"Al llegar el día de
Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del
cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la
casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego
que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos
del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu
les concedía expresarse."
(Hch 2, 1-4)
LAS
VISIONES DE ANA C. EMMERICK, SOR MARIA DE JESÚS DE AGREDA Y MARIA VALTORTA:
El
sagrado día de Pentecostés.
Visiones
y Revelaciones de la Beata Ana Catalina Emmerick
Toda la sala del Cenáculo estaba, la víspera de la
fiesta, adornada con plantas en cuyas ramas se colocaron vasos con flores.
Guirnaldas verdes colgaban de uno y otro lado de la sala. Las puertas laterales
estaban abiertas; sólo la entrada principal del portón estaba cerrada. Pedro
estaba revestido de sus vestiduras episcopales con capa adornada, delante de la
cortina del Santísimo, debajo de la lámpara, donde había una mesa cubierta con
un paño blanco y rojo con rollos escritos. Frente a Pedro, cerca de la entrada
del vestíbulo, estaba María cubierta con el velo y, detrás de ella, las otras
santas mujeres. Los apóstoles se hallaban en dos hileras, a ambos lados de la
sala, con el rostro vuelto hacia Pedro. Detrás de los apóstoles, en las salas
laterales, estaban los discípulos de pie, para formar el coro en el canto y en
la oración. Cuando Pedro bendijo los panes y los distribuyó, primero a María
santísima, luego a los apóstoles y discípulos, cada uno le besaba la mano. La
Virgen santísima también lo hizo. Estaban presentes en la sala del Cenáculo
ciento veinte personas, sin contar a las santas mujeres.
A medianoche se sintió una
conmoción extraordinaria en toda la naturaleza, que se comunicó a los que
estaban junto a las columnas y en las salas laterales, en profunda devoción, orando
con los brazos cruzados sobre el pecho. Una sobrenatural tranquilidad y
sensación de quietud se esparció por toda la casa, y en los alrededores reinaba
religioso silencio.
Hacia la mañana he visto sobre el
Huerto de los Olivos una nube blanca, resplandeciente, bajando del cielo en
dirección al Cenáculo. A distancia era como una bola redonda cuyo movimiento
acompañaba un vientecillo suave y reconfortante. Al acercarse se hizo como una
nube resplandeciente sobre la ciudad; luego se fue comprimiendo sobre Sión y
sobre la sala del Cenáculo. A medida que se comprimía, la nube se volvía más
brillante y transparente. Se detuvo; luego, como impulsada por un viento
impetuoso, descendió. Al sentir esta conmoción muchos judíos que habían visto
la nube, corrieron espantados, al templo. Yo misma me sentí como una niña,
invadida de terror, y buscaba dónde esconderme para cuando estallara la
tempestad, pues todo el conjunto tenía semejanza a lo que sucede cuando se
desencadena una súbita tempestad; sólo que esta venía del cielo y no de la
tierra, en lugar de oscura era toda luz y, en vez de tronar, marchaba zumbando
como un viento. Este viento se esparció como suave y confortadora corriente de
luz. La nube luminosa descendió sobre el Cenáculo y con el zumbido del viento
se tornó más brillante. Yo veía la casa y su alrededor cada vez más
resplandecientes. Los apóstoles, los discípulos y las santas mujeres se sentían
más conmovidos y silenciosos. De pronto de la nube luminosa en movimiento
partieron rayos blancos con ímpetu sobre la casa y sus contornos, en siete
líneas que se cruzaban y se deshacían hacia abajo en rayos más delgados y en
gotas como de fuego. El punto donde los siete rayos se cruzaban estaba rodeado
de un arco iris.
Apareció una figura luminosa y movible que tenía
unas alas a modo de rayos de luz. En ese momento estuvieron la casa y los
contornos llenos de luz y de resplandor. La lámpara de cinco brazos ya no daba
luz. Los presentes estaban como arrebatados; levantaron sus cabezas a lo alto,
como sedientos, abriendo la boca. En la boca de cada uno de ellos entraron
torrentes de luz como lenguas de fuego. Parecía que aspirasen esas llamas,
sedientos, y que sus deseos se dirigían al encuentro de esas llamas. Sobre los discípulos
y las mujeres, que estaban en el vestíbulo, también se derramaron estas llamas,
y de este modo la nube preñada de luz se deshizo poco a poco a medida que
echaba sus rayos sobre los congregados en el Cenáculo. He visto que estas
llamas descendían sobre cada uno de los presentes en diversas formas, colores y
cantidad.
