–Abusos, quejas,
protestas, denuncias…
–Indios y españoles
tenían que confesar juntos: «pecador me concibió mi madre» (Sal 50).
–UNA MISIÓN GRANDIOSA, PERO MUY DIFÍCIL
Dios encomienda a España el
descubrimiento, conquista, civilización y sobre todo evangelización de América.
Una misión semejante es una de las obras históricas más buenas, bellas y
estimulantes que pueda haber. Pero, como en seguida veremos, es una obra muy
difícil y presenta problemas estratégicos, sanitarios, morales, jurídicos, etc.
de enorme volumen. Y para los cuales apenas hay precedentes (buenos o malos) de
los que aprender o corregir… La obras muy muy difíciles suelen hacerse mal,
sobre todo al principio.
Pero, como también veremos, siempre el Señor providente y misericordioso
asiste con su gracia a quienes envía, para que puedan cumplir dignamente su
servicio. Está claro –y aún más claro en cuestiones tan complejas y
arduas– que sin la ayuda de Dios no podemos nada
(Jn 15,5). E igualmente verdadero y cierto es que «todo
lo podemos en Aquél que nos conforta» (cf. Flp 4,13). De
ambas verdades tuvieron experiencias muy profundas los españoles, portugueses y
otros que se entregaron a tan formidable misión.
* * *
–EL TERRIBLE ACABAMIENTO DE LOS INDIOS
Se remediaron algunos de los
abusos más patentes de la primera hora, pero las cosas seguían estando muy mal.
De los 100 o 200.000 indígenas, o quizá un millón, de La Española, sólo
quedaban en 1517 unos 10.000. En los años siguientes, aunque no en proporciones
tan graves, se produjo un fenómeno análogo en otras regiones de las Indias.
¿Cómo explicarlo? No puede acusarse simultáneamente a los españoles de asesinos y de explotadores
de los indios, pues ningún ganadero mata por sadismo el ganado que está
explotando. Tuvo que haber, además de los trabajos excesivos, de los malos
tratos y de las guerras –que fueron pocas y breves–, otras causas… Y las hubo.
Por una parte, la población
nativa americana, antes de la llegada de los españoles, experimentaba una
disminución muy grave. Un equipo norteamericano, dirigido por los profesores
Richard H. Steckel y Jerome C. Rose (The Backbone of History, Cambridge
University Press), documenta «un triste panorama de
pésima salud por todo el continente, en declive mucho antes de 1492». Las
«poblaciones nativas estaban cayendo en picado
desde muchos siglos antes de la conquista […] El momento óptimo en la salud de
los nativos americanos se remonta a mil años antes de la llegada de los
pioneros españoles. A partir de entonces, no hay más que una espiral de miseria
y enfermedad». Los profesores del estudio aludido atribuyen «en gran parte el pésimo panorama de salud entre las
poblaciones precolombinas al inicial desarrollo de la agricultura y a los
asentamientos urbanos», que obraron como espada de doble filo.
EPIDEMIAS Y PESTES
Por otra
parte, hace tiempo se sabe que el pavoroso
declive demográfico de los nativos se debió principalmente a las pestes,
a la total vulnerabilidad de los indios ante agentes patógenos allí
desconocidos (cf. La Cierva, Gran Hª 517). El mexicano José Luis Martínez, en
su reciente libro Hernán Cortés, escribe que el «choque
microbiano y viral, según Pierre Chaunu, fue responsable en un 90% de la caída
radical de la población india en el conjunto entonces conocido de América»
(19).
Por lo
demás, no se conoce bien cuánta
población tenía América en tiempos del descubrimiento. Rosenblat calcula
que en las Indias había «al tiempo de la Conquista
13.385.000 habitantes. Pues bien, cuarenta años después, en 1570, ella se había
reducido a 10.827.000» (Zorrilla, Gestación 81). Otros autores, como
José Luis Martínez, siguiendo a Borah, Cook o Simpson, del grupo de Berkeley,
dan cifras muy diversas, y consideran que el número
«de 80 millones de habitantes en 1520 descendió a 10 millones en 1565-1570»
(Cortés 19). Son enormes las diferencias entre los cálculos, pero sí hay
actualmente coincidencia en ver las epidemias como la causa principal del trágico
despoblamiento de las Indias, pues caídas demográficas semejantes se
produjeron también entre los indios sin acciones bélicas: «Tal es el caso, escribe Alcina, de la Baja California
que, entre los años 1695 y 1740, pierde más del 75 por 100 de su población, sin
que haya habido acción militar de ningún género» (Las Casas 54; +N.
