Es un momento en el que podemos recibir de Dios su amor de Padre. Es necesario tener las mismas actitudes que tuvo Cristo como Hijo.
Por: Taís Gea | Fuente: Catholic.net
Durante este mes de Noviembre, los martes y jueves, reflexionaremos en las partes de la Misa y así lograremos un acercamiento experiencial a la celebración litúrgica de la Eucaristía.
A través de un diálogo sencillo, descubriremos
algunas actitudes que nos pueden ayudar a hacer de la Misa un encuentro
personal con Dios.
Recorreremos las partes de la Misa más importantes,
describiendo el modo en que podamos vivir ese momento en particular.
Cada reflexión está ilustrada por un cuadro pintado
por la autora, que resume el contenido del mismo. A través de estas imágenes,
podremos visualizar y hacer nuestra la experiencia transmitida por la autora:
ACTO PENITENCIAL
EL ENCUENTRO CON LA
MISERICORDIA DE DIOS
Al inicio de la Misa tenemos la posibilidad de
encontrarnos con el Dios de la misericordia. Cuando el sacerdote nos
invita a celebrar “dignamente” los sagrados misterios nos preguntamos: ¿somos
realmente dignos de celebrar la Eucaristía?, ¿qué es aquello que nos
dignifica? Inmediatamente decimos juntos el “Yo confieso” con un gesto
precioso: nos golpeamos en el pecho tres veces reconociéndonos pecadores.
Entonces nos preguntamos: “¿Somos dignos porque somos pecadores?”
La dignidad del Hijo
El mensaje que revoluciona al mundo con la
venida de Cristo,
Hijo de Dios, que nace pobre en Belén es la respuesta a nuestra pregunta (Lc.
2, 7). Cristo se vacía de sí mismo, de su condición de Dios, se anonada para
tener nuestra misma condición de hombres débiles (Fil. 2, 5-8). Nace pobre, sin
bienes, sin reconocimiento público, totalmente dependiente, desnudo, solo.
“Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del
pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne.” (Rom. 8, 3). Sin
embargo, Cristo no pierde su dignidad. Su dignidad se encuentra en ser hijo
del Padre celestial.
El amor de un hijo a su padre tiene como
característica el ser un amor pasivo, sin protagonismo. El hijo no da nada, al
contrario, recibe todo de sus padres. Esta característica del amor se ve más
clara en un recién nacido. Cuando un bebé nace, depende totalmente de su madre.
Es frágil, vulnerable y pequeño. La madre no pretende lo contrario. Sabe que su
hijo necesita de ella y por eso, se vuelca totalmente perdiendo incluso su vida
en él. Desaparece en su hijo para darle continuamente vida, lo alimenta, lo
arropa, lo limpia, le da todo lo que necesita. Todo esto lo hace porque lo ama.
Una madre se da totalmente. Sin embargo, el hijo no responde a su madre con
el mismo modo de amar. La respuesta a su amor es una actitud de acogida. El
hijo se sabe necesitado, se sabe dependiente, sin nada, sin fuerzas. Es por eso
que se deja amar y dejándose amar es como ama.
La dignidad del hijo
Dios, nuestro Padre, quiere amarnos así. Quiere
volcarse en nosotros y darnos vida. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio
a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga
vida eterna.” Jn. 3, 16. Quiere alimentarnos, arroparnos, limpiarnos, nos
quiere dignificar.
El acto penitencial es un momento en el que
nosotros podemos recibir de Dios su amor de Padre. Para
eso, es necesario que adoptemos esas mismas actitudes que tuvo Cristo como Hijo
(Heb. 3, 6). Nuestra libertad tiene que decidir abrirse al Amor. Nuestra
libertad tiene que elegir mantenerse en una actitud de acogida. Tenemos que
estar vacíos de nosotros mismos para poder ser llenados por la gracia. Tenemos
que amar y reconocer que somos pequeños, niños, pobres, pecadores. En
definitiva tenemos que vivir en nuestra verdad. “Donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia.” Rom. 5, 20.
