia, no le aprovecharía para la salvación»[10].
El bautismo requiere una fe previa y la intención de recibirlo. De manera que: «para recibir la gracia bautismal basta tener fe e intención, bien sea que la tenga el bautizado, si es adulto, bien la Iglesia, si es párvulo»[11].
Tal como enseña el Catecismo de Trento, la Iglesia ha dispuesto que los catecúmenos: «En primer lugar, es necesario que deseen y estén resueltos a recibir el bautismo, porque muriendo todos para el pecado en este sacramento, y tomando nuevo orden y método de vida, es justo que se dé el bautismo, no al que no le quiere o le rechaza, sino tan sólo a los que espontáneamente y con sumo gusto le desean»[12].
Se añade que: «Además del deseo del Bautismo es muy necesaria la fe, por la misma razón que se ha dicho acerca del deseo, para conseguir la gracia sacramental»[13]. Esta fe previa no puede ser la virtud teologal de la fe. En el Nuevo catecismo se indica que: «La fe que se requiere para el Bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse»[14].
En el nuevo Código de Derecho Canónico, además de estas dos condiciones, precisa que se requiere que: «esté suficientemente instruido sobre las verdades de la fe y las obligaciones cristianas y haya sido probado en la vida cristiana mediante el catecumenado; se le ha de exhortar además a que tenga dolor de sus pecados»[15].
Se añade en el mismo canon que: «Puede ser bautizado un adulto que se encuentre en peligro muerte si teniendo algún conocimiento, sobre las verdades principales de la fe, manifieste de cualquier modo su intención de recibir el bautismo y promete que observará los mandamientos de la religión cristiana»[16].
Respecto a las «verdades principales que deben creerse» el canon no las indica, pero parece se que hay unanimidad en sostener que son la existencia de Dios, que premia a los buenos y a los malos, y que respecto a su naturaleza son su unidad y Trinidad de personas, y también a Encarnación para nuestra redención.
Santo Tomás lo simplifica más, porque escribe: «Puede ocurrir que alguien, no teniendo una fe recta acerca de las demás verdades, sin embargo, piensa rectamente del bautismo y, por tanto, que posea la intención de recibir el sacramento. Y aun teniendo una idea poco exacta del bautismo, bastaría para recibirlo válidamente que tuviera intención general de recibirlo según Cristo lo instituyó y la Iglesia lo confiere»[17].
855. –¿La caridad debe informar también a las gracias gratis dadas?
–Para recibir las gracias gratis dadas no se requiere la caridad, la unión sobrenatural con Dios. Puede carecerse de ella, antes e igualmente después de recibirlas, porque no santifican al que sólo es un instrumento de Dios, sino que son para el bien de los demás. Por ello, no es preciso recibirlas para la propia santificación y salvación.
Escribía San Agustín: «La razón por la cual no se dan tales poderes a todos los santos es para que los débiles no caigan en un error especialmente funesto, imaginando que en semejantes hechos hay dones mayores que en las obras de santidad, con que se consigue la vida eterna. Por esa causa el Señor prohíbe a los discípulos felicitarse de ello, cuando dice: «No queráis alegraros de eso porque se os someten los espíritus, sino alegraos porque vuestros nombres están escritos en los cielos» (Lc, 10, 20)»[18].
856. –¿Cuál es la segunda diferencia entre los efectos de la gracia?
–Además de la primera explicada, indica Santo Tomás que: «hay que considerar también otra diferencia en dichos efectos de la gracia. Pues algunos de ellos son necesarios para toda la vida del hombre, ya que sin ellos no puede haber salvación, como creer, esperar, amar y obedecer a los preceptos de Dios; y es necesario que haya en el hombre ciertas perfeccione habituales ordenadas a estos efectos para que a su debido tiempo puedan obrar en conformidad con ellas». Para la salvación eterna es siempre necesaria la gracia santificante, que es un hábito entitativo y las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, que son hábitos operativos, que le acompañan,
No así los efectos de las gracias gratis dada, porque: «son necesarios no para toda la vida, sino para ciertos tiempos y lugares, como hacer milagros, profetizar lo futuro y similares; y para estos efectos no se dan perfecciones habituales, sino que Dios produce ciertas impresiones que cesan al cesar el acto, del mismo modo que el entendimiento del profeta es ilustrado en cada revelación con una nueva luz; y en la ejecución de cada milagro es menester que haya una nueva eficacia de la virtud divina».
