La conciencia es el
núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está a solas con Dios,
cuya voz resuena en lo más íntimo de ella.
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
PREGUNTA
Muchas
personas me han consultado sobre la conciencia. Algunas de ellas explícitamente
me han dicho que vivían en una situación de pecado (en concubinato, adulterio y
otros vicios) pero que, al mismo tiempo, notaban cierta falta de
remordimiento por su estado que los preocupaba; la pregunta en ese caso podría
resumirse así: “¿se me ha dormido la conciencia?”. En
otros casos el problema rondaba más bien por la conciencia escrupulosa; por
ejemplo, una de estas personas decía: “tengo una
conciencia algo escrupulosa que me empuja a alejarme de los sacramentos porque
así vivo aparentemente más tranquilo (ya llevo más de veinte años sin recibir
la comunión ni confesarme porque siempre que lo hacía igualmente me daba la
impresión de seguir en pecado); ¿qué me aconseja hacer para formar mi
conciencia?”. Finalmente, algunos han hecho preguntas más generales,
queriendo informarse mejor sobre este tema tan importante; la más amplia de las
consultas proviene de un profesor de religión y reza como sigue: “Quiero saber sobre la conciencia y cómo debe ser
educada, también qué papel juega en ella la moral y los valores”.
RESPUESTA
Tomo pie de todas ellas, para exponer los principios generales de la conciencia moral.
Tomo pie de todas ellas, para exponer los principios generales de la conciencia moral.
1. ALGUNOS ERRORES SOBRE LA
CONCIENCIA
Se pueden señalar fundamentalmente dos errores sobre la
conciencia, que observamos a veces entre la gente común, pero sobre todo
defendidos por algunos filósofos e incluso teólogos.
(a) Sobre la naturaleza de
la conciencia
El primer error consiste en entender la conciencia como una
especie de facultad autónoma, independientemente de la inteligencia. En
realidad la conciencia es un acto y no una facultad. En efecto, para explicar
su función no hace falta suponer en el hombre una facultad distinta de la
inteligencia. Pablo VI, hablando de la conciencia psicológica ha dicho que “es una especie de vigilancia sobre nosotros mismos; es
un mirar en el espejo de la propia fenomenología espiritual, la propia personalidad;
es conocerse, y, en cierto modo llegar a ser dueño de sí mismo” 1.
La conciencia moral es ese mismo conocerse pero respecto de la moralidad de
esos actos: del bien y del mal de nuestros actos pasados, presentes y futuros
(los que planeamos). Las ideas de la conciencia que divulgan en nuestro tiempo
muchas corrientes inspiradas en la New Age, hacen de la conciencia una especie
de superfacultad, en algunos casos separada de todo hombre, concebida a modo de
“alma del mundo” o “conciencia
cósmica” o “universal”, que ni es
Dios ni nada que en el fondo pueda definirse. Tampoco es exacta verla como hace
Häring, tratando también de hacerse eco de la visión “holistica”
en la que tanto insiste la New Age: “Habita tanto
en el entendimiento como en la voluntad y es una fuerza dinámica en ambos, ya
que la inteligencia y la voluntad pertenecen, juntas, al campo más profundo de
nuestra vida psíquica y espiritual” 2.
(b) Conciencia creadora
Un segundo desacierto es atribuir a la conciencia la función
de crear los valores morales, es decir, el determinar lo que está bien y lo que
está mal. Advertía Juan Pablo II contra este equívoco: “Las
tendencias culturales… que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y
exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa»
de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y
de su magisterio” 3.
Lamentablemente, el Pontífice no hablaba de corrientes ajenas
a la Iglesia sino de posiciones enseñadas por moralistas “católicos”. Por ejemplo, B. Häring habla de la “cualidad creativa de la conciencia”, como algo
superior a lo que él llama conocimiento abstracto y sistemático 4.