Somos limitados y pequeños
Deseamos ser hijos pero “¿cómo puede uno nacer
siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?»”
Jn 3, 4. Nosotros ya no somos niños. Hemos crecido y hemos adoptado actitudes
de hombres independientes, autónomos, capaces de llevar adelante la vida sin
necesidad de los demás, incluso sin necesidad de nuestros padres. Sin embargo,
a pesar de que nos sentimos seguros así, es común que en el día a día
advertimos nuestros propios límites.
Todos los días experimentamos nuestra limitación
de una forma o de otra. Deseamos ser buenos padres de familia y nos
impacientamos, anhelamos ser mejores esposos y nos buscamos a nosotros mismos,
queremos ser grandes profesionistas y nos equivocamos, pretendemos ayudar a
nuestros amigos en necesidad y no tenemos el tiempo, ansiamos ser buenos
pastores, sacerdotes de Dios y nos encontramos pecadores, deseamos ser
religiosos ejemplares y constatamos que nuestra limitación es grande.
Además de experimentar nuestra limitación, Dios
Nuestro Señor permite acontecimientos en nuestra vida que nos hacen tocar
nuestra miseria y pequeñez: una enfermedad, la muerte de un ser querido, un
accidente, una dificultad psicológica, la ancianidad. Todo esto nos lleva a
tocar la verdad del ser humano que es criatura limitada y pecadora.
Postrarse ante el Señor
Estos acontecimientos son el punto de encuentro
con la misericordia de Dios. Sin embargo, pueden llegar a ser también el punto
que nos separe de Él si no sabemos presentarnos con humildad ante el Padre
celestial pidiéndole ayuda y misericordia.
El acto penitencial es el momento perfecto para
que el Espíritu Santo pueda ir realizando su obra en nosotros. Es recomendable
que durante el acto penitencial postres tu alma ante el Señor. No
quieras tener otra fuerza más que la suya. “La necedad divina es más sabia que
la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de
los hombres.” (1Cor. 1, 25)
Es tu oportunidad de abandonarte totalmente en
su misericordia. Descansa en Él. Déjale todo en el altar:
pecados, caídas, preocupaciones, disgustos, tentaciones, debilidades, etc. Abre
el corazón y extiende tus manos. Dios ve lo que hay ahí, no se lo tienes ni que
decir. No necesita explicaciones o justificaciones. Te quiere a ti, su hijo, y
eso le basta, quiere llenarte de su amor misericordioso que funde todas tus
miserias en el fuego de su amor, quiere ser el protagonista de tu vida, quiere
ser tu Dios, tu Salvador, tu Padre.
Puedes decirle esta oración:
Señor tú conoces mi pequeñez y mi miseria. Tú
sabes cuánto busco ser el dueño y señor de mi vida. Mira que lo he intentado
una y otra vez y no puedo. No soy capaz de abrirme a tu gracia. Sé quien abra
mi corazón. No puedo darte nada, no poseo nada. Lo único que te puedo dar, es
darme a mí mismo. Recíbeme pequeño, pobre, débil, pecador en el seno de tu
misericordia. Déjame descansar en ti y ser una sola cosa contigo. En ti me
siento seguro. Manda tu Espíritu y hazme capaz de vivir en mi verdad de hijo,
de criatura, de pecador. Sal a mi encuentro y acepta mi humilde súplica.
Ahora sí, después de haber adoptado la actitud
de postrarte ante Dios abandonado en su misericordia y abierto a su gracia eres
“digno” de continuar con la celebración Eucarística. Nuestra dignidad se
encuentra en habernos reconocido pecadores, sin embargo el reconocer nuestra
miseria no nos ha hundido, sino que nos ha elevado a la condición de hijos en
el Hijo Jesucristo. “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban
bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. De modo que ya no
eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, también heredero por voluntad de
Dios.” (Gal. 4, 4.5.7)
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