lunes, 14 de abril de 2014

CANTAD, PAJARILLOS, CANTAD


Escuchaba hoy la propuesta un jovencísimo profesor de una facultad de teología de Roma, de que el Papa Francisco declarase un año jubilar en el que se perdonasen las deudas.

Hay que dejar claro que, en el año jubilar, en el Antiguo Testamento, lo que se perdonaban no eran las deudas exactamente. Si no que se trataba de un mecanismo de retorno de las propiedades embargadas a sus dueños a causa de la pobreza. Mecanismo dispuesto por Dios para que las tierras no se concentrasen en pocas manos, creando grandes latifundios y dejando sin tierras al resto.

De hecho, en el mismo texto que regula el año jubilar, se deja claro que los terrenos se embargarán calculando su valor de acuerdo a los años que queden hasta el año jubilar (Lev 25, 13-16).

No resulta éste post el lugar adecuado para explicar largamente la naturaleza espiritual y económica del año jubilar. Pero quede claro que la economía del pueblo de Israel en la época del Levítico era una economía de transacciones agrarias y trueques ganaderos en la que ni siquiera corría moneda alguna.

Plantear que se realice una condonación universal de las deudas en nuestro entero sistema financiero, así, por decreto, resulta impracticable. Es el pensamiento de los antisistema: si nos perdonan las deudas a todos, ya nadie tendrá deudas.

Hace años (era más una moda de hace años), algunos eclesiásticos manifestaban enérgicamente y con entusiasmo que habría que perdonar la deuda exterior de algunos países del Tercer Mundo. Resultaba evidente que no pocos de esos países africanos y no africanos con deuda exterior, tenían gobiernos endémicamente corruptos. Ríos de oro habían sido prestados para el desarrollo de esos países, y esos ríos de oro se habían secado sin producir ningún desarrollo. Curiosamente, esos gobernantes gozaban de cuentas en Suiza tan astronómicas como esos áureos ríos desaparecidos en combate.

La solución de esos bondadosos eclesiásticos era perdonar la deuda. No importaba que los mismos gobernantes corruptos que habían provocado la pobreza siguieran en el poder. No importaban las cuentas en Suiza. No importaba nada. Sólo importaba el discurso políticamente correcto.

Desde luego el buenísimo políticamente correcto de algunos clérigos llega a cotas de inutilidad difícilmente superables en los siglos por venir. Incluso entre los estadistas no creyentes, cuando se ha logrado algo es cuando ha llegado al poder alguien con una visión realista y pragmática del mundo, la economía y la sociedad.

Pero a mí no me hagáis caso. Yo sólo soy un pobre fariseo inquisidor corrompido y, por eso mismo, amante de los esplendorosos fastos pontificales.

P. FORTEA

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