Tratar de comprender…, la incomparable grandeza de Dios, es acercarnos
más a Él y amarle a Él, porque en la medida en que vayamos comprendiendo la
grandeza de nuestro Creador, irá aumentando en nosotros la humildad porque
iremos avanzando en ser conscientes, de lo poco que somos, valemos y
representamos, en comparación con la grandeza de nuestro Creador y de todo lo
visible y lo invisible, por Él creado. Y esto será muy bueno y saludable, para
quien medite sobre la grandeza de Dios, porque en la medida en que vaya
creciendo nuestra humildad, se nos irán bajando los humos de nuestra soberbia.
La humildad es el reconocimiento de la
realidad de que frente a Dios, y también frente a nuestros semejantes, nada
somos; salimos de la nada, llegamos a este mundo sin nada y de él saldremos sin
nada, en el orden de bienes materiales, pero si somos conscientes de nuestra
nada que generará nuestra humildad, al reconocer, que somos nada y durante
nuestra vida sabemos aprovechamos, de las gracias divinas, adquiriremos un caudal
de bienes espirituales, que cuando llegue el momento de abandonar este mundo,
eso sí, que nos lo llevaremos y ellos serán un fruto inapreciable, para nuestra
futura vida, que será condicionada al grado de amor que en esta vida hayamos
demostrado al Señor. Nunca olvidemos que esta vida estamos todos convocados a
una prueba de Amor a Dios.
Nada somos, la existencia la hemos recibido de
Dios, nada tenemos que antes no hayamos recibido de Dios; Nuestros talentos
personales, los dones, de naturaleza y de gracia, son precisamente esto: dones,
donaciones del Señor; ¡no lo olvidemos! Y la gracia que recibamos, es gracia y
fruto de los méritos de Cristo nuestro Redentor. Sigamos el ejemplo de
nuestro Señor, que: “Cristo Jesús, a pesar de
su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se
despojó de su rango y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos. Y
así, actuando como un hombre cualquiera, se humilló, haciéndose obediente hasta
la muerte, y muerte de cruz 9 Por eso, Dios lo exaltó y
le dio el Nombre que está sobre todo nombre, 10 para que al nombre de Jesús, se
doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos”. (Flp
2,8-10).
Acerca del camino que hemos de seguir para alcanzar la vida eterna, nos
decía San Agustín: “Ese camino, es; primero,
la humildad; segundo, la humildad; tercero, la humildad; y cuantas veces me
preguntes, otras tantas te diré lo mismo” Y también añadía: “Si en tu corazón habita la
humildad, Dios vendrá a ti, y en tu propia morada habitará contigo”. Tomás
Hemerken de Kempís escribía diciéndonos: “No creas que has
aprovechado mucho en tu vida espiritual, no habrás dado ni un paso, si no te
tienes y te estimas por el más bajo de todos”.
Dios ama al humilde pero detesta al soberbio. La
soberbia es el padre de todos los vicio y su antítesis es la humildad, cuya
hija es la obediencia, es la madre de todas las virtudes La soberbia es el
origen de todo pecado. Pecado de soberbia fue el de satanás y un tercio de
todos los ángeles cuando en su arrogancia se levantaron al grito de “non
serviam” No
serviremos. Así como el humilde camina hacia el cielo el soberbio camina en
sentido contrario, hacia el infierno.
“16 Porque todo lo que hay en
el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de
la vida no viene del Padre sino que procede del mundo 17 Y el mundo pasa, y también sus concupiscencias; pero el que
nace la voluntad de Dios permanece para siempre”. (1Jn
2, 16). Y San Pablo en su epístola a los gálatas escribe diciendo: "26 No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a los otros y
envidiándonos mutuamente… 3 Porque si alguno se imagina ser algo, no siendo
nada, se engaña a sí mismo. 4 Examine cada cual su propia conducta y entonces
tendrá en sí solo, y no en otros, motivo para glorificarse”. (Gal 5, 26; 6, 3-4).
Y en Catecismo de la Iglesia católica nos dice en su parágrafo 2,514,
que: “San Juan distingue tres
especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (Jn 2, 16). Siguiendo
la tradición catequética católica, el noveno mandamiento prohíbe la
concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno”.
Por todo ello bueno es que meditemos la grandeza de Dios, esta tiene dos
expresiones para nosotros una directa y otra indirecta. Dios es espíritu puro,
carece de parte corporal, pero el Hijo asumió por nosotros una parte corporal
material al igual que su madre María santísima. Pero ahora ambos sus antiguos
cuerpos materiales se han glorificados, al igual que serán glorificados los
nuestros, pero los restos de nuestros ahora cuerpos materiales se quedarán en
este mundo, descomponiéndose lentamente tal como le sucede a toda materia hasta
desaparecer. Pues bien, cuando nuestra alma pueda llegar a la contemplación
directa del Rostro de Dios, nuestras visiones serán siempre espirituales con
los ojos de nuestra alma iluminados por la luz divina que podremos contemplar.
Ahora nosotros solo tenemos una visión directa con los ojos materiales
de nuestra cara y con ellos jamás podremos, tener visión directa del mundo del
espíritu, solo visión indirecta, pues como más de una vez exclamó el Señor: “…por sus frutos los conoceréis”. Y
el mejor fruto que tenemos a nuestro alcance, es la incomparable grandeza de
Dios en su Creación, que no se limita a lo que vemos. Los astrónomos nos dicen
que existen. Pero de la misma forma que hace quinientos años, nadie podía ni
imaginar que un hombre llegaría a la luna. Tampoco ahora nosotros somos capaces
de imaginar, que es lo que hay detrás de las galaxias que conocemos. Pero hay
algo muy importante en este tema de la astronomía que siempre nos induce a
pensar en la grandeza divina y es el llamado “principio antrópico”,
al cual, este nos está demostrando que Dios, creo el universo material, solo
para que en un diminuto planeta llamado tierra, que es una pequeñez entre los
millones de elementos que hay en el universo, exista vida orgánica, o cual
lleva a muchos a la conclusión de que Dios creó el mundo en función de la
Tierra que nos soporta.
Pero solamente
centrándonos en la Tierra, cualquiera de sus elementos, sean los mares, las
montañas, los prados los desiertos, la atmosfera, sus nubes, el agua que
descargan, la nieve que nos proporciona. Todo nos habla a gritos, de lo grande
que es nuestro Creador. Y nosotros desgraciadamente cada vez somos más
soberbios y sordos
Termino con las
palabras que el Señor una vez le dijo a Santa Catalina de Siena: “Yo soy el todo, tú eres la nada”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de
que Dios te bendiga.
Juan
del Carmelo
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