Cristo, en cuanto
Hombre tuvo verdadera pasibilidad, el mismo Evangelio lo atestigua.
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
PREGUNTA:
Padre: Siempre me he preguntado si Jesús (siendo
Dios), sintió tristeza y miedo. En caso de responder que sí, ¿cómo se explica
esto?
RESPUESTA:
Estimado:
Jesucristo no sólo es verdadero Dios sino
también verdadero Hombre. En cuanto Hombre su cuerpo tuvo verdadera pasibilidad,
por lo cual no podían faltarle las pasiones; el mismo Evangelio lo atestigua:
Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros (Lc 22, 15); Mi alma
está triste hasta la muerte (Mt 26, 38), y muchos otros pasajes.
Sin embargo, las pasiones de Cristo, a
diferencia de las del resto de los hombres, estuvieron exentas de todo desorden
y subordinadas a la razón, porque en Él no había pecado original, ni siquiera
posibilidad de pecar (o sea, impecabilidad). Por eso los teólogos designan a
las pasiones de Cristo con un término particular: propasiones,
queriendo significar con esto que son irreprensibles. Santo Tomás precisa que
las pasiones de Cristo difieren de las nuestras porque nunca pudieron incitar
al mal, ni influir negativamente en manera alguna sobre la razón y sobre la
voluntad.
Por tanto, “propasiones”
son las pasiones sensitivas de la Humanidad de Cristo (como el amor, el
deseo, la esperanza, el temor, la tristeza, etc.), que son, por sí mismas,
parte integrante de la naturaleza humana (funciones propias del apetito
sensitivo concupiscible e irascible).
Para entender esta peculiaridad recordemos que
las pasiones sometidas a la razón son fuerzas vivas que nos inclinan al bien de
nuestra naturaleza; debido al pecado original las pasiones de todo descendiente
de Adán se alzan en rebeldía hasta el punto de ofuscar la razón y debilitar la
libre voluntad; sin embargo, esta rebelión no quita la libertad y la
responsabilidad de los actos propios, como pretendía Lutero (por eso, contra
él, el Concilio de Trento definió que la concupiscencia proviene del pecado y
excita al pecado pero no es pecado por sí misma ni puede dañar a quien resiste
con la gracia de Dios)[1].
Como ya hemos dicho, Jesucristo estuvo exento del
aspecto desordenado de las pasiones en razón de que no tuvo ni la más mínima
sombra del pecado.
Explicaba este adorable misterio el Beato Dom
Columba Marmion, en uno de sus más célebres escritos: “El
Hijo de Dios se hizo carne; continuó siendo lo que era, pero se unió a
una Naturaleza humana, completa como la nuestra, íntegra en su esencia, con
todas sus propiedades naturales; Cristo nació, como todos nosotros, de una
mujer (Gál 4,4), pertenece auténticamente a nuestra raza. Con frecuencia se
llama en el Evangelio El Hijo del Hombre; Ojos de carne le vieron, y manos
humanas le tocaron (1Jn 1,1). Y aun el día siguiente de su resurrección
gloriosa, hace experimentar al apóstol incrédulo la realidad de su naturaleza
humana: Palpad y ved, porque los espíritus no tienen carne ni huesos como veis
que yo tengo (Lc 24,39). Tiene, como nosotros, un alma creada directamente por
Dios; un cuerpo formado en las entrañas de la Virgen; una inteligencia que
conoce, una voluntad que ama y elige; todas las facultades que nosotros
tenemos: la memoria, la imaginación; tiene pasiones, en el sentido filosófico,
elevado y noble de la palabra, en un sentido que excluye todo desorden y toda
flaqueza; pero estas pasiones se hallan en Él enteramente sometidas a la razón,
sin que puedan ponerse en movimiento sin un acto de su voluntad [La Teología
las llama propasiones, a fin de indicar con este término especial su carácter
de trascendencia y de pureza.]. Su naturaleza humana es, pues, del todo
semejante a la nuestra, a la de sus hermanos, dice San Pablo: Era preciso que
se asemejase en todo a sus hermanos (Hb 2,17), excepto en el pecado (ib. 4,15),
Jesús no conoció ni el pecado ni nada de lo que es fuente o consecuencia del
pecado: la ignorancia, el error, la enfermedad, cosas todas indignas de su
perfección, de su sabiduría, de su dignidad y de su divinidad.