Las gracias gratis dadas, a diferencia de los efectos de la gracia santificante, no son permanentes y no están dirigidas directamente al sujeto que las recibe, sino a los demás. Sin embargo, indirectamente es posible que haga bien a quien la recibe, al experimentar los bienes extraordinarios que Dios realiza, por medio de ella, como causa instrumental.
857. –La fe informe, tal como es la fe previa que se requiere para el bautismo, es una gracia de Dios, pero no es la gracia santificante ni una gracia gratis dada. ¿Qué clase de gracia es la fe informe?
–En los capítulos siguientes de la Suma contra los gentiles, después de tratar la naturaleza de la gracia gratum faciens y las gratiae gratis datae, Santo Tomás los dedica a otra clase de auxilio divino o divina gracia, que es también necesaria para la salvación. El hombre, ya con la gracia santificante, debe recibir todavía una nueva gracia, que denomina aquí con el nombre genérico de «auxilio de la gracia divina». Juan Capreolo, el dominico francés del siglo XV, llamado «Príncipe de los tomistas», denominó a este auxilio especial «gracia actual», para distinguirla de la gracia habitual o santificante, y se utiliza desde entonces este término.
Incluso en el nuevo Catecismo, al contraponerse ambas, se indica: «La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se debe distinguir entre la gracia habitual, disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina, y las gracias actuales, que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación»[19].
No bastan las gracias habituales para hacer el bien. Ni, la gracia santificante, que es un hábito sobrenatural infuso, santificante, que radica en la esencia del alma, y que le capacita en sus facultades para realizar actos sobrenaturales, y de un modo como connatural y sin esfuerzo. Ni tampoco, las virtudes ni los dones, que son igualmente hábitos, que residen en sus facultades superiores, que preparan de manera próxima a la buena acción. Para que todos estos hábitos operativos pasen al acto no es posible que se actúen por sí mismos. Todo hábito no se actúa sólo, sino por una acción del agente que lo ha causado.
Se necesita el influjo de Dios, que las ha causado para que las disposiciones para hacer el bien, tanto de manera radical como la gracia santificante, como de manera inmediata como las virtudes y los dones, puedan pasar al acto. De manera que: «El don de la gracia habitual no se nos da de modo que con él no necesitemos un ulterior auxilio divino, pues toda criatura necesita que Dios la conserve en el bien que de Él recibió. Por eso, aunque después de haber recibido la gracia, aún necesita el hombre el auxilio divino, no se puede concluir que la gracia se haya dado en vano o que sea imperfecta»[20].
Las gracias actuales actualizan los hábitos infusos, en que consisten las gracias santificantes y las virtudes y dones, que le acompañan. Los tres hábitos solo disponen al acto sobrenatural, los primeros de una manera básica, los otros inmediatamente. Las gracias actuales, en cambio, de un modo limitado a acciones concretas –y, por tanto, transitorio–, impulsan y originan tales operaciones.
Esta función de actualización, que realiza la gracia actual sobre los hábitos infusos debe efectuarse siempre para la consolidación de la vida cristiana, su conservación, su desarrollo y perfección. Ayudan a ello con acciones como el fortalecimiento de la naturaleza, para que se venza en las tentaciones, para que se adviertan los peligros externos o internos, con la inspiración de buenos pensamientos y con la realización buenas acciones, y otras cosas parecidas. Las gracias actuales son, en definitiva, la que dan toda la eficacia a las gracias santificante, a las virtudes y a los dones, e impulsan la vida sobrenatural desde sus inicios hasta la salvación.
858. –¿Hay otras funciones de la vida sobrenatural que requieran una gracia actual?
Las gracias actuales no sólo sirven para obrar, para hacer que se obre con las disposiciones de las gracias habituales, sino también para poder recibir las gracias habituales. Se necesita una gracia actual para poder recibir la gracia santificante, sino se ha poseído nunca. Una gracia actual es la que se requiere para la conversión, tal como, por ejemplo, se advierte claramente en el relato de la conversión de San Agustín[21], y en la actualidad también en las confesiones de Manuel García Morente[22].
