miércoles, 7 de septiembre de 2016

LA CRUZ DE JESUCRISTO ES LA RESPUESTA DE DIOS AL SUFRIMIENTO HUMANO



Objeto de la Catequesis:
Reconocer en la entrega de Cristo, consumada en su muerte en la cruz, la respuesta de Dios al sufrimiento humano. Este sufrimiento que es consecuencia, en última instancia, del pecado del hombre y, por tanto, de la libertad humana ante la capacidad de elección entre el bien y el mal. El dolor, como la misma libertad, es un misterio insondable ante el cual el hombre se sigue preguntando sin encontrar respuesta. El objetivo de este tema es reconocer este misterio y ver cuál es la actitud adecuada ante él.

Síntesis:
1. El sufrimiento es una realidad universal que ningún hombre ni sistema puede eliminar.
2. El tema del dolor ha sido siempre un misterio para el ser humano.
3. El dolor, una vez asumido, colabora a la realización y plenitud del hombre.
4. La cruz de Jesucristo es la respuesta de Dios al sufrimiento humano.
5. El sentido de la muerte de Jesús
6. La cruz es fuente de vida

Texto:

1. El dolor es una realidad universal que ningún hombre ni sistema puede eliminar
Todos sufrimos: es una realidad universal. Desde que nacemos no podemos evitar el dolor. No deja de ser algo significativo que lo primero que hacemos al nacer es llorar. En la Salve rezamos a la Virgen: “a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”.
En todas las etapas de nuestra vida constatamos esta realidad, pero a medida que crecemos la vamos sintiendo más. El hombre, en la medida en que es consciente de lo que le ocurre, sufre más.

Hay una lucha permanente entre dejar de sufrir y aceptar las situaciones dolorosas que nos sobrevienen inevitablemente. El ser humano busca eliminar el sufrimiento físico, psíquico y moral. La investigación científica, en el campo de la medicina por ejemplo, avanza en la lucha contra el dolor, pero no puede abolirlo. El combate frente al sufrimiento es legítimo y necesario, pero no puede ser el objetivo final, porque lleva a la frustración de no poder aniquilar algo que permanece de muchos modos en cada persona y en la sociedad.

El dolor pone al hombre ante su debilidad. El progreso humano, en todos los campos, no logra eliminarlo. No conseguimos el control para aniquilar el sufrimiento. Éste no respeta ninguna edad ni situación. Nos llegan noticias de desgracias naturales, muertes repentinas, enfermedades incurables. Conocemos niños y jóvenes a los que les sorprende en edad temprana situaciones muy dolorosas que no podemos explicar ni entender, lo cual trunca muchos proyectos aparentemente legítimos.

Esto nos lleva a preguntarnos: ¿El dolor conlleva la ruina y la tristeza para el que sufre? ¿Es posible sufrir y ser feliz? Si el objetivo final es abolir el sufrimiento para poder ser feliz, sería imposible la felicidad en esta tierra, porque es imposible eliminar totalmente el dolor. Entonces, ¿cómo integrar el dolor, las debilidades e incapacidades para que la vida sea auténticamente lograda?, ¿cómo compaginar una vida plena y auténtica cuando el dolor sobreviene?

2. El dolor es un misterio
Cuando llega una situación dolorosa se suelen dar las siguientes etapas: primero la negación de la misma, después la pregunta sobre esa situación y, tras un tiempo, la tensión entre aceptarlo o rechazarlo. Veamos cómo se dan.

Ante una circunstancia muy dolorosa es muy frecuente negarla diciéndonos: “esto no ha ocurrido”, “no es posible que esto me haya sucedido a mí”. Cuando uno ya no puede negarlo, porque la realidad se acaba imponiendo, se suscita la pregunta del por qué: ¿por qué esta enfermedad?, ¿por qué la muerte de este joven?, ¿por qué esta desgracia o aquel desastre natural? Y no encontramos respuesta ante este cuestionamiento existencial. Atascarse en esta etapa lleva a la frustración. No hay una respuesta plenamente convincente ante el porqué del dolor. Pero no podemos quedarnos ahí. La pregunta del porqué es inevitable y necesitamos hacerla durante un tiempo. Pero es un callejón sin salida. Necesitamos dar un paso más. Quedarse en la negación del hecho doloroso o en el cuestionamiento del porqué no permite integrar y superar ese dolor. El ser humano es el único ser que puede dar sentido a lo que aparentemente no lo tiene.