Después de esta lluvia maravillosa estaban todos
reanimados, ardorosos, como fuera de sí por el gozo, llenos de santo arrebato.
Todos rodearon a María santísima, a la cual vi durante este tiempo tranquila,
en santo recogimiento. Los apóstoles se abrazaron, llenos de entusiasmo; unos a
otros se decían: ¿Qué éramos nosotros?... ¿Qué somos ahora?... También las
santas mujeres se sintieron animadas y se abrazaban. Los discípulos que estaban
en los alrededores se sintieron conmovidos y los apóstoles fueron hacia ellos.
En todos había una nueva vida, llena de contento, de confianza y de santa
audacia. Esta alegría se exteriorizó en acciones de gracias. Se reunieron en
oración y dieron gracias a Dios muy conmovidos. Mientras tanto la luz había
desaparecido. Pedro hizo entonces una exhortación a los discípulos y envió a
varios de ellos a diversos albergues donde se reunían los convidados para las
fiestas de Pentecostés.
Entre el Cenáculo y la piscina de
Bethesda había varios galpones y lugares abiertos que servían de dormitorios
para los muchos forasteros que acudían a las fiestas de Pentecostés. Había
recibido ellos también impresiones de la venida del Espíritu Santo. En toda la
naturaleza había un movimiento inusitado de alegría. Personas bien
intencionadas había recibido internas ilustraciones; los malos se asustaron más
y se endurecieron en sus perversos intentos. Muchos de los forasteros estaban
desde las fiestas de Pascua, pues la distancia de sus pueblos no les permitía
ir y volver para esas fiestas. Habían oído y visto maravillas desde la fiesta
de Pascua, se mostraban muy adictos a los discípulos y estos les decían ahora
que se habían cumplido las cosas prometidas para la fiesta de Pentecostés.
Entonces comprendieron por qué se sintieron también ellos conmovidos, y se
reunieron con los discípulos en torno de la piscina de Bethesda.
En el Cenáculo, Pedro impuso las
manos sobre cinco apóstoles, los cuales debían instruir y bautizar en la
piscina de Bethesda. Eran: Santiago el Menor, Bartolomé, Matías, Tomás y Judas
Tadeo. En esta consagración tuvo Judas una visión: le pareció que abrazaba el
cuerpo de Cristo con sus brazos cruzados sobre el pecho. Al partir para bendecir
el agua y bautizar en la piscina de Bethesda, recibieron de rodillas la
bendición de la Virgen María. Antes de la Ascensión, la solían recibir de pie.
He visto repetir este acto de obsequio a María en los días siguientes, antes de
salir y entrar en el Cenáculo. La Virgen María llevaba en estas ocasiones, y
siempre que aparecía delante de los apóstoles, en su dignidad de madre de la
Iglesia, un gran manto blanco, un velo amarillo y dos cintas de color azul
celeste que desde la cabeza calan a ambos lados hasta el suelo: estaba adornado
de bordados y sobre la cabeza sujeto con las cintas por una corona de seda.
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DESCIENDE
EL ESPÍRITU SANTO
(Hech 2,
1.13)
(Escrito
por María Valtorta el 27 de abril de 1947)
En el Cenáculo no se oye ningún ruido, ninguna voz. Tampoco se ve
ninguno de los discípulos, por lo menos así lo creo y puedo hasta afirmar que
en las otras habitaciones no hay nadie. Están tan solo los doce y la Virgen
María en la sala donde se celebró la Cena.
Parece hasta más amplia, porque el ajuar ha sido
colocado de manera diversa. El centro está libre como lo están dos paredes.
Contra la tercera está recargado el tablón que se empleó para la cena, y entre
la pared, lo mismo que entre los lados más angostos de la mesa, se han colocado
los lechos-asientos, usados en la Cena y el banquito que usó Jesús para lavar
los pies. Pero los lechos-asientos que estaban verticalmente a la mesa no están
más, sino paralelamente, de modo que los apóstoles pueden sentarse sin
ocuparlos todos, aun dejando un asiento, el único vertical a la mesa, que ocupa
la Virgen bendita, que está en el centro de la mesa, lugar que Jesús ocupó en
la Cena.
Sobre la mesa no hay nada, como tampoco sobre los
armarios. En las paredes no se ve ningún adorno. Tan sólo está la gran lámpara
en que arde sólo la mecha central, las demás están apagadas.