Sánchez-Albornoz, AV, Historia de AL 22-23).
Concretamente, el efecto de las epidemias en México, al llegar los españoles,
fue ya descrito por el franciscano Jerónimo
de Mendieta, a fines del XVI, cuando da cuenta de las siete plagas
sucesivas que abrumaron a la población india (Historia ecl. indiana
IV,36). La primera, concretamente, la de 1520, fue de viruela, y «en algunas provincias murió la mitad de la gente».
De esa misma plaga leemos en las Crónicas indígenas: «Cuando se fueron los españoles de México [tras su primera
entrada frustrada] y aun no se preparaban los españoles contra nosotros se
difundió entre nosotros una gran peste, una enfermedad general… gran
destruidora de gente. Algunos bien les cubrió, por todas partes [de su cuerpo]
se extendió… Muchas gentes murieron de ella. Ya nadie podía andar, no más
estaban acostados, tendidos en su cama. No podía nadie moverse… Muchos
murieron de ella, pero muchos solamente de hambre murieron: hubo muertos por el
hambre: ya nadie tenía cuidado de nadie, nadie de otros se preocupaba… El
tiempo que estuvo en fuerza esta peste duró sesenta días» (León-Portilla,
Crónicas 122; +G. y J. Testas, Conquistadores 120).
De todos
modos, en los comienzos y también después, la despoblación angustiosa de los indios en toda América, aunque debida
sobre todo a las epidemias, tuvo otras graves causas: el trabajo duro y
rígidamente organizado, al que los indios apenas se podían adaptar; la
malnutrición sufrida con frecuencia por la población indígena a consecuencia
de requisas, de tributos y de un sistema de cultivos y alimentación muy
diversos a los tradicionales; los desplazamientos forzosos para acarreos, expediciones
y labores; el trabajo en las minas; las incursiones bélicas de conquista y los
malos tratos, así como las guerras que la presencia del nuevo poder hispano
ocasionó entre las mismas etnias indígenas; la caída en picado del índice de
natalidad, debido a causas biológicas, sociales y psicológicas…
Sin embargo, el pretendido genocidio de los indios en la América hispana
es falso. Lo sabemos
por la historia, y podemos comprobarlo en el presente. En el norte de América
es donde los indígenas fueron prácticamente exterminados. De hecho, quedan muy
pocos.
Actualmente, en Canadá, el 98%
de la población es de origen europeo y el 2% restante es aborigen. En Estados
Unidos el 88% es de procedencia europea, y un 12% de origen indio, negro o
asiático. Por el contrario, en los pueblos americanos unidos a España estos
porcentajes son muy diferentes. En muchos de ellos la mayoría de la población
desciende de los indígenas primitivos, con más o menos proporción de mestizaje.
Los extraños
son muchos menos que en la América no hispana. En México hallamos, p.
ej., un 15% de origen europeo y criollo; en Honduras, un 11% europeos; en
Paraguay, un 5% europeos; etc. Es cierto que hay excepciones, como el Uruguay,
la república más blanca de Iberoamérica; pero ello es debido a que,
después de la independencia, los indomables indios charrúas fueron exterminados
sistemáticamente.
* * *
–UN CLAMOR CONTINÚO DE PROTESTAS
La acción de España en las Indias fue ciertamente mejor que la realizada
por otras potencias en el Brasil o en el Norte de América, o por la desarrollada
modernamente por los europeos en Africa o en Asia. Sin embargo, hubo en ella,
sobre todo en los primeros años, muchos crímenes y abusos. Pues bien, esos excesos provocaron en el mundo hispano una autocrítica continua que no tiene tampoco
comparación posible en ninguna otra empresa imperial o colonizadora de
la historia pasada o del presente. Por eso, al hacer memoria de los hechos de
los apóstoles de América, es de justicia que, al menos brevemente, recordemos las innumerables voces que se alzaron en defensa
de los indios, y que consiguieron
más o menos su bien, evitando muchos males o aliviándolos.