El hombre tiene la necesidad de dar sentido a toda realidad. A la pregunta del por qué debe seguir otra: la del “para qué”. Pero dar este paso supone una decisión previa. Ante la realidad del dolor es necesario tomar una opción. O el lamento permanente del no poder comprender por qué ha sucedido ese acontecimiento doloroso, lo cual lleva a la amargura, o bien aceptar -aunque no se comprenda- que ese hecho tiene un sentido más allá del aparente. Viktor Frankl (1905-1997), psiquiatra y psicoterapeuta austriaco, dice: “si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento”.

Aceptar el dolor lleva a integrarlo y hace posible vivirlo con paz y alegría. El cura rural de Bernanos lo dice así: “A mi entender, el auténtico dolor que brota de un hombre pertenece en primer lugar a Dios. Intento aceptarlo con corazón humilde, tal como es; me esfuerzo por hacerlo mío y por amarlo”.

El dolor nos sitúa ante el misterio de algo que se nos escapa radicalmente. Y ante el misterio la actitud más adecuada es la del silencio y la adoración.

El silencio es la mejor reacción ante el dolor ajeno. Cuando alguien está sufriendo, ¿de qué le sirven las palabras, muchas veces forzadas, del que le intenta consolar? Ante el sufrimiento lo primero y fundamental es callar; no malgastar palabras, al menos no decir una sola que no se sienta completamente, pues ante el dolor todo suena a falso; cuanto más, lo que ya es falso de por sí. En esas circunstancias lo mejor es acompañar en silencio, estar junto al que sufre, tratar de asumir interiormente su dolor y así amarle sin palabras.

Ante el sufrimiento propio lo mejor es expresar el sentimiento (con palabras, gritos, con lágrimas.) y entregarlo a Dios. Son dos momentos y dos niveles: el del sentimiento del dolor que necesita ser sacado de nuestro corazón y se saca expresándolo y luego entregar al Señor ese sentimiento, ofrecerle esa situación.

Lo peor de cualquier situación dolorosa no es ésta en sí misma, sino el no poder aceptarla. Hay personas con enfermedades muy graves irreversibles, hay madres que han perdido a un hijo y que viven felices, no porque no les duela esa situación, sino porque la han aceptado y la han dado un sentido que les permite integrarla. Así pues, la adoración del misterio del dolor lleva en primer lugar a reconocerlo, luego a aceptarlo y finalmente a integrarlo.

3. El dolor, una vez asumido, colabora a la realización y plenitud del hombre
Cuando se acepta la inevitable realidad de sufrir encontramos sus aspectos positivos. Podríamos decir que sufrir no es bueno -porque no es agradable y resulta doloroso- pero sí es bueno haber sufrido, porque nos hace madurar y crecer, nos permite ser más comprensivos ante los límites de los demás. Dice Cicerón: “Al sufrimiento debemos todo lo que es bueno en nosotros, todo lo que hace amable la vida, la piedad, el valor y las virtudes”. También Shakespeare valora el dolor así: “El sufrimiento despierta el espíritu, el infortunio es el camino de la sensibilidad y el corazón crece en la congoja”.

Todo dolor conlleva una crisis que, cuando se supera, posibilita el crecimiento y la maduración. El dolor hace madurar y crecer, purifica, nos sitúa en nuestra más honda realidad. El sufrimiento va limando nuestro corazón y duele mucho, pero el efecto que deja al ser limado es el de un corazón más comprensivo, más capaz de amar.

El sufrimiento aceptado permite comprender mejor la debilidad humana. Además provoca la solidaridad, dar la vida por los demás y no pensar sólo en uno mismo. El que ha sufrido sabe compadecerse mejor que el que no ha tenido esa experiencia. Por eso Dios mismo ha querido entrar en el camino del dolor. Dios, en su Hijo Jesucristo, ha asumido totalmente nuestro dolor para así consolarnos:
“Porque así dice el Señor: Yo haré derivar hacia Jerusalén, como un río, la paz; como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán: como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Isaías 66, 12s).

