jueves, 17 de abril de 2014

¿IDENTIDAD SACERDOTAL?



Misa crismal: Francisco aconseja huir de la introspección.

La homilía de Francisco en la misa crismal que presidió este Jueves Santo por la mañana, a las 9.30 horas, en la Basílica de San Pedro, tuvo como centro la alegría sacerdotal. En torno a ella el Papa trenzó unas consideraciones previas a la posterior renovación de las promesas sacerdotales que caracteriza la liturgia del día, junto a momentos clave del año litúrgico como la bendición de los óleos.

TRES CARACTERÍSTICAS DE LA ALEGRÍA SACERDOTAL

"Encuentro tres características significativas en nuestra alegría sacerdotal", proclamó el pontífice: "Es una alegría que nos unge (pero sin volvernos untuosos, suntuosos ni presuntuosos), es una alegría incorruptible, es una alegría misionera (que irradia y atrae a todos, comenzando por los más lejanos)".

Todos los ritos del día de la ordenación, subrayó (la imposición de manos, la unción, la primera consagración) "nos ha ungido hasta los huesos y nuestra alegría brota de ese encuentro".

Por otro lado, es una alegría incorruptible por "la integridad de un don al que nadie puede quitar ni agregar nada". Esa integridad "puede estar adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida, pero en el fondo permanece intacta, como el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas siempre puede ser renovada".

Por último es "una alegría misionera en íntima relación con el santo pueblo fiel de Dios, porque se trata de una alegría eminementemente misionera", no en vano "la unción es para ungir el santo pueblo fiel de Dios, para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, consolar y evangelizar, y sólo fluye cuando el pastor está en medio de su rebaño (también en el silencio de la oración el pastor esta en medio del rebaño)".

Luego el Papa hizo una confesión personal de haber compartido una experiencia sacerdotal común: "Incluso en los momentos de tristeza en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo del aislamiento nos seduce, momentos apáticos y aburridos que sobrevienen en la vida sacerdotal y por los que también yo he pasado, en esos momentos el pueblo de Dios es capaz de custodiar la alegría y de ayudarte".

TRES HERMANAS DE LA ALEGRÍA SACERDOTAL
La alegría sacerdotal es custodiada por tres "hermanas" que "la rodean y la defienden": "La Hermana Pobreza, la Hermana Fidelidad y la Hermana Obediencia", a las que Francisco dedicó la segunda parte del sermón.

"El sacerdote es pobre en alegría meramente humana (¡ha renunciado a tanto!), y como es pobre y da tantas cosas a los demás, la alegría tienen que pedírsela al Señor y al pueblo, no se la tiene que procurar a sí mismo", dijo: "Nuestro pueblo es generosísimo en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y en especial los sacramentos".

Esto sirvió al Papa para un excursus sobre el cuestionamiento de la identidad sacerdotal: "Al hablar de crisis de identidad sacerdotal, muchos no caen en la cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad ni alegría sin una pertenencia activa y comprometida al santo pueblo fiel de Dios".

Y ofreció un consejo a los sacerdotes, de no buscar esa identidad dentro de sí, sino fuera: "El sacerdote que pretende encontrar la identidad sacerdotal buceando introspectivamente quizá no encuentre más que señales de salida: ¡Sal de ti mismo! ¡Sal en busca de Dios en la adoración! ¡Sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, y tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad!".

La Hermana Fidelidad, continuó, ayuda a la alegría sacerdotal "no en el sentido de que seamos todos inmaculados (¡ojalá!), sino en el sentido de una renovada fidelidad a la única esposa, a la Iglesia: las personas que bautiza, las familias que bendice, los enfermos que sostiene, los jóvenes a los que enseña, los pobres a quienes socorre son esa esposa", una "Iglesia viva con nombre y apellidos" que también es fiel al sacerdote "que hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de las ovejas".

Por último, la Hermana Obediencia, "obediencia a la Iglesia, en la jerarquía que nos da no sólo el marco más externo de la obediencia, sino también la unión con Dios Padre" y que es una obediencia "en el servicio: disponibilidad y prontitud para servir a todos siempre", a imitación de "Nuestra Señora de la Prontitud, que acude a servir a su prima Isabel y está atenta a la cocina de Caná, donde falta el vino".

