Tener presente a Dios en el seno familiar, es fuente de unión, alegría, fortaleza y confianza en la Providencia Divina.
I. Jesús manifiesta con frecuencia que la salvación y
la unión con Dios es, en último extremo, asunto personal: nadie puede
sustituirnos en el trato con Dios. Pero Él también ha querido que nos apoyemos
unos en otros y nos ayudemos en el caminar hacia la meta definitiva. Esta
unión, tan grata al Señor, se ha de poner especialmente de manifiesto entre aquellos
que tienen los mismos vínculos de espíritu o de la sangre. Esta unidad, que
exige poner en juego tantas virtudes, es tan deseada por el Señor, que ha
prometido, como un don especial, concedernos más fácilmente aquello que le
pidamos en común. Así lo leemos en el Evangelio de la Misa [1]: Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en
la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los
Cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí
estoy Yo en medio de ellos.
La
Iglesia ha vivido desde siempre la práctica de la oración en común [2], que no
se opone ni sustituye a la oración personal privada por la que el cristiano se
une íntimamente a Cristo. Muy grata al Señor es, de modo particular, la oración
que la familia reza en común; es uno de los tesoros que hemos recibido de otras
generaciones para sacar abundante fruto y transmitirlo a las siguientes. «Hay prácticas de piedad -pocas, breves y habituales- que
se han vivido siempre en las familias cristianas, y entiendo que son
maravillosas: la bendición de la mesa, el rezo del Rosario todos juntos (…),
las oraciones personales al levantarse y al acostarse. Se tratará de
costumbres diversas, según los lugares; pero pienso que siempre se debe
fomentar algún acto de piedad, que los miembros de la familia hagan juntos, de
forma sencilla y natural, sin beaterías.
»De esa manera, lograremos que Dios no sea considerado un extraño, a
quien se va a ver una vez a la semana, el domingo, a la iglesia; que Dios sea
visto y tratado como es en realidad: también en medio del hogar, porque, como
ha dicho el Señor, donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos (Mt 18,
20)» [3].
«Esta plegaria -enseña
el Papa Juan Pablo II, comentando este pasaje del Evangelio- tiene como contenido “la misma vida de familia” alegrías
y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la
boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y
decisivas, muertes de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor
de Dios en la historia de la familia, como deben también señalar el momento
favorable de acción de gracias, de petición, de abandono confiado de la familia
al Padre común que está en los cielos. Además, la dignidad y responsabilidad de
la familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vividas
con la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan
con humildad y confianza en la oración» [4].
La plegaria
en común comunica una particular fortaleza a la familia entera. La primera y
principal ayuda que prestamos a los padres, a los hijos, a los hermanos,
consiste en rezar con ellos y por ellos. La oración fomenta el sentido
sobrenatural, que permite comprender lo que ocurre a nuestro alrededor y en el
seno de la familia, y nos enseña a ver que nada es ajeno a los planes de Dios:
en toda ocasión se nos muestra como un Padre que nos dice que la familia es más
suya que nuestra. También en aquellos sucesos que sin estar, cerca de Él serían
incomprensibles: la muerte de una persona querida, el nacimiento de un hermano
minusválido, la enfermedad, la estrechez económica… Junto al Señor, amamos su
santa voluntad, y las familias, lejos de separarse, se unen más fuertemente
entre sí y con Dios.
II. Si alguno no cuida de los suyos y principalmente
de su casa, ha negado la fe y es peor que un infiel [5], escribe San Pablo a
Timoteo, recordando la obligación que todos tenemos hacia aquellos que el Señor
nos ha encomendado. Una de las principales obligaciones de los padres con
respecto a sus hijos -también, en ocasiones, de los hermanos mayores con los
más pequeños- es la de enseñarles en la infancia los modos prácticos de tratar
a Dios. Esta tarea es de tal necesidad que es casi insustituible. Con los años,
estas primeras semillas siguen dando sus frutos, quizá hasta la misma hora de
la muerte. Para muchos, éste ha sido su bagaje espiritual, del que se han
servido en la adolescencia y cuando ya han pasado los años de la madurez. «La Sagrada Escritura nos habla de esas familias de los
primeros cristianos -la Iglesia doméstica, dice San Pablo (1 Cor 16,
19)-, a las que la luz del Evangelio daba nuevo
impulso y nueva vida.
»En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos
resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha
en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los
primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la
Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando
se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los
padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder
transmitir -más que enseñar- esa piedad a los hijos» [6].
