“Y
así toda la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen Gentium, 4).” San Cipriano.
1. El Concilio Vaticano II en la constitución Lumen
Gentium termina la primera parte de su exposición sobre la Iglesia con una
frase de San Cipriano muy sintética y densa de misterio: “Y así toda la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en
virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen Gentium,
4)”. Por tanto, según el Concilio, la Iglesia es en su esencia más
íntima un misterio de fe, profundamente vinculado con el misterio infinito de
la Trinidad. A este misterio en el misterio debemos dedicar ahora nuestras
consideraciones, después de haber presentado a la Iglesia, en las catequesis
anteriores, de acuerdo con las enseñanzas de Jesús y la “opus paschale” realizada por él con la pasión, muerte,
resurrección, y coronada el día de Pentecostés con la venida del Espíritu Santo
sobre los Apóstoles. Según el magisterio del Concilio Vaticano II, heredero de
la tradición, el misterio de la Iglesia está enraizado en Dios. Trinidad y por
eso tiene como dimensión primera y fundamental la dimensión trinitaria, en
cuanto que desde su origen hasta su conclusión histórica y su destino eterno la
Iglesia tiene consistencia y vida en la Trinidad (Cfr San Cipriano, De oratione
dominica, 23: PL 4, 553).
2. Esta perspectiva trinitaria la abrió a la Iglesia
Jesús con las últimas palabras que dijo a los Apóstoles antes de su retorno
definitivo al Padre: “Id, pues, y haced discípulos
a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo” (Mt 28, 19). “Todas las
gentes”, invitadas y llamadas a unirse en una sola fe, están marcadas
por el misterio de Dios uno y trino. Todas están invitadas y llamadas al
bautismo, que significa la introducción en el misterio de la vida divina de la
Santísima Trinidad, a través de la Iglesia de los Apóstoles y de sus sucesores,
quicio visible de la comunidad de los creyentes.
3. Dicha perspectiva trinitaria, indicada por Cristo
al enviar a los Apóstoles a evangelizar el mundo entero que Pablo dirige a la
comunidad de Corinto: “La gracia del Señor
Jesucristo, el amor de Dios [Padre] y la comunión del Espíritu Santo sean con
todos vosotros” (2 Cor 13, 13). Es el mismo saludo que en la liturgia de
la misa, renovada después del Concilio Vaticano II, el celebrante dirige a la
asamblea, como hacía en otro tiempo el apóstol Pablo con los fieles de Corinto.
Ese saludo expresa el deseo de que los cristianos se hagan todos participes de
los dones atribuidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: el amor del Padre
creador, la gracia del Hijo redentor, la unidad en la comunión del Espíritu
Santo, vínculo de amor de la Trinidad, de la que la Iglesia ha sido hecha
participe.
4. La misma perspectiva trinitaria se halla también
en otro texto paulino de gran importancia desde el punto de vista de la misión
de la Iglesia: “Hay diversidad de carismas, pero el
Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo;
diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo en todos” (1
Cor 12, 4.6). Sin duda la unidad de la Iglesia refleja la unidad de Dios, pero
al mismo tiempo saca vitalidad de la Trinidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, que se refleja en la riqueza de la vida eclesial. La unidad es
fecunda en multiformes manifestaciones de vida. El misterio de Dios uno y trino
se extiende soberano sobre todo el misterio de la riquísima unidad de la
Iglesia.
5. En la vida de la Iglesia se puede descubrir el
reflejo de la unidad y de la trinidad divina. En el origen de esta vida se ve
especialmente el amor del Padre, que tiene la iniciativa tanto de la creación
como de la redención, por la que él reúne a los hombres como hijos en su Hijo
unigénito. Por eso, la vida de la Iglesia es la vida de Cristo mismo, que vive
en nosotros, dándonos la participación en la misma filiación divina. Y esta
participación es obra del Espíritu Santo, que hace que, como Cristo y con
Cristo, llamemos a Dios: “Abbá, Padre!” (Rom
8,15).