"La disponibilidad del sacerdote", continuó, "hace de la Iglesia casa de puertas abiertas, refugio de los pecadores, casa de bondad para los enfermos, campamento para los jóvenes, aula para la catequesis de los pequeños de Primera Comunión..."

ORACIÓN POR CUATRO TIPOS DE SACERDOTES
El Papa concluyó la homilía orando por los sacerdotes agrupados en cuatro categorías.

Primero, quienes aún lo son en potencia, jóvenes para quienes pidió "ardor en el corazón" y "audacia para responder con prontitud a la llamada".

Luego, pidió al Señor "que conserve el brillo alegre en los ojos de los recién ordenados que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la primera misa, la primera confesión", deseosos de "quemar la vida" por Él.

En tercer lugar, rogó a Dios que confirmase "la alegría sacerdotal de los que tienen varios años de ministerio", cuya alegría, "sin abandonar los ojos, se sitúa en las espaldas de quienes soportan el peso del ministerio, esos curas que ya le han tomado el pulso al trabajo": "Cuida la profundidad y sabia madurez de la alegría de los curas adultos", suplicó.

Finalmente: "Pido al señor Jesús que resplandezca la alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos...", y aquí Francisco hizo una pausa mayor de lo normal (él mismo tiene 77 años): "Es la alegría de la Cruz que dimana de la consciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va deshaciendo". Rogó para que , "sintiendo en la fugacidad del tiempo el gusto por lo eterno, sientan la alegría de pasar la antorcha y de saludar sonriendo y mansamente las promesas de esa esperanza que no defrauda".

TEXTO COMPLETO DE LA HOMILÍA DE FRANCISCO EN LA MISA CRISMAL DEL JUEVES SANTO
Queridos hermanos en el sacerdocio. En el Hoy del Jueves Santo, en el que Cristo nos amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), hacemos memoria del día feliz de la Institución del sacerdocio y del de nuestra propia ordenación sacerdotal. El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo: la alegría, el gozo sacerdotal. La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para ungir.

Ungidos con óleo de alegría para ungir con óleo de alegría. La alegría sacerdotal tiene su fuente en el Amor del Padre, y el Señor desea que la alegría de este Amor “esté en nosotros” y “sea plena” (Jn 15,11). Me gusta pensar la alegría contemplando a Nuestra Señora: María, la “madre del Evangelio viviente, es manantial de alegría para los pequeños” (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 288), y creo que no exageramos si decimos que el sacerdote es una persona muy pequeña: la inconmensurable grandeza del don que nos es dado para el ministerio nos relega entre los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48). Y desde esa pequeñez asumimos nuestra alegría.

Encuentro tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que nos unge (no que nos unta y nos vuelve untuosos, suntuosos y presuntuosos), es una alegría incorruptible y es una alegría misionera que irradia y atrae a todos, comenzando al revés: por los más lejanos.

Una alegría que nos unge. Es decir: penetró en lo íntimo de nuestro corazón, lo configuró y lo fortaleció sacramentalmente. Los signos de la liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que tiene la Iglesia de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos dio: la imposición de manos, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los ornamentos sagrados, la participación inmediata en la primera Consagración… La gracia nos colma y se derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote. Ungidos hasta los huesos… y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el eco de esa unción.

Una alegría incorruptible. La integridad del Don, a la que nadie puede quitar ni agregar nada, es fuente incesante de alegría: una alegría incorruptible, que el Señor prometió, que nadie nos la podrá quitar (cf. Jn 16,22). Puede estar adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida pero, en el fondo, permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede ser renovada. La recomendación de Pablo a Timoteo sigue siendo actual: Te recuerdo que atices el fuego del don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos (cf. 2 Tm 1,6).

Una alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar especialmente: la alegría del sacerdote está en íntima relación con el santo pueblo fiel de Dios porque se trata de una alegría eminentemente misionera. La unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, para consolar y evangelizar.

