Si fuésemos humildes siervos en la edad de oro de los poderes regios y topásemos con un príncipe sabio, magnífico y magnánimo, de poder invencible, dispuesto a ser nuestro protector y amigo, aliado en las batallas y servidor en nuestros varios menesteres, nos hallaríamos ante una sombra de nuestro Ángel Custodio. Asombro, admiración y gratitud no conocerían límites en nuestro ánimo y atenderíamos a sus más leves gestos.
La
Iglesia entera proclama gozosa la existencia de esos Príncipes del Cielo que
están junto a nosotros en la tierra; y lo celebra especialmente cada 2 de
octubre. Un 2 de octubre – el de 1928 – fue cuando Josemaría Escrivá de
Balaguer – san Josemaría, desde el 6 de octubre de 2002-, por inspiración
divina – en términos de la Constitución Apostólica Ut sit -, fundó el Opus Dei
(1). A la vuelta de más de cuarenta años, decía en Argentina, ante una
muchedumbre de hombres y mujeres de toda edad y condición: El Ángel Custodio es
un Príncipe del Cielo que el Señor ha puesto a nuestro lado para que nos vigile
y ayude, para que nos anime en nuestras angustias, para que nos sonría en
nuestras penas, para que nos empuje si vamos a caer, y nos sostenga (2).Era un
modo de expresar en síntesis lo que la Doctrina Católica ha enseñado de
continuo: La Providencia de Dios ha dado a los Ángeles la misión de guardar al
linaje humano y de socorrer a cada hombre; y no han sido enviados solamente en
algún caso particular, sino designados desde nuestro nacimiento para nuestro
cuidado, y constituidos para defensa de la salvación de cada uno de los
hombres(3).
Mirad
-decía el Señor a sus discípulos- que no despreciéis a algunos de estos
pequeñuelos, porque os hago saber que sus Ángeles en los Cielos están siempre
viendo el rostro de mi Padre celestial (4). Y los santos se asombran: Grande es
la dignidad de las almas, cuando cada una de ellas, desde el momento de nacer,
tiene un Ángel destinado para su custodia (5). ¡Amorosa providencia de nuestro
Padre Dios!, gran bondad la suya, que otorga a sus criaturas parte de su poder,
para que unos y otros seamos también difusores de bondad.
No
imploramos bastante a los Ángeles, dice Bernanos. Inspiran cierto temor a los
teólogos (a algunos, claro es), que los relacionan con aquellas antiguas
herejías de las iglesias de Oriente; un temor nervioso, ¡vamos! El mundo está
lleno de Ángeles (6).
Lo cierto
es que nos acompañan a sol y sombra, por cumplir puntual y amorosamente, la
misión que la Trinidad les ha confiado: que te custodien en todas tus andanzas
(7). No parece sensato rehusar un auxilio tan precioso.
En
Getsemaní –aquella altísima cumbre del dolor- se hallaba el Dios humanado en
agonía, en lucha singular frente al pavor y hastío, con tristeza de muerte. Los
apóstoles -incluso Pedro, Santiago y Juan- heridos por el sopor, dormitaban
después de tensa jornada. Jesús, solo, se adentra en el insondable drama de la
Redención de la humanidad caída. Gruesas gotas de sangre emanan de su piel y
empapan la tierra (8), muestra elocuente de la magnitud de la angustia.
En esto
se le apareció un Ángel del Cielo que le confortaba (9). ¿Qué Ángel sería aquél
que recibió estremecido la misión de prestar vigor a la Fortaleza y consolar al
Creador? ¡Qué humildad! ¡que temblor! ¡qué fortaleza!
A veces,
también nosotros, pequeños, débiles, medrosos, hemos de dar consuelo y energía
a los más fuertes. Es tremendo, pero hay que hacerlo. Y si Cristo Jesús acude a
un Ángel en busca de auxilio, ¿será tanta mi soberbia o mi ignorancia, que yo
prescinda de semejante ayuda? Los Ángeles y demás Santos son como una escala de
preciosas piedras que, como por ensalmo, nos elevan al trono de la gloria.
