Pongámonos desde ya
a orar con perseverancia por todas aquellas almas que, objetivamente (el juicio
personal es solo de Dios), estén alejadas de la Gracia.
Por: Hemos Visto | Fuente: Boletín de la diócesis de Oruro (Bolivia) // AdelanteLaFe.com
Por: Hemos Visto | Fuente: Boletín de la diócesis de Oruro (Bolivia) // AdelanteLaFe.com
En este año que celebramos el centenario de las
apariciones de la Santísima Virgen María en Fátima debiera resonar en nuestras
conciencias aquel llamado exhortativo que la Madre de Dios y Madre nuestra hizo
un 13 de julio de 1917: “Rezar por los pecadores, pues muchas almas van al
infierno porque nadie reza o se sacrifica por ellas”. Estas
palabras de Nuestra Señora, a cien años vista, han de servir de acicate y
estímulo en una época donde se ha perdido, casi por completo, el sentido de
pecado personal y a la vez ha desaparecido el impulso misionero auténtico que
Nuestro Señor Jesucristo convirtió en mandato antes de su Gloriosa Ascensión a
los Cielos.
El primer interrogante que se nos viene al
meditar las palabras de Nuestra Señora es: ¿puede un alma condenarse sin culpa propia?; evidentemente no, ni
por la justicia divina ni por supuesto por su misericordia. Un alma condenada
al infierno es un alma que, desde su libertad, ha rechazado a Dios y ha
aceptado el pecado hasta el mismo final de su vida. Es un alma que ha rechazado
la misericordia de Dios en las muchas admoniciones que el Espíritu Santo ha
realizado en su conciencia. Es un hecho terrible y a la vez muy real: como Dios
respeta nuestra libertad podemos condenarnos. Y el infierno es resultado de la
opción libre tanto de los demonios como de las almas humanas allí presentes.
Esto es dogma de fe y ni siquiera puede ponerse en duda pues sería dudar o
negar la misma Palabra de Dios (mencionada hasta 27 veces en los evangelios y
de forma muy concreta en Mateo 25). Quien se condene es por su culpa, pues
nadie se condena por culpa de otro. Pero si se puede condenar desde una opción
libre donde influyan perniciosamente otras personas. Y se puede salvar desde
una opción libre donde también influyan, en este caso felizmente, otras
personas. El principio de la libertad personal tiene una parte de
interdependencia que, en teología llamamos “comunión
de los santos”. Somos libres,
si, pero no estamos solos. En el camino a la eterna salvación nos ayudan
la Virgen Santísima, los ángeles y los santos, las ánimas del purgatorio y
aquellos hermanos nuestros que Dios pone en nuestra vida y que hacen apostolado
con nosotros. Y éstos últimos, nuestro prójimo, cumpliendo doblemente lo
mandado por Jesucristo de “dad gratis lo que gratis
habéis recibido” (Mateo 10,8) y de “id por
todo el mundo a llevar el evangelio…” (Marcos 16,15). Y a la vez,
no menos cierto que, de manera directa procuran y desean nuestra condenación
los demonios y, de manera normalmente indirecta aquellos hermanos nuestros que,
o bien nos alientan a vivir en el pecado, o bien, por omisión, no nos ayudan a
vivir en la virtud. Y de éstos últimos se “ocupa” la
Virgen María en su mensaje tras mostrar la horrible realidad del infierno a los
tres pastorcillos.
Ha llovido mucho desde 1917, y para peor a la
vista del devenir histórico. Si el
mundo estaba alejado de Dios en esa fecha, ahora lo está mucho más. Y
por ello la advertencia de la Virgen María ha de ser motivo profundo de
reflexión y, sobre todo, de enmienda. Y para ello debemos, con valentía,
desenmascarar dos grandes mentiras que hoy día son parte integrante de una
falsa felicidad del hombre “moderno”.
Primera
mentira: No existe el pecado personal. Sólo
existe el pecado “social” del cual nadie
tiene responsabilidad moral al estar todos determinados por las circunstancias.
Segunda
mentira: De lo anterior se deriva que no tiene sentido
rezar ni sacrificarse por los “pecadores” ya que estos no existen. Y no se reza
por lo que no es.
Pues
bien: Nuestro Señor Jesucristo en la cruz nos
recuerda que murió de ese modo por nuestros pecados. Es nuestro redentor, que
sufrió muerte espantosa como propiciación ante el Padre. Y en cada Misa se
actualiza de forma incruenta este sacrificio. Entonces creer que no hay pecado
personal es rechazar de forma indigna el Amor infinito de Dios expresado de
forma insuperable en su pasión, muerte y resurrección. Y omitir el apostolado,
que incluye de forma esencial la oración por el prójimo, es negar el mandato de
Nuestro Señor ya mencionado en esta carta y dado antes de la Ascensión. Habría
que preguntarse si no hay responsabilidad moral personal, de cada uno de
nosotros, entonces ¿para qué murió
Cristo en la cruz? Y ¿para que fundó su Iglesia y la revistió de carácter
misionero y universal?
Por
tanto: hemos de darnos cuenta de la gravísima
responsabilidad que tenemos los católicos de hoy en aras a recuperar lo que
Nuestro Señor nos manda en la conciencia y que su Madre del Cielo nos recordó
hace cien años. Hay que orar por los pecadores, hay que ofrecer sacrificios por
ellos. Por supuesto hay que empezar desde uno mismo, pero como difícilmente se
alcanza la santidad a lo largo de la vida, han de ir en paralelo ambas
ascéticas de conversión: la propia y la del prójimo. Hagamos examen de
conciencia con valentía y sin temer ser mal juzgados por el mundo, pues no es
el mundo quien nos va a juzgar al final de nuestra vida, sino Dios Nuestro
Señor. Él nos pedirá cuentas, el día
del juicio, por lo que hicimos para ayudar a salvar tantas almas que puso en
nuestro camino. En nuestra familia, en nuestra sociedad, en nuestra
Diócesis o Parroquia, en nuestra Comunidad Religiosa, en todos aquellos
ambientes donde nos movimos. Nos pedirá cuenta de nuestra oración, de nuestros
sacrificios……y nos descubrirá si hubo almas que, condenadas por culpa propia,
podrían haberse salvado de haber recibido, por medio de nuestra oración y
mortificación, aquello que gratis recibimos de otras almas que si lo hicieron
por nosotros. Momento terrible si se destapa nuestro pecado de omisión: pecado
que podría llegar a suponer, Dios no lo quiera, nuestra propia condenación.
Para no llegar a ello, para satisfacer el deseo de María Santísima, pongámonos
desde ya a orar con perseverancia por todas aquellas almas que, objetivamente
(el juicio personal es solo de Dios), estén alejadas de la Gracia Sacramental,
de la Iglesia, de Dios en definitiva. Ofrezcamos sacrificios por esas almas, y realicemos
esta tarea misionera con la humildad que Cristo nos pide: “Siervos
inútiles somos; hicimos lo que teníamos que hacer” (Lucas
17,10). Hagamos así sonreír a la Bienaventurada Virgen María en el
centenario de su amorosa y profunda exhortación por el bien de las almas.
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