martes, 3 de noviembre de 2015

DIOS NOS PERMITE SER SUS HIJOS


Es un momento en el que podemos recibir de Dios su amor de Padre. Es necesario tener las mismas actitudes que tuvo Cristo como Hijo.

Por: Taís Gea | Fuente: Catholic.net

Durante este mes de Noviembre, los martes y jueves, reflexionaremos en las partes de la Misa y así lograremos un acercamiento experiencial a la celebración litúrgica de la Eucaristía.

A través de un diálogo sencillo, descubriremos algunas actitudes que nos pueden ayudar a hacer de la Misa un encuentro personal con Dios.

Recorreremos las partes de la Misa más importantes, describiendo el modo en que podamos vivir ese momento en particular.

Cada reflexión está ilustrada por un cuadro pintado por la autora, que resume el contenido del mismo. A través de estas imágenes, podremos visualizar y hacer nuestra la experiencia transmitida por la autora:

ACTO PENITENCIAL

EL ENCUENTRO CON LA MISERICORDIA DE DIOS

Al inicio de la Misa tenemos la posibilidad de encontrarnos con el Dios de la misericordia. Cuando el sacerdote nos invita a celebrar “dignamente” los sagrados misterios nos preguntamos: ¿somos realmente dignos de celebrar la Eucaristía?, ¿qué es aquello que nos dignifica? Inmediatamente decimos juntos el “Yo confieso” con un gesto precioso: nos golpeamos en el pecho tres veces reconociéndonos pecadores. Entonces nos preguntamos: “¿Somos dignos porque somos pecadores?”

La dignidad del Hijo

El mensaje que revoluciona al mundo con la venida de Cristo, Hijo de Dios, que nace pobre en Belén es la respuesta a nuestra pregunta (Lc. 2, 7). Cristo se vacía de sí mismo, de su condición de Dios, se anonada para tener nuestra misma condición de hombres débiles (Fil. 2, 5-8). Nace pobre, sin bienes, sin reconocimiento público, totalmente dependiente, desnudo, solo. “Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne.” (Rom. 8, 3). Sin embargo, Cristo no pierde su dignidad. Su dignidad se encuentra en ser hijo del Padre celestial.

El amor de un hijo a su padre tiene como característica el ser un amor pasivo, sin protagonismo. El hijo no da nada, al contrario, recibe todo de sus padres. Esta característica del amor se ve más clara en un recién nacido. Cuando un bebé nace, depende totalmente de su madre. Es frágil, vulnerable y pequeño. La madre no pretende lo contrario. Sabe que su hijo necesita de ella y por eso, se vuelca totalmente perdiendo incluso su vida en él. Desaparece en su hijo para darle continuamente vida, lo alimenta, lo arropa, lo limpia, le da todo lo que necesita. Todo esto lo hace porque lo ama. Una madre se da totalmente. Sin embargo, el hijo no responde a su madre con el mismo modo de amar. La respuesta a su amor es una actitud de acogida. El hijo se sabe necesitado, se sabe dependiente, sin nada, sin fuerzas. Es por eso que se deja amar y dejándose amar es como ama.

La dignidad del hijo

Dios, nuestro Padre, quiere amarnos así. Quiere volcarse en nosotros y darnos vida. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.” Jn. 3, 16. Quiere alimentarnos, arroparnos, limpiarnos, nos quiere dignificar.

El acto penitencial es un momento en el que nosotros podemos recibir de Dios su amor de Padre. Para eso, es necesario que adoptemos esas mismas actitudes que tuvo Cristo como Hijo (Heb. 3, 6). Nuestra libertad tiene que decidir abrirse al Amor. Nuestra libertad tiene que elegir mantenerse en una actitud de acogida. Tenemos que estar vacíos de nosotros mismos para poder ser llenados por la gracia. Tenemos que amar y reconocer que somos pequeños, niños, pobres, pecadores. En definitiva tenemos que vivir en nuestra verdad. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.” Rom. 5, 20.

Somos limitados y pequeños

Deseamos ser hijos pero “¿cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?»” Jn 3, 4. Nosotros ya no somos niños. Hemos crecido y hemos adoptado actitudes de hombres independientes, autónomos, capaces de llevar adelante la vida sin necesidad de los demás, incluso sin necesidad de nuestros padres. Sin embargo, a pesar de que nos sentimos seguros así, es común que en el día a día advertimos nuestros propios límites.

Todos los días experimentamos nuestra limitación de una forma o de otra. Deseamos ser buenos padres de familia y nos impacientamos, anhelamos ser mejores esposos y nos buscamos a nosotros mismos, queremos ser grandes profesionistas y nos equivocamos, pretendemos ayudar a nuestros amigos en necesidad y no tenemos el tiempo, ansiamos ser buenos pastores, sacerdotes de Dios y nos encontramos pecadores, deseamos ser religiosos ejemplares y constatamos que nuestra limitación es grande.

Además de experimentar nuestra limitación, Dios Nuestro Señor permite acontecimientos en nuestra vida que nos hacen tocar nuestra miseria y pequeñez: una enfermedad, la muerte de un ser querido, un accidente, una dificultad psicológica, la ancianidad. Todo esto nos lleva a tocar la verdad del ser humano que es criatura limitada y pecadora.

Postrarse ante el Señor

Estos acontecimientos son el punto de encuentro con la misericordia de Dios. Sin embargo, pueden llegar a ser también el punto que nos separe de Él si no sabemos presentarnos con humildad ante el Padre celestial pidiéndole ayuda y misericordia.

El acto penitencial es el momento perfecto para que el Espíritu Santo pueda ir realizando su obra en nosotros. Es recomendable que durante el acto penitencial postres tu alma ante el Señor. No quieras tener otra fuerza más que la suya. “La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres.” (1Cor. 1, 25)

Es tu oportunidad de abandonarte totalmente en su misericordia. Descansa en Él. Déjale todo en el altar: pecados, caídas, preocupaciones, disgustos, tentaciones, debilidades, etc. Abre el corazón y extiende tus manos. Dios ve lo que hay ahí, no se lo tienes ni que decir. No necesita explicaciones o justificaciones. Te quiere a ti, su hijo, y eso le basta, quiere llenarte de su amor misericordioso que funde todas tus miserias en el fuego de su amor, quiere ser el protagonista de tu vida, quiere ser tu Dios, tu Salvador, tu Padre.

Puedes decirle esta oración:

Señor tú conoces mi pequeñez y mi miseria. Tú sabes cuánto busco ser el dueño y señor de mi vida. Mira que lo he intentado una y otra vez y no puedo. No soy capaz de abrirme a tu gracia. Sé quien abra mi corazón. No puedo darte nada, no poseo nada. Lo único que te puedo dar, es darme a mí mismo. Recíbeme pequeño, pobre, débil, pecador en el seno de tu misericordia. Déjame descansar en ti y ser una sola cosa contigo. En ti me siento seguro. Manda tu Espíritu y hazme capaz de vivir en mi verdad de hijo, de criatura, de pecador. Sal a mi encuentro y acepta mi humilde súplica.

Ahora sí, después de haber adoptado la actitud de postrarte ante Dios abandonado en su misericordia y abierto a su gracia eres “digno” de continuar con la celebración Eucarística. Nuestra dignidad se encuentra en habernos reconocido pecadores, sin embargo el reconocer nuestra miseria no nos ha hundido, sino que nos ha elevado a la condición de hijos en el Hijo Jesucristo. “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, también heredero por voluntad de Dios.” (Gal. 4, 4.5.7)

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