Esto, traducido en lenguaje comprensible para los “no
iniciados” significa lisa y llanamente que es el hombre quien en última
instancia debe decidir cómo obrar en cada circunstancia concreta,
sirviéndose sólo de modo ilustrativo de cuanto enseña la filosofía,
la tradición, el magisterio y el mismo evangelio, etc. De este modo, un acto o comportamiento
sería bueno si ha sido decidido “en conciencia”; pero
la expresión “en conciencia” no significa
aquí, como para la sana tradición filosófica, “después
de haber visto qué es lo que Dios quiere (lo que muchas veces ya está expresado
en sus mandamientos, en la revelación y en el magisterio auténtico de la
Iglesia) y la naturaleza de las cosas exige” sino solamente en una
especie de “resolución prometeica”: pura
determinación de la voluntad del individuo en contra (o al menos, con total
independencia) del querer de Dios y de la naturaleza de las cosas. Juan Pablo
II ha notado en su encíclicaVeritatis splendor que a esto responde el
mismo cambio de lenguaje que se ha operado entre la gente común: a los actos de
la conciencia no se los llama ya “juicios” sino
“decisiones” 5; en efecto,
el juicio implica una comparación respecto de una norma (se juzga si algo está
bien o mal, según que se adapte o no con una norma superior); en la decisión,
en cambio, soy yo quien sentencia el valor que tendrán las acciones. Esta
concepción, lastimosamente, quiebra la función de la inteligencia como “lugar” donde el hombre encuentra la luz de Dios
que ilumina su obrar 6.
De aquí se sigue que, cuando se exige “libertad de conciencia”, lo que se pide, con frecuencia, no es
respeto por aquello que vemos sinceramente que Dios (a través de las vías que
tiene para mostrar su voluntad al hombre: naturaleza, revelación, magisterio)
quiere de nosotros, sino el “derecho” de
decidir lo que a cada uno le parece bien, y obrar en consecuencia. Muy
semejante a la tentación del Paraíso: el pecado de Adán y Eva —a tenor del
relato bíblico— consistió en el querer determinar por su propia cuenta el bien
y el mal de sus actos, sin importarle la voluntad objetiva de Dios.
(c) La conciencia, último
juez absoluto
Un tercer error que podemos señalar es el de quienes hacen de
la conciencia el último juez absoluto. Es la consecuencia lógica del error
anterior. Si la verdad objetiva (natural o revelada) juega un papel fundamental
en la determinación de lo que está bien y de lo que está mal, entonces el
último juez es la verdad objetiva, y nuestra conciencia debe, ante todo, buscar
y descubrir esa verdad y adecuarse con ella. Pero si no es así; si nuestra
conciencia es independiente de la realidad objetiva de las cosas y de las leyes
divinas y humanas, entonces, cada uno de nosotros es su propio juez. En
filosofía esto se denomina “justificación absoluta
de la conciencia errónea”. Lo cual se dice pronto y fácilmente, pero
¿quién es capaz de medir las consecuencias de esta falsificación de las ideas?
Recomiendo vivamente la lectura de la novela de Dostoievski “Crimen y castigo” para ver cuáles son los finales
de tales principios. Si no se puede acceder a esta obra, puede tenerse una
visión aproximada leyendo la crónica policial de cualquiera de los diarios de
esta mañana. Después nos quejamos cuando escuchamos al machista que justifica
su crimen diciendo “la maté porque era mía”.
Este no es más que un caso de “conciencia-juez
supremo” (uno de todos los que día a día elaboran las mentes de personas
que no pasan por malevos sino por honrados ciudadanos… de este mundo).
Así y todo, esto es lo que enseña, por ejemplo, el ya citado
Häring, cuando escribe que, en caso de conflicto entre la razón humana (que es
falible, recordamos nosotros) y las leyes divinas (que son infalibles,
recordamos nuevamente nosotros) … ¡hay que dar el privilegio a la razón
humana! 7
A propósito de una discusión sobre el tema, y ante alguno que
defendía posiciones semejantes a la que aquí trascribimos (por supuesto,
siempre en el campo abstracto de los principios donde las consecuencias últimas
quedan desdibujadas por las nubes de las alturas especulativas), escribió el
entonces Cardenal Ratzinger en un hermoso discurso (sugestivamente titulado “Elogio de la conciencia”): “Una persona objetó a esta
tesis que, si esto tenía valor universal, entonces quedarían justificados
incluso los miembros de las S.S. nazistas, a quienes tendríamos que buscar en
el Paraíso. Porque estos, en efecto, realizaron sus atrocidades con fanática
convicción y también con una absoluta certeza de conciencia. A esto, el otro
respondió con la mayor naturalidad que las cosas eran precisamente así: no hay
ninguna duda que Hitler y sus cómplices, que estaban profundamente convencidos
de su causa, no hubieran podido obrar de otro modo y que, por tanto, aunque sus
acciones hayan sido objetivamente espantosas, ellos, en el plano subjetivo, se
comportaron moralmente bien. Desde el momento en que siguieron su conciencia
—aun cuando estuviese deformada— se debería reconocer que su comportamiento era
para ellos moral y, por tanto, no se podría dudar de su salvación eterna.