HACER AMISTAD CON EL ÁNGEL
CUSTODIO
Sin duda
he de tratar mucho más a mi Ángel. Es imponente su personalidad. Sin embargo,
aunque muy superiores a nosotros por naturaleza, las criaturas angélicas son,
por gracia, como nosotros, hijos del mismo Padre celestial: nos unen
entrañables lazos de fraternidad. Cariño recíproco y personal, confidencia y
común quehacer son hacederos con el ángel. Su amistad es en verdad factible. En
espíritu están los ángeles pegados al hombre. Y van marchando con el tiempo
histórico al compás de nuestra persona. El ángel se halla pronto a escuchar
porque su guardia no la rinde el sueño ni el cansancio. Es vigilia sin relevo.
Con él se puede departir en lenguaje franco de labios, aquél que se oye sin el
servicio de la lengua, el verbo que ahorra fatigas y tiempo (10).
Es
maravilloso que en este andar por la tierra, nos acompañen los Ángeles del
Cielo. Antes del nacimiento de nuestro Redentor, escribe san Gregorio Magno,
nosotros habíamos perdido la amistad de los ángeles. La culpa original y
nuestros pecados cotidianos nos habían alejado de su luminosa pureza… Pero
desde el momento en que nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, los ángeles
nos han reconocido como conciudadanos.
Y como el
Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena, los ángeles ya no se
alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior a la suya esta
naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por encima de ellos, en la persona
del Rey del cielo; y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como un
compañero (11).
Consecuencia
lógica: Ten confianza con tu Ángel Custodio. -Trátalo como un entrañable amigo
-lo es- y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día
(12). Y te pasmarás con sus servicios patentes. Y no debieras pasmarte: para
eso le colocó el Señor junto a ti (13).
Su
presencia se hace sentir en lo íntimo del alma. Tratando con él de los propios
asuntos, se iluminan de súbito con luz divina. Y no es de maravillar, pues es
verdadero lo que dicen aquellas letras grandes, inmensas, grabadas en un muro
blanco de La Mancha, que transcribe Azorín: los ángeles poseen luces muy
superiores a las nuestras; pueden contribuir mucho, por tanto, a que las ideas
de los hombres sean más elevadas y más justas de lo que de otro modo lo serían,
dada la condición del espíritu humano (14).
Precisamente,
la misión de custodiar se ordena a la ilustración doctrinal como a su último y
principal efecto (15). Los Ángeles Custodios nutren nuestra alma con sus suaves
inspiraciones y con la comunicación divina; con sus secretas inspiraciones,
proporcionan al alma un conocimiento más alto de Dios. Encienden así en ella
una llama de amor más viva (16). No sólo llevan a Dios nuestros recaudos, sino
también traen los de Dios a nuestras almas, apacentándolas, como buenos
pastores, de dulces comunicaciones e inspiraciones de Dios, por cuyo medio Dios
también las hace (17).
ALIADO EN LAS BATALLAS
Cada día
tiene su afán, y Satanás -el Adversario- anda siempre en torno nuestro, como
león rugiente, buscando presa que devorar (18). El también ha sido Ángel,
magnífico, poderosísimo. Solos estaríamos perdidos. Pero los Ángeles fieles,
con el poder de Dios, como buenos pastores que son, nos amparan y defienden de
los lobos, que son los demonios (19). También Nuestro Señor Jesucristo, cuando
permitió -para nuestro consuelo y ejemplo- que el demonio le tentase en la
soledad del desierto, en momentos de humana flaqueza, quiso la cercanía de los
ángeles. La historia se repite en sus miembros: después de la lucha entre el
amor de Dios en la libertad del hombre con el odio satánico, viene la victoria.
Y los ángeles celebran el triunfo -nuestro y suyo- vertiendo a manos llenas en
el corazón del buen soldado de Cristo la gracia divina, merecida y ganada no
con las solas fuerzas humanas, sino más bien con las divinas, puestas por Dios
en los brazos misteriosos de los Santos Ángeles, nuestros Príncipes del Cielo.
Estando con ellos, estamos con Dios, y si Deus nobiscum, quis contra nos? (20),
si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?.