El corazón maternal de Dios, como esa buena madre que sufre más por su hijo que por ella misma, consuela con su amor al hijo atormentado y debilitado por las dificultades de la vida.

4. La cruz de Jesucristo es la respuesta de Dios al sufrimiento humano
La realidad del sufrimiento es un escándalo para el que espera que Dios impida el dolor. La célebre acusación contra la existencia de Dios por la realidad del sufrimiento todavía permanece: ¿cómo puede seguir habiendo sufrimiento si existe un Dios bueno y omnipotente? Si fuera bueno no lo permitiría y, por otra parte, si no puede abolirlo es señal de que no es omnipotente.

Pero Dios, que es omnipotente y podría evitar todo dolor, no lo hace, no porque sea malo, sino porque acepta la libre decisión del hombre, que al enfrentarse a Dios y alejarse de Él ha abierto la puerta al dolor y a la muerte.

Ante esta situación, producida por la libertad humana, Dios libremente no suprime lo que el hombre produjo con su libertad. Pero no quiere dejarle solo y por eso Él también asume lo que, de por sí, no le corresponde. Su modo de actuar es ciertamente difícil de comprender para el hombre. Su respeto a la libertad es tan grande que más que eliminar el dolor lo que hace es asumirlo. En Jesucristo Dios acoge toda la realidad humana -y como el dolor pertenece a la condición humana real existente- Él toma sobre sí el sufrimiento para acompañar al que sufre. Este es el sentido de la Pasión: Jesucristo comparte totalmente nuestra condición doliente y nos acompaña en ella.

Así pues, ¿cuál es la respuesta de Dios ante el sufrimiento humano? Dejar que su Hijo pasase por lo mismo que nosotros, hasta morir del modo más ignominioso, como un esclavo. El Bendito por excelencia muere como un maldito.

¿Cuál es la respuesta de Dios ante el sufrimiento de su Hijo? El silencio. Nosotros diríamos: pero, Dios mío, ¿por qué no haces algo? Dios calla. Es un escándalo. Él lo podría haber evitado. Pero no, no lo hizo. ¿Por qué? ¿Por qué dejó que su Hijo muriese, sufriese? ¿Por qué en Getsemaní, cuando su Hijo con lágrimas en los ojos y sudando sangre de angustia le pidió clemencia, que pasase de Él ese cáliz amargo de sangre, por qué en ese momento calla? Es el Misterio de Dios, el Misterio del sufrimiento, el Misterio del hombre.

La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración.

Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: “¡Abbá, Padre!”. Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del sufrimiento (cf. Mc 14,36). Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del “rostro” del pecado. “Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Co 5,21).

Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la cruz: “Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?” -que quiere decir- “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad más densa? .
¿Qué hace Jesús ante su propio sufrimiento durante la Pasión? Jesús habitualmente calla y cuando habla no lo hace para defenderse, sino para enseñar, para educar con su actitud.
¿Qué ocurre en el Calvario? Hay silencio, sólo roto por los que se burlan de Jesús o por sus “siete palabras” en la cruz. En estas palabras está la oración-lamento del que sufre: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”; la exhalación con la que se desahoga (es hombre como nosotros): “Tengo sed”; con la que se dirige al Padre: “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado”, “Todo está cumplido”, “Padre a tus manos encomiendo mi espíritu”. También en la cruz manifiesta su poder y señorío (sigue siendo Dios): “Hoy estarás conmigo en el paraíso”, “Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre”. El resto es silencio y, sobre todo, al consumarse la muerte, la tierra se estremece, el velo del Templo se parte en dos y sólo se escucha la estremecida voz del centurión que lo custodiaba: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. Jesús evangeliza en su vida terrena, y en su muerte, silenciosamente. Sin dejar de ser Hijo de Dios, en la cruz manifiesta su lado más humano, del que quiso hacerse en todo semejante a nosotros excepto en el pecado. Nos resulta difícil comprender por qué Dios se revela en esa debilidad.