Los Reyes Católicos, cortando en seco ciertas ideas esclavistas de Colón o reprochando
acerbamente a Ovando su acción de Xaraguá, van a la cabeza del indigenismo
procurador de los derechos humanos. De las innumerables denuncias formuladas al
Rey o al Consejo de Indias por representantes de la Corona en las Indias,
recordaremos como ejemplo aquella carta
que Vasco Núñez de Balboa, en 1513, escribe al Rey desde el Darién,
quejándose del mal trato que los gobernadores Diego de Nicuesa y Alonso de
Hojeda daban a los indios, que «les parece ser
señores de la tierra… La mayor parte de su perdición ha sido el maltratamiento
de la gente, porque creen que desde acá una vez los tienen, que los tienen por
esclavos» (Céspedes, Textos n.18). Es cierto que las denuncias sobre abusos en las Indias fueron
formuladas sobre todo por los misioneros, pero también por laicos.
LAS GRAVES DENUNCIAS DE LOS RELIGIOSOS
Volvemos a los comienzos de la
presencia de España en América.
El primer domingo de Adviento
de 1511 en Santo Domingo, el dominico fray Antonio de Montesinos, con el apoyo de su comunidad, predicó un sermón tremendo, que resonó en la pequeña
comunidad de españoles como un trueno, pues en él denunciaba con acentos apocalípticos
–no era para menos– los malos tratos que estaban sufriendo los indios: «¿Éstos no son hombres? ¿Con éstos no se deben guardar y
cumplir los preceptos de caridad y de la justicia? ¿Éstos no tenían sus tierras
propias y sus señores y señoríos? ¿Éstos hemos ofendido en algo? ¿La ley de
Cristo, no somos obligados a predicársela y trabajar con toda diligencia de
convertirlos?… Todos estáis en pecado mortal, y en él vivís y morís, por la
crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes».
A estas
exhortaciones y reprensiones morales gravísimas –que no serían del todo nuevas
para los oyentes– y muy tempranas (1511), añade Montesinos una cuestión casi
más grave: «Decid, ¿con qué derecho y con qué
justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios?». Las
Casas, también dominico, nos cuenta de Montesinos que «concluido
el sermón, bájase del púlpito con la cabeza no muy baja»… (Céspedes, Textos
n.15).
Denuncias como ésta hubo
muchas. Ya desde los primeros años de la conquista, que es cuando los abusos
se produjeron con más frecuencia, las voces de protesta fueron continuas en
todas las Indias. Así, a finales del XV, llegaron a España las acusaciones de
los franciscanos belgas Juan de la
Deule y Juan Tisin (La Cierva,
Gran Hª 523). En 1511,
como vimos, explotó el sermón de Montesinos.
En 1513, fray Matías de Paz,
catedrático de Salamanca, escribe Del dominio de
los reyes de España sobre los indios,
denunciando el impedimento que los abusos ponen a la evangelización, y afirmando
que jamás los indios «deben ser gobernados con
dominio despótico» (Céspedes, Textos 31). José Alcina Franch hace
un breve elenco de varias intervenciones semejantes (Las Casas 29-36).
El dominico fray Vicente Valverde,
en 1539, escribe al Rey desde el
Cuzco acerca de los abusos sufridos por los indios «de
tantos locos como hay contra ellos», y le refiere cómo «yo les he platicado muchas veces diciendo cómo Vuestra
Majestad los quiere como a hijos y que no quiere que se les haga agravio alguno».
En 1541, también desde
el Cuzco, el bachiller Luis de Morales
dirige al Rey informes y reclamaciones semejantes. También son de 1541 las graves denuncias que el
franciscano fray Toribio de Benavente,
Motolinía, hace en su Historia de los
indios de la Nueva España, contra los abusos de los españoles, sobre
todo en los inicios de su presencia indiana, aunque también los defiende con
calor de las difamaciones procedentes del padre Las Casas.
LA SOLICITUD DE LOS OBISPOS MISIONEROS
Podemos tomar en esto, como
ejemplo significativo, la actitud de
los obispos de Nueva Granada (Colombia-Venezuela), región que, como
veremos más adelante, fue conquistada con desorden y mal gobernada en la
primera época.