Y como es una alegría que solo fluye cuando el pastor está en medio de su rebaño (también en el silencio de la oración, el pastor que adora al Padre está en medio de sus ovejitas) es una “alegría custodiada” por ese mismo rebaño. Incluso en los momentos de tristeza, en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo del aislamiento nos seduce, esos momentos apáticos y aburridos que a veces nos sobrevienen en la vida sacerdotal (y por los que también yo he pasado), aun en esos momentos el pueblo de Dios es capaz de custodiar la alegría, es capaz de protegerte, de abrazarte, de ayudarte a abrir el corazón y reencontrar una renovada alegría.

“Alegría custodiada” por el rebaño y custodiada también por tres hermanas que la rodean, la cuidan, la defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana obediencia.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la pobreza. El sacerdote es pobre en alegría meramente humana ¡ha renunciado a tanto! Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo. Sabemos que nuestro pueblo es generosísimo en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial los sacramentos. Muchos, al hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad –y por tanto alegría de ser– sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). El sacerdote que pretende encontrar la identidad sacerdotal buceando introspectivamente en su interior quizá no encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo el óleo se vuelve rancio y la unción no puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone despojo de sí, entraña pobreza.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No principalmente en el sentido de que seamos todos “inmaculados” (ojalá con la gracia lo seamos) ya que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada fidelidad a la única Esposa, a la Iglesia. Aquí es clave la fecundidad. Los hijos espirituales que el Señor le da a cada sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los jóvenes con los que comparte la catequesis y la formación, los pobres a los que socorre… son esa “Esposa” a la que le alegra tratar como predilecta y única amada y serle renovadamente fiel. Es la Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea en su parroquia o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra cuando le es fiel, cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de las ovejas que el Señor le encomendó: Apacienta mis ovejas (cf. Jn 21,16.17).

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la obediencia. Obediencia a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco más externo de la obediencia: la parroquia a la que se me envía, las licencias ministeriales, la tarea particular… sino también la unión con Dios Padre, del que desciende toda paternidad. Pero también la obediencia a la Iglesia en el servicio: disponibilidad y prontitud para servir a todos, siempre y de la mejor manera, a imagen de “Nuestra Señora de la prontitud” (cf. Lc 1,39: meta spoudes), que acude a servir a su prima y está atenta a la cocina de Caná, donde falta el vino. La disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de puertas abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que viven en la calle, casa de bondad para los enfermos, campamento para los jóvenes, aula para la catequesis de los pequeños de primera comunión…. Donde el pueblo de Dios tiene un deseo o una necesidad, allí está el sacerdote que sabe oír (ob-audire) y siente un mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia esa necesidad o a alentar esos buenos deseos con caridad creativa.

El que es llamado sea consciente de que existe en este mundo una alegría genuina y plena: la de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que, compadecido entrañablemente de todos los pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso asociar a muchos a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su pueblo.

En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz de responder con prontitud a su llamado.

En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la primera misa, el primer bautismo, la primera confesión… Es la alegría de poder compartir –maravillados– por vez primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus pedidos, poniéndote la cabeza para que los bendigas, tomándote las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Cuida Señor en tus jóvenes sacerdotes la alegría de salir, de hacerlo todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por ti.

En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que confirme la alegría sacerdotal de los que ya tienen varios años de ministerio. Esa alegría que, sin abandonar los ojos, se sitúa en las espaldas de los que soportan el peso del ministerio, esos curas que ya le han tomado el pulso al trabajo, reagrupan sus fuerzas y se rearman: “cambian el aire”, como dicen los deportistas. Cuida Señor la profundidad y sabia madurez de la alegría de los curas adultos. Que sepan rezar como Nehemías: “la alegría del Señor es mi fortaleza” (cf. Ne 8,10).

Por fin, en este Jueves sacerdotal, pido al Señor Jesús que resplandezca la alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana de la conciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va deshaciendo. Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno (Guardini). Que sientan la alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los hijos y de saludar, sonriendo y mansamente, las promesas, en esa esperanza que no defrauda.

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