Damos un salto de esta primera
llamada a la última, la que consuma el definitivo toque a su obra creadora en
él, sabiendo que todo discípulo y
pastor es una obra maestra de Dios. En esta última vez, a las orillas
del mar del Tiberíades, Jesús le pregunta: Pedro, ¿me amas? –La misma voz, los
mismos ojos y…, ahí queda el pobre Pedro aturdido por el asombro, ¡el mismo
amor!
¡Señor, tú lo sabes todo, lo
sabes todo acerca de mí! ¿Y aún me preguntas que si te amo? ¡Claro que sí, por
supuesto que te amo! ¿Quién sino Tú es capaz de ofrecer al hombre caído motivos
y razones para seguir viviendo? Tu pregunta es como un soplo que aviva la mecha
humeante (Is 42,3) a la que se vieron reducidas mis promesas de amor y
seguimiento a ti: “… ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti”
(Jn 13,37).
Buceamos, entre curiosos y
expectantes, por el inmenso amor de soliloquios de Pedro ante esta
mirada–pregunta, que en realidad es una
neollamada de Jesús, con la certeza de encontrar en Él respuestas, y
también fuerzas ante tantos miedos que nos impiden fiarnos de nosotros mismos a
la hora de decir nuestro ¡aquí estoy! a Dios.
Bien cierto es que, si nos
atrevemos a mirar fijamente el corazón de Pedro, llegamos a la conclusión de
que la verdad de nuestros impedimentos para responder a Dios el aquí estoy ante
sus llamadas, no es que no nos fiamos de nosotros mismos, sino que, realmente, de quien no nos fiamos es de Dios, no
nos creemos que la historia de Pedro sea repetible. Pues sí, lo es, se repite en cada discípulo llamado al
pastoreo.
Nos parece oír los susurros de
Pedro: ¡Señor, tú lo sabes todo sobre mí! Es cierto que hemos hablado en otras
ocasiones de este encuentro de Jesús con Pedro en la mañana de la resurrección.
Hoy nos apetece acariciar estas palabras, tan bellas como sobrecogedoras:
Señor, tú sabes todo acerca de mí y, a
pesar de ello, me llamas… Ahora sí que comprendo el valor incalculable
que tiene la vida que has ofrecido, entregado, por mí… ¡Es tanta mi pobreza, tan escaso mi amor! Sin embargo, ahora ya sé
lo que es ser amado aunque yo no te haya sabido amar.
Sin salir de las entrañas de
Pedro, nos parece oír la respuesta de Jesús, o quizás mejor, las razones por
las que insiste en su llamada–invitación a que pastoree sus ovejas. Recogemos,
pues, las palabras del Señor y Maestro que resuenan en el alma asombrada y
sobrecogida de Pedro. El soliloquio ha dado paso a un diálogo íntimo en el que
el eco de cada palabra está cargado de mil resonancias, rebosantes todas ellas
de la ternura infinita del Hijo de Dios, y también, por qué no, de la ternura
del rudo pescador que está con Él.
Afinamos el oído y escuchamos la
respuesta que da el Hijo de Dios a su amigo y discípulo: Es cierto, conozco
todo sobre ti, conozco tu corazón mucho mejor que tú mismo. Acuérdate que en su
momento te advertí que no estabas todavía preparado para seguirme, mas también
te prometí que un día estarías capacitado para dar estos pasos (Jn 13,36). No
era entonces posible para ti ni para nadie. Al igual que todos los demás,
tenías una fe infantil, disonante; tu boca y tu corazón estaban desajustados.
La palabra de tus labios no estaba en absoluto en consonancia con tu corazón
tan voluble… Más de una vez lo habrás oído en la sinagoga cuando se leen los
textos proféticos: “Este pueblo me
honra con los labios pero su corazón está lejos de mí” (Is 29,13).
Justamente por esta disonancia no podías ni seguirme, ni ser pastor según mi
corazón. Una vez que he dado mi vida por ti y que ya te es posible el
seguimiento y la aceptación de mi llamada a ser pastor, rememoro nuestro primer
encuentro y te pregunto: ¿Quieres? Puesto
que ya puedes amarme a mí y a mis ovejas, te digo: ¿Me amas y las amas?
P.Antonio Pavía
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