Igualmente se requiere una gracia actual para recuperar la gracia santificante, que se ha perdido por el pecado. La gracia actual provoca el arrepentimiento de los pecados, el temor del castigo merecido, la esperanza en la misericordia de Dios, el acogerse en la indulgencia divina y otras actitudes parecidas. En la Suma contra gentiles, afirma, por ello, Santo Tomás que, cuándo se pierde la gracia santificante, se puede recuperar. De manera que: «el hombre (…) que cayera en el pecado, puede ser restablecido en el bien mediante el auxilio de la gracia», de una gracia que será actual
Es necesaria esta función recuperadora de la gracia actual, porque: «no hay en la naturaleza de las cosas ninguna potencia pasiva que no pueda ser pasada al acto por una potencia activa natural. En consecuencia, mucho menos hay en el alma humana una potencia que no pueda ser pasada al acto por una potencia activa divina. Y en el alma humana, aún después del pecado, queda la potencia para el bien, porque el pecado no destruye las potencias naturales, mediante las cuales el alma se ordena a su bien. Por lo tanto, la potencia divina puede restablecer el alma en el bien».
Aunque la naturaleza humana dañada y con sus facultades viciadas, «en el hombre, después que ha caído en el pecado, y mientras permanece en esta vida, queda cierta aptitud para moverse hacia el bien; prueba de ello son el deseo del bien y el dolor del mal, que permanece todavía en él después del pecado. En consecuencia, es posible que el hombre, después del pecado, vuelva nuevamente al bien, que la gracia produce en él».
Conclusión que se puede encontrar en la Escritura. «Se dice, en ella, que: «aunque vuestros pecados fueren como la grana, serán blanqueados como la nieve» (Is 1, 18). Y también: «El amor cubre todas las faltas» (Pr 10, 12). No, en vano lo pedimos también cada día al Señor: «Perdónanos nuestras deudas» (Mt 6, 12)»[23].
859. –A causa del pecado, el hombre cayó o perdió la rectitud, que consistía: «en que la razón estaba sometida a Dios, las facultades inferiores a la razón, y el cuerpo al alma»[24]. Además de estos tres bienes naturales perdió otros tres sobrenaturales, la gracia santificante, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. ¿Puede el hombre por sí mismo, con más o menos esfuerzo de su voluntad, levantarse o recuperar estos bienes?
–Concluye a continuación Santo Tomás, en el siguiente capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «el hombre no puede levantarse del pecado si no es por la gracia», tanto del pecado original como de los pecados personales. La razón es porque: «por el pecado mortal, el hombre se aparta del fin último. Pero el hombre no se ordena al fin último sino mediante la gracia. Luego solamente mediante la gracia puede el hombre levantarse del pecado».
Además: «La ofensa no se borra sino por el amor. Por el pecado mortal, el hombre incurre en ofensa de Dios». Por ello, si el pecador no se arrepiente y se acoge a la misericordia divina, que se no le niega hasta el final, entonces, cuando se termina el tiempo de la misericordia y llega, en el juicio, el momento de la justicia, porque, como «se dice en la Escritura: «Dios aborrece a los pecadores» (Ecle 12), en cuanto quiere privarlos del fin último, que prepara para los que ama». Queda así probado que: «el hombre no puede levantarse del pecado mortal, sino mediante la gracia, la cual es una amistad entre Dios y el hombre»[25].
860. –¿Cómo actúa la gracia santificante para pasar del «estado de culpa» por el pecado al «estado de justicia» o de amistad con Dios?
En la Suma teológica, argumenta SantoTomás que: «en modo alguno puede salir el hombre del pecado por sí mismo sin el auxilio de la gracia; pues siendo momentáneo el acto del pecado y duradera la culpa no es lo mismo salir del pecado que cesar en el acto del pecado, sino que salir del pecado implica en el hombre recobrar lo perdido pecando». Cesar del pecado significa dejar de pecar, y, con ello, se continúa caído, pero salir o levantarse del pecado, es recuperar los bienes perdidos.
Se perdieron estos bienes, porque: «al pecar experimenta el hombre un triple daño: la mancha, la destrucción del bien natural y el reato de pena» u la obligación de expiar, después de perdonado el pecado, su correspondiente pena. «Adquiere la mancha en cuanto que es privado del fulgor de la gracia por la fealdad del pecado. Se destruye el bien de la naturaleza, porque sufre un desorden su voluntad al no someterse a Dios, y, una vez perdido el orden, toda la naturaleza del hombre pecador permanece desordenada», con una falta de toda armonía, incluso la imperfecta, acompañada de la disminución parcial de sus fuerzas naturales. «Y el reato de pena es el castigo eterno que el hombre merece por el pecado mortal».
Se desprende claramente que: «ninguna de estas tres cosas pueda ser reparada, a no ser por Dios»[26]. Se advierte, en primer lugar, respecto a la mancha, o tiniebla en que ha quedado el alma después del pecado, que lleva a la ignorancia del entendimiento, la malicia de la voluntad, y la flaqueza y la concupiscencia en los apetitos[27]; «pues como el fulgor de la gracia proviene de los resplandores de la luz divina, no puede devolverse al alma tal fulgor si Dios no ilumina de nuevo; por lo cual se requiere un don habitual, que es la luz de la gracia», o la llamada gracia santificante.