La
familia cristiana ha sabido transmitir, de padres a hijos, oraciones sencillas
y breves, fácilmente comprensibles, que forman el primer germen de la piedad:
jaculatorias a Jesús, a Nuestra Madre Santa María, a San José, al Ángel de la
Guarda… Oraciones de siempre, mil y mil veces repetidas en los hogares
cristianos de toda época y condición. Los hijos aprenden pronto estas
enseñanzas y oraciones que ven hechas vida en sus padres. Cuando son un poco
mayores, han asimilado e incorporado el sentido de la bendición de la mesa, de
dar gracias después de haber comido, el ofrecer a la Virgen algo que les
cuesta…. saludar con un beso o una mirada a las imágenes de Nuestra Madre,
acudir a su Ángel Custodio al entrar o salir de casa…
¡Cuántos
niños, ahora hombres y mujeres, recuerdan con emoción la explicación, sencilla
pero exacta, que les dio su madre o su hermano mayor de la presencia real de
Cristo en el Sagrario! ¡O la primera vez que vieron a su madre pedir por una
necesidad urgente, o a su padre hacer con piedad una genuflexión reverente!
Rezar en una familia en la que Cristo está presente debe ser natural, porque Él
es un personaje más de la casa, al que se ama sobre todas las cosas.
Precisamente
cuando el ambiente sea menos favorable para la oración y la piedad, hemos de
conservar como un tesoro mayor estas prácticas que hacen más fuerte el mismo
amor humano y nos acercan más a nuestro Padre Dios.
III. Ubi caritas et amor, Deus ibi est, «donde hay caridad y amor, allí está Dios» [7],
canta la Liturgia del Jueves Santo. Cuando los cristianos nos reunimos para
orar, entre nosotros se encuentra Cristo, que escucha complacido esa oración
fundamentada en la unidad. Así hacían también los Apóstoles: Perseveraban
unánimes en la oración, con las mujeres y con María, la Madre de Jesús [8]. Era
la nueva familia de Cristo.
La
plegaria familiar por excelencia es el Santo Rosario. «La
familia cristiana -enseña el Papa Juan Pablo II- se encuentra y consolida su identidad en la oración. Esforzaos
por hallar cada día un tiempo para dedicarlo juntos a hablar con el Señor y a
escuchar su voz. ¡Qué hermoso resulta que en una familia se rece, al atardecer,
aunque sea una sola parte del Rosario!
»Una familia que reza unida, se mantiene unida; una familia que ora, es
una familia que se salva.
»¡Actuad de manera que vuestras casas sean lugares de fe cristiana y de
virtud, mediante la oración rezada todos juntos!» [9].
Al
comenzar a rezar el Santo Rosario en un hogar, quizá al principio sólo lo hagan
los padres; después se unirá un hijo, la abuela… Unas veces se podrá rezar
durante un viaje en coche, o bien se establecerá una hora de común acuerdo;
quizá, en algunos países, antes de cenar o inmediatamente después… El Rosario y
el rezo del Angelus -señalaba en otra ocasión el Pontífice- «deben ser para todo cristiano y aún más para las
familias cristianas como un oasis espiritual en el curso de la jornada, para
tomar valor y confianza» [10]. «¡Ojalá
resurgiese la hermosa costumbre de rezar el Rosario en familia!» [11].
La
Iglesia ha querido conceder innumerables gracias e indulgencias cuando se reza
el Santo Rosario en familia. Pongamos los medios necesarios para fomentar esta
oración tan grata al Señor y a su Madre Santísima, y que es considerada como «una gran plegaria pública y universal frente a las
necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y
del mundo entero» [12]. Es un buen soporte en el que se apoya la unidad
familiar y la mejor ayuda para hacer frente a sus necesidades.
[1] Mt 18, 19-20.
[2] Cfr. Hech 12, 5.
[3] Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 103.
[4] JUAN PABLO II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 59.
[5] 1 Tim 5, 8.
[6] Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 103.
[7] 1 Jn 4, 12.
[8] Hech 1, 14.
[9] JUAN PABLO II, Discurso a las familias, 24-III-1984.
[10] IDEM, Angelus en Otranto, 5-X-1980.
[11] IDEM, Homilía 12-X-1980.
[12] JUAN XXIII, Alocución 29-IX-1961.
Meditación extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo IV, Vigésimo
Tercer Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A, por Francisco Fernández Carvajal.
Puedes adquirir la colección en www.edicionespalabra.es o en www.beityala.com
Francisco Fernández Carvajal
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