5. El sentido de la muerte de Jesús
La muerte del Hijo de Dios en la cruz es un misterio. Ante el misterio, decíamos antes hablando del sufrimiento, la mejor respuesta es la contemplación y la adoración del mismo. No avanzamos preguntándonos por el por qué. Pero sí cuando nos interrogamos: ¿para qué muere Jesús?

a) Libremente y por amor
Jesús acepta la muerte de un modo voluntario y libre. ¿Para qué? Para redimirnos del pecado. Este “para qué” contiene un por qué más profundo: el amor del Padre que se manifiesta en su Hijo Jesucristo: Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, los amó hasta el extremo (Jn 13, 1) porque nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13). Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres (cf. Hb 2, 10. 17-18; 4, 15; 5, 7-9). En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte (cf. Jn 18, 4-6; Mt 26, 53) .

Jesús asume la muerte, no porque le resulte agradable, sino porque quiere hacer la Voluntad del Padre, que por Amor pide esa entrega definitiva. Así lo expresa un teólogo moderno: El Crucificado no conserva nada que pertenezca al mundo; por eso Satanás, el príncipe de este mundo, no tiene ningún poder sobre Él. El Señor ha sido despojado de todo: de sus derechos, honra y dignidad. Arrebatado a la justicia, es libre, verdaderamente pobre en el Espíritu, todo humildad y obediencia. Muerto al mundo, vive para Dios. El Crucificado nos muestra que el fin verdadero del hombre no es el placer del cuerpo, ni el poder, ni las riquezas, ni la gloria delante de los hombres; ni siquiera el amor terreno, la beneficencia o el servicio a la humanidad. El fin es Dios, a quien pertenecen exclusivamente todo nuestro ser, nuestro amor y nuestras fuerzas. Por consiguiente, el Crucificado es el modelo de nuestra vocación verdadera: servir al Amor divino y entrar en ese Amor por la humildad y la obediencia.

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal, que es anterior a nuestro mérito: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8)” 
En la cruz de Cristo se manifiestan dos realidades: el amor de Dios y la malicia del pecado: La cruz. se revela en toda su profundidad y plenitud como Misericordia, como Amor eterno a los pecadores. Pero al mismo tiempo nos revela qué horrible es el alejamiento de Dios y el pecado, cuando por su causa muere Cristo en la Cruz. Hacía falta un acto de amor tan ilimitado e increíble para que se rompiera el hielo del odio a Dios. Pero al mismo tiempo había que desenmascarar el pecado en toda su malicia. Cuando estuvo suspendido de la Cruz, todo el mundo tuvo que reconocer la gravedad del pecado; mas también todos debieron admitir cómo ama Dios .

b) A todos y cada uno
La eficacia de la redención de Cristo afecta a todos los hombres de un modo personal. “Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Rm 5, 19): El sentido que Jesús daba a su muerte lo dejó claro anticipadamente, en el momento de la institución de la Eucaristía: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros”. Ninguna fórmula de fe del Nuevo Testamento y de la Iglesia dice que Jesús murió “a causa de los pecados de los judíos”; todas dicen que “murió a causa de \\’nuestros\\’ pecados”, es decir, de los pecados de todos.

El colectivo “todos” supone que afecta a cada uno en particular. Es un beneficio del que todos participamos de un modo compartido y no competitivo. Por eso, todo hombre puede recibir la gracia del perdón redentor de Cristo.

6. La cruz es fuente de vida
Jesús asume todo lo humano y por eso acepta el sufrimiento como algo que hay que tomar para que el hombre sea liberado de él. Muchas veces estamos centrados en nuestro problema o nuestro dolor. Mirar a Cristo en la cruz es encontrar el consuelo y la paz para vivir nuestros sufrimientos. Centrarnos en el dolor personal es entrar en una dinámica de frustración. Salir de uno mismo mirando a la cruz de Cristo es saberse acompañado por Él que ha querido tomar sobre sí todas nuestras dolencias por amor: ¿Qué cosa manifiesta tanto la misericordia de Dios como el hecho de haber asumido nuestra miseria? ¿Qué amor puede ser más grande que el del Verbo de Dios, que por nosotros se ha hecho como la hierba débil del campo? Señor, ¿qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Que comprenda, pues, el hombre hasta qué punto Dios cuida de él; que reflexione sobre lo que Dios piensa y siente de él. No te preguntes ya, oh hombre, por qué tienes que sufrir tú; pregúntate más bien por qué sufrió él. De lo que quiso sufrir por ti puedes deducir lo mucho que te estima; a través de su humanidad se te manifiesta el gran amor que tiene para contigo. Cuanto menor se hizo en su humanidad, tanto mayor se mostró en el amor que te tiene, y cuanto más se anonadó por nosotros, tanto más digno es de nuestro amor.