En segundo lugar, que: «igualmente, no puede restablecerse el orden de la naturaleza –que la voluntad del hombre se someta a Dios– si Dios no atrae hacia sí su voluntad»[28], lo que hace con la moción sobrenatural de la gracia actual, y que dispondrá para la recepción de la gracia santificante, que permitirá la recuperación de la armonía primitiva, pero sólo en parte, por ser ahora incompleta e imperfecta, porque «conserva el desorden de las partes inferiores del alma y del cuerpo»[29] . De manera que, necesita la gracia actual y la gracia santificante, puesto que: «cuando el hombre con su libertad, movido por Dios (por una gracia actual), intenta salir del pecado, recibe la luz de la gracia justificante»[30], o gracia santificante.
Por último, en tercer lugar, que: «De igual manera, nadie puede perdonar el reato de pena eterna, sino Dios, que es contra quien se cometió la ofensa y es juez de los hombres»[31].
Por consiguiente, por una parte: «la naturaleza humana que pierde fuerzas en el acto de pecar, al no permanecer íntegra, sino viciada no puede restablecer por sí misma ni el bien connatural», el bien que corresponde a su naturaleza; ni «mucho menos en cuanto al bien de la justicia sobrenatural»[32]. Por otra, «no puede el hombre repararse por sí mismo, sino que necesita que de nuevo se le infunda la gracia, como si a un cadáver se le infundiera de nuevo el alma para resucitarlo»[33]. En definitiva: «se requiere el auxilio de la gracia para que el hombre salga del pecado, como don habitual y como moción interior de Dios»[34], por tanto, como gracia santificante y como gracia actual previa.
861. –El hombre recibe para actualizar las gracias habituales, que ha recibido, si no las tenía o las ha recuperado, gracias actuales. ¿Con estas gracias actuales, puede perseverar en el bien?
–Una respuesta afirmativa a esta pregunta la da Santo Tomás al replicar a la siguiente objeción de una cuestión de la Suma teológica, dedicada a probar la necesidad de una gracia actual para perseverar: «Como dice el Apóstol (Rm 5. 15) por el don de Cristo se restituyó al hombre más de lo que había perdido por el pecado de Adán. Sin embargo, Adán recibió lo necesario para poder perseverar. Luego con más razón se nos da por la gracia de Cristo el que podamos perseverar; y por ello el hombre no necesita una nueva gracia de Cristo para perseverar»[35].
Para resolver esta cuestión, Santo Tomás tiene en cuenta, en primer lugar, que: «La perseverancia se toma en un triple sentido». En uno, perseverancia significa: «el hábito de la mente mediante el cual el hombre permanece firme para no ser apartado del camino de la virtud por las pruebas que le acosan». En otro, la perseverancia designa a: «un hábito según el cual tiene el hombre el propósito de perseverar en el bien hasta el fin».
En el sentido de adhesión constante en las virtudes, a pesar de las dificultades, y en el de la intención de continuar en el camino de la virtud, «la perseverancia se infunde, al mismo tiempo que la gracia» o gracia santificante. La perseverancia es una de las virtudes morales infusas, que acompaña a la gracia santificante. En cambio, no así en un tercer sentido, en el de: «continuidad en el bien hasta el fin de la vida».
La perseverancia, en este último sentido, que es el que se utiliza en la objeción, no es una virtud. «Para conseguir esta perseverancia, el hombre que está en gracia no necesita alguna otra gracia habitual, sino un auxilio divino que lo dirija y proteja contra los asaltos de las tentaciones»[36].
Se puede tener la gracia santificante y perderla por las tentaciones que llevan al pecado e igualmente es posible rechazar las gracias actuales, que tienen menor permanencia. Tales gracias se conceden para determinada obra, e incluso, si no se rechazan o si su eficacia es irrechazable, no son continúas, y el hombre conserva para las otras obras su capacidad de elección entre el bien y el mal y la posibilidad de equivocarse.
Es cierto, como se dice en la objeción, que: «con más facilidad podía perseverar el hombre con el don de la gracia en el estado de inocencia (…) que nosotros ahora», porque «en el mismo no se daba rebelión de la carne al espíritu». Su cuerpo y su alma, así como sus facultades estaban en armonía completa y perfecta, y, aunque poseía la gracia santificante y las gracias actuales, tenía la posibilidad de perderlas, porque su perfección no era absoluta.
