Caminad al encuentro de Cristo: sólo Él es la solución a todos vuestros problemas.
Amar a
Dios sobre todas las cosas es además el secreto para conseguir la felicidad
incluso ya en esta vida. No busquéis la felicidad en el placer, en la posesión
de bienes materiales, en el afán de dominio. Se es feliz por lo que se es, no
por lo que se tiene: la felicidad está en el corazón, está en amar, está en
darse por el bien de los demás sin esperar nada a cambio.
Si el
hombre quiere encontrar el modo de saciar su sed de felicidad que le quema las
entrañas, es hacia Cristo hacia donde debe orientar sus pasos.
Solamente
si volvéis a Cristo, hallaréis paz para vuestras conciencias perturbadas y
reposo para vuestras almas angustiadas.
Cristo es
el único que puede dar sentido a nuestra vida. En Él se encuentra la paz, la
serenidad, la liberación completa, porque Él nos libera de la esclavitud
radical, origen de todas las demás, que es el pecado, e inspira en los
corazones el ansia de la auténtica libertad, que es el fruto de la gracia de
Dios que sana y renueva lo más íntimo de la persona humana.
¿Hacia
dónde va el hombre peregrino por el camino del mundo y de la historia? Creo
que, si prestásemos atención a las respuestas, decididas o vacilantes,
esperanzadas o dolorosas, que tales preguntas suscitan en cada persona – no
solamente en este país, sino también en otras regiones de la tierra -,
quedaríamos sorprendidos con la identidad sustancial que hay entre ellas. Los
caminos de los hombres son, frecuentemente, muy diferentes entre sí, los
objetivos inmediatos que se proponen presentan normalmente características no
sólo divergentes, sino a veces hasta contrarias. Y sin embargo, la meta última
hacia la que todos indistintamente se dirigen es siempre la misma: todos buscan
la plena felicidad personal en el contexto de una verdadera comunión de amor.
Si tratarais de penetrar hasta en lo más profundo de vuestros anhelos y de los
anhelos de quienes pasan por vuestro lado, descubriríais que es ésta la
aspiración común de todos, ésta la esperanza que, después de los fracasos,
resurge siempre en el corazón humano, de las cenizas de toda desilusión.
Nuestro
corazón busca la felicidad y quiere experimentarla en un contexto de amor
verdadero. Pues bien; el cristiano sabe que la satisfacción auténtica de esta
aspiración sólo se puede encontrar en Dios, a cuya imagen el hombre fue creado.
«Nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en Ti.»
Cuando
Agustín, de vuelta de una tortuosa e inútil búsqueda de la felicidad en toda
clase de placer y de vanidad, escribía en la primera página de sus Confesiones
estas famosas palabras, no hacía sino dar expresión a la exigencia esencial que
surge de lo más profundo de nuestro ser.
El mundo
donde vivimos está sacudido por diferentes crisis, entre ellas, una de las más
peligrosas es la pérdida del sentido de la vida. Muchos de nuestros
contemporáneos han perdido el verdadero sentido de la vida y lo buscan en
sucedáneos, como el desenfrenado consumismo, la droga, el alcohol o el
erotismo. Buscan la felicidad, pero el resultado es siempre una profunda
tristeza, un vacío del corazón y muchas veces la desesperación. ¿Cómo vivir la
propia vida para no perderla? ¿Sobre qué fundamento edificar el propio proyecto
de existencia? Jesucristo se nos presenta como la respuesta de Dios a nuestra
búsqueda, a nuestras angustias. Él dice: «Yo soy el
pan de la vida, capaz de saciar toda hambre; Yo soy la luz del mundo, capaz de
orientar el camino de todo hombre; Yo soy la resurrección y la vida, capaz de
abrir la esperanza del hombre a la eternidad.» Ciertamente no es fácil
seguir a Cristo, no es fácil arriesgar por Él toda la propia vida, pero precisamente
en esta capacidad de riesgo reside la nobleza y la grandeza del hombre. No nos
arriesgamos en el vacío, sobre la nada; nos arriesgamos en Jesucristo y en su
Evangelio; nos arriesgamos en el amor desinteresado a los hermanos.
La
consecución de la felicidad exige, por tanto, también una rigurosa ascética
personal que se proponga poner orden en el ser humano. Es una trágica mentira
enseñar al hombre que la felicidad pueda, o incluso deba, alcanzarse mediante
el abandono a las inclinaciones del instinto, sin ninguna renuncia, puesto que
es un trágico error confundir la felicidad con el placer o con la utilidad. ¿No
está este trágico error en la base de tanta desesperación, de tanto
aburrimiento, de la vida que demasiado a menudo podemos constatar sobre todo en
los espíritus juveniles?