Después de tal conversación quedé absolutamente seguro que había algo que no
cuadraba en esta teoría del poder justificativo de la conciencia subjetiva; en
otras palabras: quedé convencido que lo que lleva a tal conclusión debía ser
una falsa concepción de la conciencia. Una convicción firme y subjetiva y la
consiguiente ausencia de dudas y escrúpulos no justifican para nada al
hombre” 8. Por algo Juan Pablo II afirmó que “hablar de la
inviolable dignidad de la conciencia sin ulteriores especificaciones,
conlleva el riesgo de graves errores” 9.
2. LA AUTÉNTICA CONCEPCIÓN
SOBRE LA CONCIENCIA
El Concilio Vaticano II describió la conciencia como “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el
que está a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”10.
Decíamos más arriba que por “conciencia” (moral)
no designamos otra cosa que el juicio moral de nuestra inteligencia sobre
nuestros propios actos (presentes, pasados y futuros). Esto es posible porque
se da en nosotros no sólo una conciencia psicológica de nuestro obrar (o sea,
autopercepción de nuestros propios actos: yo sé lo que he hecho, lo que estoy
haciendo y lo que proyecto hacer en el futuro) sino también un conocimiento de
los principios fundamentales del bien y del mal (de la moral): “llevamos dentro de nosotros mismos —ha dicho el Cardenal
Ratzinger— nuestra verdad, porque nuestra esencia (nuestra naturaleza) es
nuestra verdad” 11. Esto nos permite captar la armonía o
el desacuerdo de nuestros actos con esos principios morales que advertimos como
universales y superiores a nosotros. San Pablo, al hablar de los paganos, ha
escrito: cuando los paganos, que no tienen
ley [es decir ley revelada], cumplen naturalmente las prescripciones de la
ley, sin tener ley, son para sí mismos ley; como quienes muestran tener la
realidad de esa ley escrita en su corazón (Ro 2,14). Esto explica la
percepción de determinados comportamientos como abominables en cualquier
cultura, época o nivel de civilización, como la traición a la patria, el
filicidio, el homicidio del inocente, etc. Cada vez que obramos percibimos la
conformidad o desajuste de nuestros actos con esa ley sobre el bien y el mal
escrita en nuestro corazón (como lo atestiguan los remordimientos de los malos
y la serenidad de conciencia de los buenos). Por eso, la conciencia moral es la
inteligencia cuando descubre esa “ley que él (el hombre) no se da a sí mismo,
pero a la cual debe obedecer… Ley inscrita por Dios en su corazón” 12.
De este modo, la conciencia, cumple un triple oficio: es
testigo de lo que estamos haciendo o hemos hecho, de la bondad o malicia de lo
que obramos o hemos obrado (cf. 2Co 1,12; Ro 9,1); es juez (aunque no supremo),
porque nos aprueba cuando lo que obramos es bueno, y nos condena
(remordimientos de conciencia) cuando hemos obrado o estamos obrando mal; y es
pedagogo al descubrirnos e indicarnos el camino del buen obrar 13.
Como decía san Buenaventura: “La conciencia es como
un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino
que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el
edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza
de obligar” 14.
3. DOS COROLARIOS
FUNDAMENTALES
Yo señalaría dos temas importantísimos que deben tenerse en
cuenta sobre la realidad de la conciencia: su relación con la verdad y el
problema del error.
(a) La conciencia y la
verdad
Con muy buen tino un teólogo de nuestro tiempo ha hablado de
la función mediadora de la conciencia. ¿Qué significa esto? Quiere decir
que la conciencia no es la instancia absoluta del bien y del mal en nuestros
actos, sino que hay algo que está por encima de ella, y que sí merece el título
de referencia moral última. Por eso, los antiguos decían que la conciencia
era «regula regulata»: regla reglada;
algo así como “regla medida”. Ella debe
guiar nuestros actos, pero a condición de que ella misma se deje guiar,
se con-forme, con algo que superior a sí misma. Eso superior es
la verdad objetiva, que se contiene en Dios, porque es la Verdad Absoluta,
y en la misma esencia de las creaturas, como verdad participada.