En el estado de actual del hombre regenerado por la gracia, ha recuperado cierta armonía, porque con «la reparación de la gracia de Cristo, aunque esté comenzada en la mente, aún no está consumada en la carne; lo cual se dará en el cielo, donde el hombre no sólo podrá perseverar, sino que, además no podrá pecar»[37].
862. –¿Cómo y por qué es necesaria la gracia de la perseverancia final?
–En su exposición sobre la perseverancia concluye Santo Tomás que: «después que uno está justificado por la gracia, tiene necesidad de pedir a Dios el don de la perseverancia, para que de esta manera permanezca libre del mal hasta el fin de la vida, pues se da a muchos la gracia a los cuales no se concede perseverar en ella»[38]. Al hombre con la gracia santificante y las gracias actules, que recibe, le falta, por tanto, una nueva gracia actual, la gracia de la perseverancia final.
Sobre la necesidad de esta nueva gracia decía San Juan Enrique Newman: «Aunque un hombre haya recibido gracia suficiente para mantenerse alejado de toda falta grave, una por una, podría sin embargo, antes o después, llegar el momento de una infidelidad a la gracia y de una caída, a menos que le sea concedida una ayuda adicional que le defienda de sí mismo. Necesita gracia para usar la gracia; necesita nuevas energías para asegurar su fidelidad a lo que ya posee. Y las necesita imperativamente, pues privado de estos auxilios, dado que un solo pecado mortal separa de Dios, se encuentra en peligro de perecer. Este don nuevo es la gracia de la perseverancia».
Este nuevo don o gracia: «consiste en una amable solicitud por parte del Señor misericordioso, que elimina las tentaciones que podrían sernos fatales, nos socorre en momentos de especial riesgo y dispone el curso de nuestra vida de modo que dejemos este mundo en estado de gracia»[39].
Santo Tomás, también en la Suma teológica, da la siguiente razón de esta necesidad: «el libre albedrío es esencialmente inconstante y la gracia habitual de la vida presente no cambia su naturaleza; por lo cual no está en poder del libre albedrío, aun reparado por la gracia, el permanecer inmóvil en el bien, aunque puede determinarse a él»[40].
Sobre esta imperfección de la libertad humana, advierte Newman que: «Ocurre no sólo en religión sino también en asuntos de la vida corriente que aunque una persona acostumbre a hacer algo muy bien, existe siempre la posibilidad de que no consiga repetir su acción muchas veces sin cometer algún error. Un contable excelente se equivocará alguna vez en una suma, auque no sea posible predecir de antemano en qué momento cometerá la falta»[41].
De manera semejante en el orden religioso, porque: «Conseguimos quizás evitar el pecado cada vez que nos asalta la tentación concreta, pero esto no impide pensar que, de hecho, no seremos capaces de escapar de toda falta. Por eso también los grandes santos incurren en faltas menores, aunque han recibido gracia suficiente para evitar todo pecado y toda imperfección. Es el resultado de la fragilidad humana. Sólo una especial asistencia divina podría preservar a un cristiano de toda falta, pero semejante privilegio ha sido concedido únicamente a la Santísima Virgen»[42].
863¿Además de las gracias habituales y de las gracias actuales, que permiten su actuación, se necesitan más gracias para la perseverancia hasta el final?
–Para salvarse no es suficiente poseer la gracia santificante y las distintas gracias actuales, porque como explica Newman: «A pesar de la presencia de la gracia en nuestras almas y de las mociones concretas que recibimos, debemos cualquier esperanza de gloria no simplemente a esa gracia interior sino a una misericordia suplementaria, que nos protege de nosotros mismos, nos evita ocasiones de pecado, nos fortalece en horas de peligro, y dispone el fin de nuestros días –quizás acorta nuestra vida para asegurar el momento oportuno- cuando ningún pecado nos mantiene separados de Dios. Nada de lo que somos, nada de lo que hacemos garantiza que esta misericordia adicional se nos haya concedido»[43].
Por ser la perseverancia final: «un don imprescindible sin más, Dios lo concede benévolamente. Si no lo hiciera, nadie lograría salvarse. Dios nos lo concede, aunque no otorga a los santos la capacidad de evitar todo pecado venial. Dios lo concede, por su bondad, a nuestras oraciones, aunque no podemos merecerlo por ninguna obra que hagamos»[44].