El primer
obispo de Santa Marta, de 1531, fue el dominico fray Tomás Ortiz, cuya enérgica posición indigenista es tanto más notable
si se tiene en cuenta su relación de 1525 al emperador Carlos, en la que
informa que aquellos indios «comen carne humana y
[son] sodométicos más que generación alguna… andan desnudos, no tienen amor ni
vergüenza, son como asnos, abobados, alocados, insensatos» (Egaña, Historia
15). Este obispo, que fue primer protector de los indios en Nueva Granada,
escribe a la Audiencia de La Española, denunciando los atropellos cometidos en
una entrada,
que dejó a los indios «escandalizados y alborotados
y con odio a los cristianos». Su sucesor, el franciscano Alonso de
Tobes, se enfrentó también duramente a causa de los indios con el gobernador
Fernández de Lugo.
El nuevo obispo,
desde 1538, Juan Fernández de Angulo,
en 1540 escribe con indignación al rey, y Las Casas hace un extracto de la
carta en la Destrucción: «En estas partes no hay cristianos, sino demonios; ni
hay servidores de Dios ni del rey, sino traidores a su ley y a su rey». Los
indios están tan escandalizados que «ninguna cosa
les puede ser más odiosa ni aborrecible que el nombre de cristianos. A los
cuales ellos, en toda esta tierra, llaman en su lengua yares, que quiere
decir demonios; y sin duda ellos tienen razón… Y como los indios de
guerra ven este tratamiento que se hace a los de paz, tienen por mejor morir
de una vez que no muchas en poder de cristianos».
En 1544,
fray Francisco de Benavides,
obispo de la vecina Cartagena de Indias, tercer protector de los indios en
Nueva Granada, comunica al Consejo de Indias: «Yo
temo que las Indias han de ser para que algunos no vayamos al Paraíso. Y la
causa más principal es que no queremos creer que lo que tomamos a los indios de
más de lo tasado, somos obligados a restituirlo».
En 1547,
fray Martín de Calatayud, jerónimo
obispo de Santa Marta y cuarto protector de los indios en Nueva Granada, estima
que por entonces no hay posibilidad de evangelizar aquellos indios, «por ser de su natural de los más diabólicos de todas
las Indias, y, sobre todo, por el mal tratamiento que les han hecho los pasados
cristianos… tomándoles por esclavos y robándoles sus haciendas». Él,
personalmente, renuncia a su protectoría en protesta de tantos abusos de los
españoles (Egaña 16,17).
En 1548, el
vecino obispo de Popayán, el protector de los indios Juan del Valle, se manifiesta también en muy fuertes términos pro
indigenistas. En 1550 el dominico fray Domingo
de Santo Tomás, obispo de Charcas, autor de un Vocabulario y de una
Gramática de la lengua general de los indios
del Reyno del Perú (1560), escribe al Rey una carta terrible «acerca de la desorden pasada desde que esta tierra en
tan mal pie se descubrió, y de la barbarería y crueldades que en ella ha habido
y españoles han usado, hasta muy poco a que ha empezado a haber alguna sombra
de orden…; desde que esta tierra se descubrió no se ha tenido a esta miserable
gente más respeto ni aun tanto que a animales brutos» (Egaña, Historia
364).
Por otra parte, era
especialmente en el sacramento de la
confesión donde las conciencias de los cristianos en las Indias, fueran
españoles o indios, recibían iluminación, corrección y juicio. De ahí la
importancia que para la defensa de los indios y la promoción de su bien por los
hispanos tuvieron obras como la del primer arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loayza, publicada en
1560, Avisos breves para todos los confesores de
los Reynos del Perú (Olmedo, Loaysa,
Apénd. IV). O entre 1560 y 1570 las Instrucciones
de los padres dominicos para confesar conquistadores y encomenderos.
MÁS DENUNCIAS
Fueron muy numerosas las denuncias de los
abusos en las Indias a través de libros y panfletos, relaciones y
cartas, destacando aquí la enorme obra escrita por el padre Las Casas, de la
que en el próximo artículo nos ocuparemos. Recuerdo algún otro ejemplo.
En 1542 el
letrado Alonso Pérez Martel de Santoyo,
asesor del Cabildo de Lima, envía a España una Relación sobre los casos y
negocios que Vuestra Majestad debe proveer y remediar para estos Reinos del
Perú. En sentido semejante va escrita la Istoria
sumaria y relación brevíssima y verdadera
(1550), de Bartolomé de la Peña.