6. En esta invocación, la nueva conciencia de la
participación del hombre en la filiación del Hijo de Dios en virtud del Espíritu
Santo que da la gracia, halla una formulación de origen divino ¡y trinitario!
El mismo Espíritu, con la gracia, actúa la promesa de Cristo sobre la
inhabitación de Dios. Trinidad en los hijos de la adopción divina.
Efectivamente, la promesa que hace Jesús: “Si
alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amara, y vendremos a él, y
haremos morada en él” (Jn 14, 23), está iluminada en el Evangelio por
una promesa anterior: “Si me amáis, guardaréis mis
mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con
vosotros para siempre” (Jn 14,15 16). Una enseñanza semejante nos la da
san Pablo, que dice a los cristianos que son “templo
de Dios” y explica este estupendo privilegio diciendo: “El Espíritu de Dios habita en vosotros” (1 Cor 3,
16; cfr. Rom 8, 9; 1 Cor 6, 19; 2 Cor 6, 16).
Y he aquí
que emerge de estos textos una gran verdad: el hombre.persona es en la Iglesia
la morada de Dios. Trinidad, y toda la Iglesia, compuesta de personas habitadas
por la Trinidad, es en su conjunto la morada, el templo de la Trinidad.
7. En Dios Trinidad se halla también la fuente
esencial de la unidad de la Iglesia. Lo indica la plegaria “sacerdotal” de Cristo en el Cenáculo: “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en
ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me
has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como
nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y
el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has
amado a mi” (Jn 17, 21.23). Ésta es la fuente y también el modelo para
la unidad de la Iglesia. En efecto, dice Jesús: que sean uno, “como nosotros somos uno”. Pero la realización de
esta divina semejanza tiene lugar en el interior de la unidad de la Trinidad: “ellos en nosotros”. Y en esta unidad trinitaria
permanece la Iglesia, que vive de la verdad y de la caridad del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo. Y la fuente de todos los esfuerzos encaminados a la
reunión de los cristianos en la unidad de la Iglesia, herida en la dimensión
humana e histórica de la unidad, está siempre en la Trinidad una e indivisible.
En la base del verdadero ecumenismo se halla esta verdad de la unidad eclesial
que la oración sacerdotal de Cristo nos revela como derivante de la Trinidad.
8. Incluso la santidad de la Iglesia, y toda santidad
en la Iglesia, tiene su fuente en la santidad de Dios Trinidad. El paso de la
santidad trinitaria a la eclesial se realiza sobre todo en la Encarnación del
Hijo de Dios, como dan a entender las palabras del anuncio a María: “por eso, el que ha de nacer será santo” (Lc 1,
35). Ese “santo” es Cristo, el Hijo
consagrado con la unción del Espíritu Santo (Cfr Lc 4, 18), el Hijo que con su
sacrificio se consagra a sí mismo para poder comunicar a sus discípulos su
consagración y su santidad: “Y por ellos me
santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad” (Jn
17, 19). Glorificado por el Padre por medio de esta consagración (Cfr Jn 13, 31;
17, 1.2), Cristo resucitado comunica a su Iglesia el Espíritu Santo (Cfr Jn 20,
22; 7, 39), que la hace santa (Cfr 1 Cor 6, 11)
9. Deseo concluir subrayando que esta Iglesia
nuestra, una y santa, está llamada a ser y está puesta en el mundo como manifestación
de ese amor que es Dios: “Dios es amor”,
escribe san Juan (1 Jn 4, 8). Y si Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, la
vida infinita de conocimiento y de amor de las divinas Personas es la realidad
trascendente de la Trinidad. Precisamente este “amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos
ha sido dado” (Rom 5, 5).
La
Iglesia, “un pueblo reunido en la unidad del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo”, como la definió san Cipriano es, pues,
el “sacramento” del amor trinitario.
Precisamente en esto consiste su misterio más profundo.
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