Comenta Newman ante este misterio de la gracia: «¡Qué lección de humildad y vigilancia se contiene en esta doctrina! Es un motivo de humildad que, con toda nuestra actividad y esfuerzo, no consigamos escapar a las pequeñas faltas mientras vivimos en la tierra. Aunque las ayudas de Dios nos basten para conducir una vida sin pecado, la debilidad de nuestra atención y de nuestro querer logran resistirlas, y de hecho no hacemos lo que queremos».
Debe notarse que: «Además –circunstancia no sólo humillante sino terrible- nos hallamos en peligro de pecado mortal tanto como en la certeza de faltas veniales; y la única causa que nos libra de aquél es el don extraordinario, concedido a quienes lo piden, e evitar los pecados graves, aunque no siempre se reciba para evitar las demás faltas»[45].
864. –¿Entre las distintas especies de gracias actuales pueden considerarse la de la perseverancia como la más importante?
–Santo Tomás, en la Suma contra gentiles, la primera gracia actual, que trata, es la perseverancia. San Juan Enrique Newman para destacar su importancia recuerda que: «No hay una verdad que la Santa Iglesia trate de inculcarnos con mayor insistencia como el hecho de que nuestra salvación es, desde el principio al fin, un don de Dios». Respecto a ello, enseña, en primer lugar, que: «esas obras merecen semejante premio no en base a su valor intrínseco sino al libre deseo y generosa promesa de Dios». En segundo lugar, que: «Nuestra capacidad de realizarlas es además, un simple resultado de la gracia». De manera que: «si somos justificados, si formamos en nuestro interior las disposiciones para la justificación, si nos hacemos capaces de buenas obras, y si perseveramos en ellas, es debido a la gracia de Dios»[46].
Puede decirse que Dios dirige toda nuestra vida, porque: «Sin un acto de su querer, independiente del nuestro, no habríamos sido traídos a la gracia de la Iglesia católica, y sin nuevos actos divinos adicionales no llegaremos a la gloria del cielo». De ahí que: «aunque un hombre justificado merece la vida eterna, no es capaz, sin embargo, de merecer la justificación y mucho menos de permanecer justificado hasta el fin de sus días»[47].
Las gracias de Dios nos llevan al estado de gracia y también lo mantienen. Sin embargo, se podría pensar que si alguien: «empezó bien tendría que acabar bien. La fuerza se añade naturalmente a la fuerza, y el mérito al mérito. Así como una llama aumenta y barre la superficie en torno suyo, apenas encendida, igualmente un hombre justo lleva consigo el presagio de logros espirituales cada vez mayores».
Se consideraría así: «apto para escalar el cielo en virtud de una energía inherente que, aunque derivada inicialmente de la gracia, sin embargo, una vez dada, no vendría ya de la gracia, sino de un derecho a recibir más gracia, como por acción de una ley dinámica según la cual gracia y mérito se alternasen como causa y efecto recíprocos: el hombre merecería más y más, y Dios se vería como obligado, en virtud de sus promesas, a conceder gracia una y otra vez. Así podríamos contemplar la situación del hombre en gracia, y pensar que disponemos ya de todos los datos requeridos para una espléndida e infalible conclusión, y negar por tanto que un retroceso o caída sean posibles»[48].
Se olvidaría que Dios: «Cuando ha concedido gracia una vez, no por eso ha puesto en manos de la criatura todo el asunto de su propia salvación». La criatura: «así como no puede merecer la gracia de la convesión, tampoco merece por sí sola el don de la perseverancia. De principio al final depende de Aquel que la creó». Por ello, la criatura: «no puede abusar de Él; no puede pervertir la bondad divina en desafío del Bondadoso dador; no puede exaltarse a sí misma, ni atreverse a la presunción». El remedio en estas situaciones está en «vigilar y rezar»[49], y seguir lo que dice San Pedro «sed sobrios y velad»[50].
Es cierto, no obstante que: «multitud de hombres viven en pecado mortal, y no les preocupan lo más mínimo el presente, el pasado o el futuro. Pero incluso muchos que acuden a los Sacramentos no se detienen a meditar en la perseverancia. La consideran algo normal, algo que durará siempre. No se previenen contra la tentación ni piden ayuda contra ella. No se les ocurre pensar que así como han pasado del pecado a la virtud, podrían retroceder otra vez de la devoción al pecado. No reparan suficientemente en su continua dependencia de Dios; y si surge una tentación o una circunstancia desfavorable se sorprenden, ceden, y quizás nunca se recuperan»[51].