Ocurre con nuestra conciencia lo mismo que con un árbitro
deportivo. Los jugadores deben atenerse a él y a sus decisiones, pero él juzga
bien de un partido en la medida que aplique correctamente el reglamento y no
distorsione la realidad según sus gustos, intereses o ganancias personales. A
veces uno escucha: “es un referí bombero 15;
sólo le pedimos que cobre lo que hay que cobrar”. El sentido
común entiende que siempre hay un “lo que” (una
relación objetiva) con lo que hay que ajustarse para estar en la verdad. Muchos
tienen una conciencia bombera, pero como “cobra”
a favor de nosotros (y en contra de la verdad) “no
levantamos la perdiz” 16.
Así nuestra conciencia es árbitro de nuestros actos, pero
sobreentendiendo que hay un Reglamento superior a ella; por tanto ella guía
bien en la medida en que es fiel al reglamento de la verdad. La dignidad de la
conciencia proviene de que nos hace de puente, intermediario, con esa verdad
que, según hemos dicho, se encuentra escrita en lo profundo de nuestra
naturaleza y corazón; naturaleza creada por las manos de Dios. Es por eso que
la Sagrada Escritura insiste constantemente que busquemos la verdad y juzguemos
de acuerdo a la verdad: No os acomodéis al mundo presente, antes bien
transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis
distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo
perfecto (Ro 12, 2).
(b) La falibilidad de la
conciencia
El segundo tema que hay que tener en cuenta es la realidad de
que la conciencia a veces se equivoca, puede fallar. “Ella,
dice Juan Pablo II, no es un juez infalible” 17. Es un
acto de nuestra inteligencia, la cual es creada, finita, falible, herida e
influenciable.
Hay afirmaciones que son puramente abstractas o especulativas
y que, por tanto, no nos comprometen en absoluto (mi vida difícilmente se
encuentre en una encrucijada por declarar cosas como “hoy es un día pintoresco”
o “pi es la decimosexta letra del alfabeto
griego”). Pero hay otras que comprometen seriamente nuestra conducta
(como reconocer que “nadie puede salvarse si muere
en el estado en que yo me encuentro en este momento” o “en un peligro como el que se nos viene encima, un hombre
honrado debe jugarse el pellejo”); estos son “juicios
prácticos” que exigen de nosotros actitudes correspondientes,
sacrificios, heroísmos o simplemente “obrar de modo
consecuente”. Y como no todos están dispuestos a cambiar situaciones que
hay que cambiar, a afrontar riesgos que hay que afrontar, a mantenerse firmes a
pesar de las desventuras que puedan venir cuando la verdad lo exige, ocurre que
los gustos, miedos, hábitos, comodidades, oportunismo, cobardía, flaqueza de
ánimo o ruindad, interfieren sobre nuestra conciencia para “matizar”, “acomodar”, “ahogar, “amordazar”
o “cauterizar” la conciencia. De allí
que no siempre ésta pueda juzgar libre de prejuicios e influencias. Y por eso,
tantas veces yerra o juzga tuertamente.
Pero cuando la conciencia juzga erróneamente —apartándose de
la verdad— pierde su dignidad. Sólo hay un caso en que la conciencia, aún en el
error, mantiene accidentalmente cierta dignidad: cuando yerra involuntariamente
y es absolutamente incapaz de salir del error porque ni siquiera sospecha que
está en el error. Esto es lo que los moralistas llaman “error
invencible”. Ocurre cuando buscando decididamente la verdad cree
encontrarla donde la verdad no está y la persona no puede percibir su error por
ningún medio. En estos casos, la conciencia es subjetivamente inocente
y nos desliga de toda responsabilidad. Pero esto no ocurre siempre tan
limpiamente. No es el caso de los que no aman la verdad, ni se preocupan de
ella; no es tampoco el caso de los que desprecian el consejo de los sabios y
prudentes, y, en nuestra condición de católicos, no es el caso de quienes
desprecian la enseñanza autorizada del magisterio de la Iglesia. Juan Pablo II,
hablando de los teólogos que enseñaron (y enseñan) que se puede seguir la
propia conciencia aún después de haberse enterado que el magisterio, en este o
aquel punto concreto, enseña lo contrario de nuestro propio parecer, afirma con
particular dureza: ¡“esta negación hace vana la cruz de Cristo”! 18;
porque precisamente “…el magisterio de la Iglesia
ha sido instituido por Cristo el Señor para iluminar la conciencia”19.
El magisterio no es una opinión más sino una de las fuentes donde debemos
iluminar la conciencia. De ahí que nos deban interpelar agudamente aquellas
palabras de un documento sobre la función del teólogo en la Iglesia: “Oponer al magisterio de la Iglesia un magisterio supremo
de la conciencia es admitir el principio del libre examen, incompatible con
la economía de la Revelación y de su transmisión en la Iglesia, así como con
una concepción correcta de la teología y de la función del teólogo” 20.