Esta es la experiencia de los santos, que al unirse a la Cruz de Cristo encuentran el sentido pleno de su entrega.

a) En la compañía de los santos y de toda la Iglesia
San Pablo experimenta en su propia carne la cruz de Jesús: “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo, pero no soy yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal. 2.19-20). “Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos: más para los llamados… fuerza de Dios y sabiduría de Dios… Pues no quise saber entre vosotros otra cosa sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1Co 1,23-24: 1Co 2, 2). Vive todas las penalidades que sufre en la misión con la alegría del que se sabe unido a Cristo.

San Ignacio de Antioquía, obispo, uno de los primeros mártires, mientras era conducido al circo romano para ser devorado por las fieras, escribía a las comunidades cristianas: “Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios”.

San Francisco de Asís, que tiene una visión y una experiencia mística de la cruz en la que recibe las cinco llagas dirá: “Me sé de memoria a Jesucristo crucificado”. Este conocimiento se aprende mirando al crucifijo, como hacía también Santo Tomás de Aquino. Es un conocimiento comprensivo y entrañable. Es un conocimiento fruto del amor, pues “el amor produce el conocimiento y lleva al conocimiento” (Platón).

La Beata Teresa de Calcuta dice: “Nuestros sufrimientos son caricias bondadosas de Dios, llamándonos para que nos volvamos a Él, y para hacernos reconocer que no somos nosotros los que controlamos nuestras vidas, sino que es Dios quien tiene el control, y podemos confiar plenamente en Él”.

b) En la cruz está la vida y el consuelo
La contemplación de Cristo nos permite ver cómo su muerte es fuente de vida. Es normal que el dolor asuste -así le pasó a Jesús en el huerto de los olivos- pero cuando se acepta y se integra como paso necesario para una vida resucitada es fecundo. Por eso dirá Santa Teresa de Jesús: “En la cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo”.

La Cruz es el único medio que tenemos para ascender hasta Dios. Lo que no lleva esta marca no es bien celestial y no llega a buen término. Sólo se deja paso libre a lo que está marcado con esta señal. Debemos preguntarnos a cada instante si nuestras acciones salen airosas al confrontarlas con la Cruz. Sólo entonces son legítimas y están orientadas hacia la eternidad, hacia la vida. El que entra seriamente en el camino de la Cruz, quedará cambiado en su interior, maduro, lleno de suavidad y dulzura.

Nosotros seremos iguales a Él, si llevamos su Cruz tras Él. Si tomamos parte en el dolor, dejándonos marcar por la Cruz, veremos brillar cada vez más sobre nosotros su misterio en el aspecto más maravilloso, triunfante y gozoso.

c) La salvación pasa por la cruz.
Cristo murió una vez y por todos, pero en los miembros de su cuerpo sigue sufriendo cada día. El corazón de Cristo es como un gran océano en el que confluyen todos los ríos y mares del dolor humano; su Cuerpo es como un mosaico inmenso en el que se colocan todas las llagas de los hombres. Cristo sufre con todo el dolor de la humanidad, de cada hombre. Por eso Él y sólo Él puede restaurar y dar sentido al sufrimiento.

El sufrimiento tiene sentido porque será el paso necesario para que nuestra vida sea transfigurada. El pan no se puede repartir si antes no se parte, no se rompe. Tampoco nosotros podremos repartirnos, podremos manifestar la vida que llevamos dentro y a la que estamos llamados si no nos partimos, si no aceptamos sufrir por amor. Estar así es camino de salvación, es vía hacia la resurrección, es vivir como Jesús la humanidad, es ser personas en plenitud.
Todo dolor, como el que es consecuencia de nuestra fidelidad en el trabajo por el Evangelio, es fuente de vida si lo vivimos unidos al de Cristo. El grano que muere, da fruto; el que es levantado en la cruz tiene una fuerza que atrae a todos hacia Él; el atravesado por la lanza suscita la fe en quien lo mira.


La muerte no tiene la última palabra. Cristo con su resurrección ha vencido el poder del pecado y de la muerte. El significado de la muerte de Jesús queda iluminado con la gloria de la resurrección.

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