Las ventanas están cerradas con la barra. Un rayo
de luz se filtra y baja cual larga y sutil aguja sobre el pavimento donde
juguetea.
La Virgen, sentada en su lecho-asiento, tiene a
Pedro a la derecha, y a su izquierda a Juan. Matías, el nuevo apóstol, está
entre Santiago de Alfeo y Tadeo. Delante de la Virgen hay una especie de cofre
largo y bajo de madera oscura, que está cerrado.
María trae un vestido de color azul oscuro. Cubre
su cabeza un velo blanco y sobre él la extremidad de su manto. Todos los demás
están con la cabeza descubierta.
María lee
lentamente en voz alta. Pero como la luz que le llega es tan poca, creo que más
que leer, recita de memoria lo que está escrito en el rollo. Los demás la
siguen en silencio, meditando. De cuando en cuando, según el caso, responden.
María tiene su rostro transformado por una sonrisa
extática. Quien sabe qué cosa esté viendo, que da tal brillo a sus ojos que parecen
dos claras estrellas, y que le tiñe de arrebol sus mejillas de marfil, como si
sobre él se reflejase una llama de color rosa. En verdad que es la Rosa
mística.
Los apóstoles extienden sus cuellos para ver su
rostro, mientras Ella dulcemente sonríe, lee, parece su voz el cántico de un
ángel. Pedro se conmueve tanto que dos lágrimas se asoman por sus ojos, y por
una arruga que tiene al lado de la nariz, van a perderse en la maraña de su
barba. Juan parece reflejar la sonrisa virginal, y se enciende su cara de amor,
mientras sigue con la mirada lo que la Virgen lee en el rollo, y cuando le
presenta otro, la mira y sonríe.
La lectura ha terminado. No se oye la voz de María,
como tampoco el ruido de los pergaminos que se desenvuelven o vuelven a
enrollarse. María se recoge en oración secreta. Une sus manos junto al pecho y
apoya la cabeza contra el cofre. Los apóstoles la imitan...
Un sonido fortísimo, armónico, como si procediera al mismo tiempo del
viento y de un arpa, algo como sonido humano y bello, resuena de improviso en
el silencio matinal. Cada vez más armonioso y fuerte se acerca. Llena con sus
vibraciones la tierra, las propaga, llena con ellas la casa, las paredes, los
utensilios. La llama de la lámpara suena al contacto del sonido sobrenatural que
las mueve.
Los apóstoles, sin caer en la cuenta de lo que
sucede, levantan la cabeza, y como ese fragor bellísimo, en el que están todas
las notas más bellas que Dios haya dado al cielo y a la tierra, se acerca cada
vez más, algunos se levantan como para escapar, otros se encogen en sus
asientos, cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o se golpean el pecho
en señal de pedir perdón, otros se estrechan a la Virgen, sin perder la
reverencia que hacia ella siempre tienen. Juan es el único que no se espanta
pues ve la paz luminosa de alegría que se dibuja en el rostro de la Virgen, que
sonriente levanta su cabeza a algo conocido, y luego cae de rodillas abriendo
los brazos. Las dos extremidades azules de su manto llegan a Pedro y a Juan,
que la han imitado en arrodillarse. Lo que he descrito en segundos, ha sucedido
en un instante.
Y ahora la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo entra con último fragor
melodioso, en forma de globo brillantísimo, ardentísimo en la sala cerrada, sin
que puerta o ventana se hayan abierto (Como Jesús en su resurrección, así el
Espíritu Santo entra en el Cenáculo con las puertas y ventanas cerradas), y se
queda como suspenso por un instante sobre la cabeza de la Virgen, a unos tres
palmos de su cabeza, descubierta, porque al ver al Fuego Paráclito, levantó los
brazos como para invocarlo, y echó su cabeza hacia atrás con un grito de
alegría, con una sonrisa de un amor indescriptible. Después de aquel instante
en que el Fuego del Espíritu Santo se cernió sobre la Virgen [La interpretación
teológica de Valtorta es muy digna de tenerse en cuenta. Así como a través de
María el linaje humano recibió a Jesús, así a través de Ella, el mismo linaje
humano y sobre todo, en el día de Pentecostés, los apóstoles, recibe y
recibieron el Espíritu Santo (N. T.)], el Globo santísimo se divide en trece
llamas de color rosa, brillantísimas, de una luz indescriptible y luego
desciende a lamer la frente de cada apóstol.