Decidles
que la fe y la felicidad no se excluyen mutuamente, sino que son distintos
nombres dados a una misma meta. Pues la fe se le revela al hombre para su
felicidad! Y una felicidad que se busca lejos de la palabra evangélica no será
capaz de mantener sus promesas.
Decidles
que la fe está al servicio de la vida, a la que da un sentido en sus diversas
expresiones de amor, dolor, trabajo, estudio, compromiso familiar y social,
búsqueda de la paz y de la solidaridad entre los pueblos.
Quizá
algunos de vosotros habéis conocido la duda y la confusión; quizá habéis
experimentado la tristeza y el fracaso cometiendo pecados graves.
Éste es
un tiempo de decisión. Ésta es la ocasión para aceptar a Cristo: aceptar su
amistad y su amor, aceptar la verdad de su palabra y creer en sus promesas;
reconocer que su enseñanza nos conducirá a la felicidad y finalmente a la vida
eterna.
El
conocimiento de Jesús es el que rompe la soledad, supera las tristezas y las
incertidumbres, da el significado auténtico a la vida, frena las pasiones,
sublima los ideales, expande las energías en la caridad, ilumina en las
opciones decisivas.
Sencillamente,
sin palabras, presentadle vuestro sufrimiento. Es demasiado pesado para que lo
llevéis vosotros solos. Con Él, si le abrís vuestro corazón, vuestro lugar de
reclusión podrá generar una nueva visión de la existencia, una transformación
benéfica de vuestro temperamento y, en algunos, Un descubrimiento del verdadero
rostro de Dios. Queridísimos hermanos y hermanas: la peor de las prisiones
sería un corazón cerrado y endurecido, y el peor de los males, la
desesperación.
Os deseo
la esperanza. La pido y la seguiré pidiendo al Señor para todos vosotros: la
esperanza de volver a ocupar un lugar normal en la sociedad, de encontrar de
nuevo la vida en familia y, ya desde ahora, de vivir dignamente, esforzándoos
por crear entre todos vosotros, que compartís el dolor, un poco más de
justicia, de espíritu fraterno, de apoyo amistoso. En una palabra, os deseo que
realicéis el plan del Señor que os ha llamado a la existencia. Pues Él nunca
pierde la esperanza en sus criaturas.
«Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto. » También vosotros, jóvenes, estáis llamados a
mantener vuestra fe en un solo Dios, en medio de tantas propuestas de
idolatría. ¡No os entreguéis a los ídolos modernos! No renunciéis a lo más
valioso de vuestra existencia, que es vuestra identidad cristiana! Mantened
firme vuestra adhesión al Señor Dios, el único adorable, el único dueño de la
vida y de la muerte, el que da plenitud de sentido a nuestra peregrinación por
la tierra y nuestra actividad humana!
¡Nada es
digno de adoración fuera de Dios, nada es absoluto fuera de Él! Ni la riqueza,
ni los placeres, ni la ciencia, ni la tecnología, ni la fama, ni el prestigio,
ni las utopías políticas pueden convertirse en valor supremo.
Sólo Dios
es capaz de saciar la sed de vuestros corazones: «Al
Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás. »
Me
gustaría encontrarme a solas con cada uno, en el momento de estas preguntas, y
conversar: oír y responder. No siendo esto posible, como amigo y como «más viejo», como quien ya hizo la confrontación
de sí mismo con «la voluntad de Dios» y cree
en su «amor de Padre», quiero dejar a todos
mi testimonio: el testimonio de lo que yo considero la cosa más importante para
los hombres, mis hermanos.
Partiendo
de la certeza de que vuestra mayor fuerza está en ser personas, en ser personas
al lado de otras personas y de poder realizar juntos cosas estupendas, mi
testimonio es éste: sólo en Dios encuentran fundamento sólido los valores
humanos; y sólo en Jesucristo, Dios y Hombre, se vislumbra una respuesta al
problema que cada persona constituye para sí misma. Él es el Camino, la Verdad
y la Vida para todos los hombres.
Formulad
al divino Maestro, con seriedad y disponibilidad sincera, la pregunta: «Qué quieres que haga? ¿Qué proyecto tienes para mí? ¿De
qué modo puedo responder a lo que la Iglesia me pide?» El Señor no os
dejará sin respuesta en lo profundo de vuestro corazón; lo hará en el momento
propicio y providencial.
Jesús
tiene la respuesta a estos interrogantes nuestros; Él puede resolver la
«cuestión del sentido» de la vida y de la historia del hombre.
¡Escuchad
la voz de Cristo! Cada uno de vosotros ha recibido de Él una llamada. Cada uno
de vosotros tiene un nombre que sólo Él conoce. La juventud es la edad en la
que se busca descubrir la propia identidad para proyectar el futuro. Dejaos
guiar por Cristo en la búsqueda de lo que puede ayudar a realizaros plenamente.
Juan Pablo II
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