Pero nuestro Divino Salvador quiso padecer
durante su vida mortal nuestras flaquezas; todas las que eran compatibles con
su santidad. El Evangelio nos lo muestra claramente, nada hay en la naturaleza
del hombre que Jesús no haya santificado. Nuestros trabajos, nuestros
padecimientos, nuestras lágrimas, todo lo ha hecho suyo. Miradle en Nazaret:
durante treinta años pasa su vida en un trabajo oscuro de artesano, hasta el
punto de que cuando comienza a predicar, sus compatriotas se admiran porque
nunca le han conocido más que como hijo del carpintero: ¿De dónde le vienen a
éste todas estas cosas? ¿Acaso no es hijo de un carpintero? (Mt 13,55-56).
Nuestro Señor quiso sentir el hambre como nosotros, después de haber ayunado en
el desierto, tuvo hambre (ib. 4,2). Padeció también la sed: ¿Acaso no pidió de
beber a la samaritana? (Jn 4,7), ¿acaso no exclamó en la cruz: Tengo sed (Jn
19,28)? Experimentó como nosotros la fatiga; los largos viajes a través de
Palestina fatigaban sus miembros, cuando junto al pozo de Jacob pidió agua para
calmar su sed, San Juan nos dice que estaba fatigado. Era la hora de mediodía,
después de haber caminado largo tiempo, se sienta rendido al margen del pozo
(ib. 4,6). Así, pues, según lo hace notar San Agustín en el admirable
comentario que nos dejó de esta escena evangélica: ‘El que es la fuerza misma
de Dios se halla abrumado de cansancio’. El sueño cerró sus párpados; dormía en
la nave cuando se levantó la tempestad: Él en cambio dormía (Mt 8,24), y dormía
verdaderamente, de tal manera que sus discípulos, temiendo que los tragasen las
olas furiosas, tuvieron necesidad de despertarlo. Lloró sobre Jerusalén su
patria a la que amaba a pesar de su ingratitud; el pensamiento de los desastres
que después de su muerte habían de venir sobre ella le arranca lágrimas amargas
y frases llenas de aflicción: ¡Si tú conocieses por lo menos en este día lo que
puede atraerte la paz! (Lc 19,41 y ss.). Lloró a la muerte de su amigo Lázaro
como nosotros lloramos por aquellos a quienes amamos, hasta el punto de que los
judíos testigos de este espectáculo se decían: Ved cómo le amaba (Jn 11,36).
Cristo derramaba lágrimas, no sólo porque convenía, sino porque tenía conmovido
el corazón; lloraba a su amigo, y sus lágrimas brotaban del fondo de su alma.
Varias veces se dice también en el Evangelio que su corazón estaba conmovido
por la compasión (Lc 7,13; Mc 8,2; Mt 15,32). ¿Qué más? Experimentó también
sentimientos de tristeza, de tedio, de temor (Mc 14,33; Mt 26,37).
En su agonía cuando estaba en el Huerto de los
Olivos su alma quedó abrumada por la tristeza (Mt 26,38) y la angustia penetró
en ella hasta el punto de hacerle lanzar grandes gritos (Hb 5,7). Todas las
injurias, todos los golpes, todos los salivazos, todas las afrentas que
llovieron sobre Él durante su Pasión, le hicieron padecer inmensamente; las
burlas, los insultos, no le dejaban insensible, por el contrario, cuanto más
perfecta era su naturaleza, más delicada y más grande era su sensibilidad.
Vióse abismada en el dolor. En fin, después de haber tomado sobre sí todas
nuestras debilidades, después de haberse mostrado verdaderamente hombre y
semejante a nosotros en todas las cosas, quiso padecer la muerte como los demás
hijos de Adán: E inclinada la cabeza entregó su espíritu (Jn 19,30).
Vemos, pues, que Jesucristo es nuestro modelo
como Hijo de Dios y como Hijo del hombre al mismo tiempo. Pero lo es sobre todo
como Hijo de Dios: esta condición de hijo de Dios es lo que en Él hay de
radical y fundamental; en eso ante todo debemos parecernos a Él”[2].
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Bibliografía:
Dom Columba Marmion,
Jesucristo, vida del alma, Ed. Gratis Date (esp. cap. “Jesucristo, modelo único
de toda perfección. Causa exemplaris”);
Pietro Parente
“Propasiones”, en: “Diccionario de Teología Dogmática”, Editorial Litúrgica
Española, Barcelona 1963, p. 320.
[1] DS 1515.
[2] Dom Columba Marmion,
Jesucristo, vida del alma, cap. 2.
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