Debe tenerse en cuenta que: «fe, esperanza, amor, sabiduría, y una exuberancia de méritos, representan muy poco y son pura vanidad si se carece del don de la perseverancia»[52]. De ahí que aconseje Newman: «No dudéis un momento que Dios os dirige; y no tengáis miedo de caere, a condición de que temáis la caída»[53]. Exclama finalmente: «¡Qué terrible naufragio es el mundo, lleno de esperanza sin contenido, promesas incumplidas, arrepentimiento sin enmienda, flores sin fruto y progresos sin perseverancia¡»[54].
865. –¿En la «Suma contra los gentiles», se encuentra también esta doctrina?
–En el capítulo anterior de los dos últimos citados de la obra, advierte Santo Tomás que: «Ha de tenerse en cuenta que, como incluso el que tiene la gracia pide a Dios perseverar en el bien, así como no basta, para perseverar en el bien, el libre albedrío sin el exterior auxilio de Dios, así tampoco es suficiente en nosotros un hábito infuso para perseverar».
Sostiene que: «cuando decimos que el hombre necesita de la gracia divina para perseverar hasta el fin, no entendemos que sobre la gracia habitual infundida primeramente para obrar bien se le infunda después otra para perseverar», otra gracia habitual, que no serviría para actualizarla. «Por el contrario, entendemos que, poseídos todos los hábitos gratuitos, todavía necesita el hombre el auxilio de la divina providencia que le gobierne exteriormente». Tales auxilios, ponen en movimiento las disposiciones habituales, que también proceden de Dios, que se han llamado gracias actuales.
Para probar que «necesita también del auxilio de la gracia divina para perseverar en el bien», da varios argumentos. En el primero, nota que: «el hombre varía tanto del mal al bien como del bien al mal. Luego para que permanezca inmóvil en el bien, que es lo que se llama perseverar, necesita del auxilio divino», o de la gracia actual . En otro, se argumenta: «el hombre necesita del auxilio de la gracia divina para aquello que supera las fuerzas del libre albedrío. Más el poder del libre albedrío no se extiende al afecto que consiste en perseverar hasta el fin en el bien (…) En consecuencia, el hombre necesita del auxilio de la gracia divina para perseverar en el bien».
Esta conclusión se confirma: «por lo que se dice en la Escritura: «El que comenzó en vosotros la obra buena, la llevará a cabo hasta el día de Jesucristo» (Flp 1, 6). Y: «El Dios de toda gracia, el que nos llamó en Jesucristo a su eterna gloria, después que hayáis padecido un poco, El os perfeccionará y afirmará. Os fortalecerá y consolidará» (Pedr 5, 10)»[55].
866. –¿Porqué Dios no concede a todos la gracia de la perseverancia final?
–Puede decirse que la concesión de la gracia actual de la perseverancia finaltampoco se da según los méritos de cada hombre. Declaraba San Agustín: «la gracia de comenzar el bien y la de perseverar hasta el fin no se nos dan a consecuencia de nuestros méritos, sino según la secretísima y al mismo tiempo justísima, sapientísima y misericordiosísima voluntad de Dios»[56].
Explica San Agustín que la gracia de Dios no se da según los méritos de los hombres: «porque Dios es misericordioso». Respecto a la elección de sólo a unos y no a otros, da la siguiente razón: «Dios es Juez justo; y por esto justamente, precisamente, da su gracia gratis y por justo juicio de Dios se manifiesta en otros qué es lo que confiere la gracia a aquellos a quienes se la concede. No seamos, por ende, ingratos si, según su beneplácito y para la gloriosa alabanza de su gracia, quiere Dios misericordioso librar de bien merecida perdición a tantos, cuando, aunque no librase a nadie, no por eso sería injusto, ya que por uno fueron condenados todos, no por injusta, sino por justa y equitativa sentencia. Consecuentemente, el indultado ame la gracia y la agradezca; y el que no es indultado, reconozca su deuda y que merecidamente sufre la condena. Si la bondad se manifiesta perdonando la deuda, la equidad resplandece al exigirla; pero nunca puede verse injusticia alguna en Dios nuestro Señor»[57].
Todavía se podría preguntar por qué lo que hace con uno con generosa liberalidad, en otro lo hace como justísimo. Debe responderse que tanto con los perdonados como a los castigados, Dios no ha sido «injusto para con nadie, pues si aun castigando a los dos sería justo, el perdonado tiene por qué darle gracias infinitas, y el castigado, nada tiene que reprocharle»[58].