Pero la llama que baja sobre María no es una lengüeta de fuego que le
bese la frente, sino una corona que la ciñe, que le rodea su cuerpo virginal,
que la corona a Ella, la Reina, la Hija, la Madre de Dios, la Virgen
incorruptible, la toda Bella, la eterna Mujer a quien Dios amó, la agraciada
Doncella, que ninguna cosa puede ajar. Ella que cuando llegó la pasión, pareció
que su cuerpo envejecía, después de haber resucitado su Hijo, ha vestido
nuevamente de esa eterna primavera que la hace siempre cada vez más joven, más
bella en sus miradas, en su andar... que empieza como a gozar de anticipo de la
belleza que su cuerpo glorioso tendrá después de su Asunción bendita.
Las llamas del Espíritu Santo rodean la cabeza de
la Virgen. ¿Qué le habrá dicho? ¡Misterio! El rostro bendito está transfigurado
con una alegría sobrenatural, y ríe con la sonrisa de los serafines mientras
lágrimas, hinchadas de felicidad, cual diamantes bajan por sus mejillas.
El Fuego permanece por algunos instantes... Luego
desaparece... Sólo queda de Él una fragancia que ninguna flor terrena posee...
El perfume del Paraíso...
Los apóstoles vuelven en sí...
María permanece en su éxtasis. Junta sus brazos
sobre su pecho, cierra los ojos, baja la cabeza... continúa su coloquio con
Dios... insensible a todo...
Nadie se atreve a turbarla.
–"Es el altar. Sobre su gloria se ha posado la
Gloria del Señor."
–"No
turbemos su alegría. Vamos a predicar al Señor, para que sean manifiestas sus
obras y palabras entre los pueblos" ordena Pedro con un impulso
sobrenatural.
–"¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en
mí" dice Santiago de Alfeo.
–"Nos empuja a obrar. ¡Todos! ¡Vayamos a
evangelizar a las gentes"."
Salen como si un viento o una fuerza los empujase.
XI, 819-823
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El siguiente es el extracto del libro la “Vida de
la Virgen María”, de Sor María de Jesús de Agreda.
CAPITULO XXXI:
Desciende el Espíritu Santo al Cenáculo.
En compañía de la Reina del cielo
perseveraban alegres los doce Apóstoles con los demás discípulos y fieles
aguardando en el cenáculo la promesa del Salvador, confirmada por la Madre, de
que les enviaría de las alturas al Espíritu consolador, que les enseñaría y
administraría todas las cosas que en su doctrina habían oído. Estaban todos
unánimes y tan conformes en la caridad, que en todos aquellos días ninguno tuvo
pensamiento, afecto ni ademán contrario de los otros. María Santísima con la
plenitud de sabiduría y gracia conoció el tiempo y la hora determinada por la
divina voluntad para enviar al Espíritu Santo sobre el colegio apostólico.
El día de Pentecostés por la
mañana la Reina previno a los Apóstoles, a los demás discípulos y mujeres
santas (que todas eran ciento veinte personas) para que orasen y esperasen con
mayor fervor, porque muy presto serían visitados de las alturas con el divino
Espíritu. Y estando así orando todos juntos, ,a la hora de tercia se oyó en el
aire un gran sonido de espantoso tronido, y un viento o espíritu vehemente con
grande resplandor, como de relámpago y de fuego; y todo se encaminó a la casa
del cenáculo, llenándola de luz y derramándose aquel divino fuego sobre toda
aquella santa congregación. Aparecieron sobre la cabeza de cada uno de los
ciento veinte unas lenguas del mismo fuego en que venía el Espíritu Santo,
llenándolos a todos y a cada uno de divinas influencias y dones soberanos,
causando a un mismo tiempo muy diferentes y contrarios efectos en el cenáculo y
en todo Jerusalén, según la diversidad de sujetos.
Los Apóstoles fueron también
llenos y repletos del Espíritu Santo, porque recibieron admirables aumentos de
la gracia justificante en grado muy levantado; y solos ellos doce fueron
confirmados en esta gracia para no perderla. Respectivamente se les infundieron
hábitos de los siete dones, sabiduría, entendimiento, ciencia, piedad, consejo,
fortaleza y temor, todos en grado convenientísimo. En este beneficio tan
grandioso y admirable, como nuevo en el mundo, quedaron los doce Apóstoles
elevados y renovados para ser idóneos ministros del Nuevo Testamento y
fundadores de la Iglesia evangélica en todo el mundo.
A MAYOR GLORIA DE DIOS y la BIENAVENTURADA VIRGEN
MARIA
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