De esos años es también La Destruyción del Perú,
de Cristóbal de Molina o quizá
de Bartolomé de Segovia. En 1556, un conjunto de indios notables de México, entre ellos el hijo de Moctezuma II,
escriben a Felipe II acerca de «los muchos agravios
y molestias que recibimos de los españoles», solicitando que Las Casas
sea nombrado su protector ante la Corona. En 1560 fray Francisco de Carvajal escribe Los
males e injusticias, crueldades, robos y disensiones que hay en el Nuevo Reino
de Granada. También en defensa de
los indios está la obra del bachiller Luis
Sánchez Memorial sobre la despoblación y
destrucción de las Indias, de 1566.
Esta autocrítica
se prolonga en la segunda mitad del XVI, como en el franciscano Jerónimo de Mendieta (Historia eclesiástica indiana, 1596, p.ej.,
IV,37), y todavía se prolonga en el siglo XVII, en obras como el Memorial segundo, de fray Juan de Silva (Céspedes, Textos
n.70); la Sumaria relación en las cosas de Nueva
España, de Baltasar Dorantes de Carranza; la Monarquía indiana de
fray Juan de Torquemada; la Historia
general de las Indias Occidentales, de fray Antonio de Remesal; el Libro segundo de la Crónica Miscelánea,
de fray Antonio Tello; o
los escritos de Gabriel Fernández
Villalobos, marqués de Varinas, Vaticinios
de la pérdida de las Indias, Desagravio de los indios y reglas precisamente
necesarias para jueces y ministros, y Mano
de relox que muestra y pronostica la ruina de América.
* * *
–EL PODER BENÉFICO DE LA CORONA ESPAÑOLA
Puede decirse, pues, que durante el siglo XVI la autocrítica hispana
sobre la acción en las Indias fue continua, profunda, tenida en cuenta
en las leyes y hasta cierto punto en las costumbres. Y esto nos lleva a
considerar una realidad muy notable. Llama la atención que obras tan incendiarias como algunas de las citadas,
no tuvieran dificultad alguna con
la censura, en una época, como el XVI, en que cualquier libro sospechoso
podía ser secuestrado, sin que ello produjera ninguna reacción popular
negativa. Más aún, fueron hechos Obispos no
pocos pastores y religiosos denunciantes.
La Inquisición, iniciada en la Iglesia a principios del siglo XIII,
fue implantada en Castilla en 1480, y no estuvo ociosa. En el Nuevo Mundo, los
indios neocristianos no estaban sometidos a ella; pero sí los españoles. Sin
embargo, los autores más detractores de la obra de España en América, como Las
Casas, no solamente no fueron perseguidos por la Inquisición en sus escritos,
sino que con relativa frecuencia recibieron promociones a altos cargos reales o episcopales. Las Casas fue
Protector de los indios y elegido Obispo de Chiapas. Toda su vida gozó del
favor del Rey y del Consejo de Indias.
Con razón, pues, han observado
muchos historiadores que el hecho de que las máximas autoridades de la Corona y
de la Iglesia permitieran sin límite alguno la proliferación de esta literatura
de protesta –a veces claramente difamatoria, como en ocasiones la de Las
Casas–, es una prueba patente de que, tanto en los que protestaban como en las
autoridades que toleraban las acusaciones, había una sincera voluntad de llegar en las Indias a una vida justa y
noble, conforme con las enseñanzas de Cristo.
En España, las Cortes Generales se hacen eco de todas
estas voces, y en 1542, reunidas en
Valladolid, elevan al emperador esta petición: «Suplicamos
a Vuestra Majestad mande remediar las crueldades que se hacen en las Indias
contra los indios, porque de ello será Dios muy servido y las Indias se
conservarán y no se despoblarán como se van despoblando» (Alcina 34).
Si exploramos la España de
aquella época, concluimos que no hubo miedo a la verdad en la cuestión de las
Indias, sino búsqueda apasionada de la misma, y que se produjeron grandes
formulaciones doctrinales y eficaces medidas pastorales que fueron superando
muchos males. Lo comprobaremos, Dios mediante, en el próximo artículo.
José María Iraburu, sacerdote
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