No obstante, concluye San Agustín, si: «Se insiste en la objeción y dicen: «Pero; si convenía que Dios, para manifestar lo que se debía hacer con todos los hombres, condenara a algunos a fin de que así apareciese más graciosa su gracia en los vasos de misericordia, ¿por qué en la misma causa me ha de condenar a mí antes que al otro, o al otro lo ha de indultar mejor que a mí?» ¿Me preguntas el porqué? A esto no respondo, pues confieso que no encuentro qué responder, y si aun insiste que por qué, en este caso concreto te digo que así como es justa su ira, como es grande su misericordia, tan inescrutables son sus juicios»[59].
Eudaldo Forment

[1] Santo TOMAS DE AQUINO, Suma contra los gentiles, III, c. 154.
[2] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 4, ad 4.
[3] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, can. 28.
[4] Concilio Vaticano I, Constitución sobre la fe católica, Dei Filius, c. III.
[5] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 6, a. 3, ad 2.
[6] Ibíd., II-II. q. 5, a. 2, ad 2
[7] Mc 16, 16.
[8] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 68, a. 8, ad 1.
[9] Ibíd., I-II, q. 113, a. 4, ad 3.
[10] Ibíd., III, q. 68, a. 8, ad 2.
[11] Ibíd., III, q. 71, a. 3, ad 3.
[12] Catecismo del Concilio de Trento, II, c. 2, n. 38.
[13] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II, c. 2, n. 40.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica,  n. 1253.
[15] Código de Derecho Canónico, 1983, cn. 865, 1.
[16] Ibíd., cn, 865, 2.
[17] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica,  III, q. 68, a. 8, ad 3.
[18] SAN AGUSTÍN, Ochenta y tres cuestiones diversas, q. 79, n. 4.
[19] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2000.
[20] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 109, a. 9, ad 1.
[21] Véase: José Oroz Reta, Introducción general, en J. Oroz Reta y J.A. Galindo Rodrigo, (ed.),  El pensamiento de San Agustín para el hombre de hoy, Valencia, Edicep, 1998-2010, 3 vols, Vol I, pp. 27-102.
[22] Véase: Manuel García Morente, El hecho extraordinario, Introducción de Manuel Guerra Gómez; Epílogo de José Mª Montiu de Nuix y Eudaldo Forment Giralt, Madrid, Homo Legens, 2018.
[23] Santo tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 156.
[24] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 95, a. 1, in c.
[25] Ídem, suma contra los gentiles, III, c. 157.
[26] ÍDEM, Suma teológica, I-II, q. 109, a. 7, in c.
[27] Cf. Ibíd., I-II, q. 85, a. 3, in c.
[28] Ibíd., I-II, q. 109, a. 7, in c.
[29] Ibíd., I-II, q. 81, a. 3, ad 2.
[30] Ibíd., I-II, q. 109, a. 7, ad 1.
[31] Ibíd., I-II, q. 109, a. 7, in c.
[32] Ibíd., I-II, q. 109, a. 7, ad 3.
[33] Ibíd., I-II, q. 109, a. 7, ad 2.
[34] Ibíd., I-II, q. 109, a. 7, in c.
[35] Íbíd., I-II, q. 109, a. 10, ob. 3.
[36] Ibíd., I-II, q. 109, a. 10, in c.
[37] Ibíd., I-II, q. 109, a. 10, ad 3.
[38] Ibíd., I-II, q. 109, a. 10, in c.
[39] John H. Newman, Perseverancia en la gracia, en ÍDEM,  Discursos sobre la fe, Madrid, Rialp. 2000,   pp. 139-156, p. 143.
[40] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica,  II-II, q. 137, a. 4., in c.
[41] John H. Newman, Perseverancia en la gracia, op. cit., p. 142.
[42] Ibíd., p. 143.
[43] Ibíd., p. 144.
[44] Ibíd., pp. 143-144.
[45] Ibíd., p. 144.
[46] Ibíd., p. 139.
[47] Ibíd,, p. 149.
[48] Ibíd., p. 146.
[49] Ibíd., p. 147.
[50] 1 Pedr 5, 8.
[51]John H. Newman, Perseverancia en la gracia, op. cit.,  pp. 152-153.                                                              
[52] Ibíd., p. 149.
[53] Ibíd., p. 155.
[54] Ibíd., pp. 154-155.
[55] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 155.
[56] San Agustín, El don de perseverancia, c. 13, n. 33.
[57] Ibíd., c. 8, n. 16.
[58] Ibíd., c. 8, n. 17.
[59] Ibíd., c. 8, n. 18.

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