O sea: es mala teología y equivale a renovar el error de los reformadores
protestantes.
Por eso, citando nuevamente a Juan Pablo II, debemos decir
que “no es suficiente decir al hombre ‘sigue
siempre tu conciencia’. Es necesario añadir inmediatamente y siempre:
‘pregúntate si tu conciencia dice la verdad o algo falso, y busca
incansablemente conocer la verdad’. Si no se hiciera esta necesaria precisión,
el hombre arriesgaría encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su
verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le revela su verdadero
bien” 21.
4. LA EDUCACIÓN DE LA
CONCIENCIA
Esto nos lleva al último punto: la necesidad de educar
nuestra conciencia para que nuestros juicios sean siempre veraces 22.
Para esto son necesarias dos cosas.
Ante todo, vivir virtuosamente y buscar la virtud. Sólo la
virtud puede garantizarnos que nuestras pasiones no fuercen nuestra conciencia
para “justificar” los comportamientos
defectuosos o los pecados que no queremos reconocer.
Y en segundo lugar, debemos iluminar (instruir) nuestra
conciencia sobre el bien y sobre la verdad. Y esto se hace mediante la fe, la
meditación de la Palabra de Dios y el estudio de la enseñanza del magisterio de
la Iglesia. Vale para todos lo que Juan Pablo II mandaba a los Obispos de
Francia: “Los Pastores deben formar las conciencias
llamando bueno a lo que es bueno y malo a lo que es malo” 23.
¿Se va a exceptuar un laico católico de esta obligación por el hecho de no ser
pastor de nadie? Sólo si uno ha puesto todos los medios para que su conciencia
sea recta (estudio, búsqueda de la verdad, oración) puede honestamente tener la
certeza moral de que es un hombre o una mujer de conciencia y
que obra en conciencia. Si se equivoca, después de poner tales medios, no
sería culpable. Pero sólo después de poner tales medios y no antes.
* * *
El 6 de julio de 1535 quien fuera Canciller del Reino de
Inglaterra fue decapitado por orden del Rey. Perpetró el crimen (políticamente)
imperdonable de no aceptar la nulidad del matrimonio del monarca con su primera
(y única verdadera) esposa, el cual, objetivamente no era nulo. Tuvo en sus
manos la llave de la vida: decir lo que el rey quería que dijese. Rechazó una
llave que para él exigía un precio impagable. Y por eso Tomás Moro fue
decapitado; pero antes de morir pudo escribir a su hija: “Hasta ahora, la gracia santísima me ha dado fuerzas para
postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que
prestar juramento en contra de mi conciencia”. ¡Cuántas cabezas en
nuestros días viajan cómodamente sobre sus hombros, porque dentro de ellas ya
no pilotea una conciencia inmaculada!
___________________________________________________
1 Pablo VI, Alocución del 12/II/1969;
Cf. Homilía en el I Domingo de Cuaresma, 7/III/1965.
2 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo (Barcelona 1983), I, 244-245.
3 Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 54.
4 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo, I, 249. “Una teología moral que intente afirmar la fidelidad y libertad creadoras como conceptos clave jamás podrá olvidar esta dimensión. Precisamente un consenso creciente del hecho y naturaleza de tal conocimiento empuja a numerosos teólogos a valorar el conocimiento abstracto y sistemático como una forma secundaria y derivada de conocimiento” (Ibídem).
5 Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 55.
6 “Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae Vitae, se ha puesto en discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de conciencia creadora de la norma moral. De esta forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa voluntad del Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre. La conciencia es, efectivamente, el ‘lugar’ en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón creada y siempre falible, sino de la Sabiduría del Verbo, en la que todo ha sido creado…” (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4).
7 “Ya que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en las cuestiones de (…) ley humana positiva (…), no parece que haya inconveniente de aplicarlas también a la ley positiva divina, y aun a las leyes esenciales que dimanan del orden de la naturaleza y de la gracia… En principio la libertad «posee» sobre la ley” (B. Häring, La Ley de Cristo, [Barcelona 1973] I, 224-225). La aplicación de este principio a la ley humana es correcta, porque ésta es falible como también nuestra razón; pero no vale lo mismo para la ley divina ni para la ley natural (que es ley divina) que es infalible y divina (y, por tanto, no se le escapan las excepciones al legislador al formular su ley). Es una cuestión de (sana) lógica: en el conflicto entre una razón falible y una infalible, no puedo pensar que tal vez sea la falible la que tenga razón.