Contando
asiduamente con los Custodios, seremos más señores de nosotros mismos y del
mundo. Porque es de saber que los Ángeles gobiernan realmente el mundo
material: dominan los vientos, la tierra, el mar, los árboles… (21). Con
sabiduría divina la Escritura reduce las fuerzas naturales, sus manifestaciones
y efectos, a su más alta causalidad, como más tarde lo haría San Agustín en la
frase: «toda cosa visible está sujeta al poder de un angel» (22).
LOS ÁNGELES, JUNTO AL SAGRARIO
El mundo
está lleno de Ángeles. El Cielo está muy cerca; el Reino de Dios se halla en
medio de nosotros. Basta abrir los ojos de la fe para verlo. Y el pequeño
mundo, los millares de pequeños mundos que entornan los Sagrarios, están llenos
de Ángeles: Oh Espíritus Angélicos que custodiáis nuestros Tabernáculos, donde
reposa la prenda adorable de la Sagrada Eucaristía, defendedla de las
profanaciones y conservadla a nuestro amor»(23).
Los
Sagrarios nunca están solos. Demasiadas veces están solos de corazones humanos,
pero nunca de espíritus angélicos, que adoran y desagravian por la indiferencia
e incluso el odio de los hombres. Al entrar en el templo donde se halla
reservada la Eucaristía, no debemos dejar de ver y saludar a los Príncipes del
Cielo que hacen la corte a nuestro Rey, Dios y Hombre verdadero. Para
agradecerles su custodia y rogarles que suplan nuestras deficiencias en el
amor.
Y al
celebrarse la Santa Misa, la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles
del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus… Yo aplauso y ensalzo con los Ángeles: no
me es difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa misa.
Están adorando a la Trinidad (24). Con ellos, qué fácil resulta meterse en el
misterio. Estamos ya en el Cielo, participando de la liturgia celestial, en el
centro del tiempo, en su plenitud, metidos ya en la eternidad, gozando
indeciblemente.
LOS CUSTODIOS DE LOS DEMÁS
Pero ¿y
los Custodios de los demás, no existen? ¡Claro que sí! También debemos contar
con su presencia cierta: saludarles con veneración y cariño; pedirles cosas
buenas para cuantos nos rodean o se cruzan en nuestro camino: en el lugar de
trabajo, en la calle, en el autobús, en el tren, en el supermercado, por la
escalera… Así, las relaciones humanas, se hacen más humanas, además de más
divinas: Si tuvieras presentes a tu Ángel y a los Custodios de tus prójimos
evitarías muchas tonterías que se deslizan en la conversación (25). Las nuestras
serían entonces conversaciones de príncipes, con la digna llaneza de los hijos
de Dios, gente noble, bien nacida, sin hiel en el alma ni veneno en la lengua,
con calor en el corazón. Nuestra palabra sería siempre -ha de ser- sosegada y
pacífica, afable, sedante, consoladora, estimulante, unitiva, educada (que todo
lo humano genuino precisa de educación cuidadosa). Habría siempre -ha de haber-
en la conversación, más o menos perceptible, un tono cristiano, sobrenatural,
es decir, iluminado por la fe, movido por la esperanza e informado por la
caridad teologal.
De este
modo, también las gentes que nos tratan, descubrirán que el Cielo está muy
cerca; que es hora de despertar del sueño, que ha pasado el tiempo de sestear
como Pedro, Santiago y Juan en Getsemaní; que somos algo más que ilustres
simios; que no somos ángeles, pero gozamos de alma espiritual e inmortal, y
somos -como los Ángeles- hijos de Dios. Es hora de aliarse con todas las
fuerzas del Bien, del Cielo y de la tierra, para ahogar el mal en su abundancia.
La Virgen
Santa, Reina de los Ángeles, nos enseñará a conocer y a tratar a nuestro Ángel
Custodio; sonreirá cuando nos vea conversar con él entrañablemente, porque nos
verá en un camino bueno, en la escala que sube al trono de Dios. Pido al Señor
que, durante nuestra permanencia en este suelo de aquí, no nos apartemos nunca
del caminante divino. Para esto, aumentemos también nuestra amistad con los
Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo
y de la tierra. Sed devotos de los Santos Ángeles! Es muy humana la amistad,
pero también es muy divina; como la vida nuestra, que es divina y humana (26).
Antonio
Orozco
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