8 J. Ratzinger, Elogio della coscienza, “Il Sabato”, 16 marzo 1991.
9 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4.
10 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.
11 Cf. L’Osservatore Romano, 15/X/93, p.22.
12 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.
13 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1777.
14 San Buenaventura, In II Librum Sententiarum, dist. 39, a. 1, q. 3, concl.
15 En lenguaje coloquial de Argentina y Uruguay “bombear” es perjudicar deliberadamente a alguien.
16 Levantar la perdiz = alertar.
17 Juan Pablo II, Enc.Veritatis splendor, 62.
18 El Papa está diciendo en este discurso que la enseñanza de la anticoncepción como gravemente ilícita (contenida en la Humanae vitae) “es una enseñanza constante de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia que el teólogo católico no puede poner en discusión” (Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p.9, n. 5).
19 Juan Pablo II, Ibídem, n. 4.
20 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, 24/V/1990, nº 38.
21 Juan Pablo II, Catequesis del 17/VIII/83, nº 3.
22 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1783-1784.
23 Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 15/III/87, p.9, nº 5.
2 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo (Barcelona 1983), I, 244-245.
3 Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 54.
4 B. Häring, Libertad y fidelidad en Cristo, I, 249. “Una teología moral que intente afirmar la fidelidad y libertad creadoras como conceptos clave jamás podrá olvidar esta dimensión. Precisamente un consenso creciente del hecho y naturaleza de tal conocimiento empuja a numerosos teólogos a valorar el conocimiento abstracto y sistemático como una forma secundaria y derivada de conocimiento” (Ibídem).
5 Cf. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 55.
6 “Durante estos años, como consecuencia de la contestación a la Humanae Vitae, se ha puesto en discusión la misma doctrina cristiana de la conciencia moral, aceptando la idea de conciencia creadora de la norma moral. De esta forma se ha roto radicalmente el vínculo de obediencia a la santa voluntad del Creador, en la que se funda la misma dignidad del hombre. La conciencia es, efectivamente, el ‘lugar’ en el que el hombre es iluminado por una luz que no deriva de su razón creada y siempre falible, sino de la Sabiduría del Verbo, en la que todo ha sido creado…” (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4).
7 “Ya que las reglas de la prudencia se muestran eficaces en las cuestiones de (…) ley humana positiva (…), no parece que haya inconveniente de aplicarlas también a la ley positiva divina, y aun a las leyes esenciales que dimanan del orden de la naturaleza y de la gracia… En principio la libertad «posee» sobre la ley” (B. Häring, La Ley de Cristo, [Barcelona 1973] I, 224-225). La aplicación de este principio a la ley humana es correcta, porque ésta es falible como también nuestra razón; pero no vale lo mismo para la ley divina ni para la ley natural (que es ley divina) que es infalible y divina (y, por tanto, no se le escapan las excepciones al legislador al formular su ley). Es una cuestión de (sana) lógica: en el conflicto entre una razón falible y una infalible, no puedo pensar que tal vez sea la falible la que tenga razón.
8 J. Ratzinger, Elogio della coscienza, “Il Sabato”, 16 marzo 1991.
9 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p. 9, n. 4.
10 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.
11 Cf. L’Osservatore Romano, 15/X/93, p.22.
12 Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.
13 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1777.
14 San Buenaventura, In II Librum Sententiarum, dist. 39, a. 1, q. 3, concl.
15 En lenguaje coloquial de Argentina y Uruguay “bombear” es perjudicar deliberadamente a alguien.
16 Levantar la perdiz = alertar.
17 Juan Pablo II, Enc.Veritatis splendor, 62.
18 El Papa está diciendo en este discurso que la enseñanza de la anticoncepción como gravemente ilícita (contenida en la Humanae vitae) “es una enseñanza constante de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia que el teólogo católico no puede poner en discusión” (Discurso a los participantes en el II Congreso internacional de teología moral, 12 de noviembre de 1988, L’Osservatore Romano, 22/I/1989, p.9, n. 5).
19 Juan Pablo II, Ibídem, n. 4.
20 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, 24/V/1990, nº 38.
21 Juan Pablo II, Catequesis del 17/VIII/83, nº 3.
22 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1783-1784.
23 Juan Pablo II, L’Osservatore Romano, 15/III/87, p.9, nº 5.
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