jueves, 21 de marzo de 2013

FRANCISCO ASEGURA QUE CONTINUARÁ CON EL DIÁLOGO ECUMÉNICO


A las 12.30 de hoy, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, el santo padre Francisco ha recibido en Audiencia a los delegados fraternales de Iglesias, Comunidades Eclesiales y Organismos Ecuménicos Internacionales, Representantes del pueblo hebreo y de religiones no cristianas, que vinieron a Roma para la celebración del inicio oficial de su ministerio de Obispo de Roma y sucesor de Apóstol Pedro.

Durante el encuentro, después del saludo de su santidad Bartolomé I, patriarca ecuménico de Constantinopla, el papa Francisco pronunció el siguiente discurso.

Queridos hermanos y hermanas:

Lo primero de todo quiero dar las gracias de corazón por lo que mi hermano Andrea nos ha dicho. ¡Muchas gracias! ¡Muchas gracias!

Es motivo de particular alegría encontrarme hoy con vosotros, delegados de Iglesias Ortodoxas, de las Iglesias Ortodoxas Orientales y de las Comunidades eclesiales de Occidente. Os doy las gracias por haber querido formar parte de la celebración que ha marcado el inicio de mi ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro.

Ayer por la mañana, durante la Santa Misa, a través de vosotros ha reconocido espiritualmente presentes las comunidades que representáis. En esta manifestación de fe se sentía todavía más fuerte la oración por la unidad entre los creyentes en Cristo y al mismo tiempo, se podía entrever de alguna manera su realización plena que depende del plan de Dios y de nuestra leal colaboración".

Inicio mi ministerio petrino durante este año que mi venerado predecesor, Benedicto XVI, con intuición verdaderamente inspirada, ha proclamado para la Iglesia católica Año de la fe. Con esta iniciativa, que deseo continuar y espero sea de estímulo para el camino de fe de todos, él ha querido marcar el 50º aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, proponiendo una especie de peregrinación hacia lo que para cada cristiano representa lo esencial: la relación personal y trasformadora con Jesucristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado por nuestra salvación. Precisamente en el deseo de anunciar este tesoro perennemente válido de la fe a los hombres de nuestro tiempo, se encuentra en el corazón del mensaje conciliar.

Junto a vosotros no puedo olvidar cuánto el Concilio ha significado para el camino ecuménico. Me gusta recordar las palabras que el beato Juan XXIII, del que pronto recordaremos el 50º de su pérdida, pronunció en el memorable discurso de inauguración: "La Iglesia católica estima, por lo tanto, como un deber suyo, el trabajar con toda actividad para que se realice el gran misterio de aquella unidad que con ardentísima plegaria pidió Jesús al Padre celestial, estando inminente su sacrificio; ella goza de una paz suavísima, sabiendo que está íntimamente unida a Cristo en esas oraciones" (AAS 54 [1962], 793).

Sí, queridos hermanos y hermanas en Cristo, sintámonos todos íntimamente unidos a la oración de nuestro Salvador en la última cena con su invocación: ut unum sint. Pidamos al Padre misericordioso que podamos vivir plenamente la fe que hemos recibido como un regalo en el día de nuestro bautismo, y ser capaces de dar un testimonio alegre, libre y valiente de nuestra fe. Este será nuestra mejor servicio a la causa de la unidad de los cristianos; un servicio de esperanza para un mundo todavía marcado por la división, los contrastes y las rivalidades. Cuanto más fieles seamos a su voluntad, en los pensamientos, en las palabras y en las obras, más caminaremos real y sustancialmente hacia la unidad.

“Por mi parte, deseo asegurar, en la estela de mis predecesores, mi firme voluntad de proseguir el camino del diálogo ecuménico y doy ya las gracias al Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, por la ayuda que continuará ofreciendo, en mi nombre, por esta noble causa. Y os pido que llevéis mi cordial saludo y la seguridad de mi recuerdo en el Señor Jesús a las Iglesias y comunidades cristianas que representáis aquí, y que recéis por mí para que pueda ser un Pastor según el corazón de Cristo.

Y ahora me dirijo a vosotros representantes del pueblo hebreo, al que nos une un muy especial vínculo espiritual, desde el momento que, como afirma el Concilio Vaticano II, la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya, según el misterio divino de la salvación, en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas. (Decl. Nostra aetate, 4). Os doy las gracias por vuestra presencia y confío que con la ayuda del Altísimo, proseguiremos provechosamente el diálogo fraterno que el Concilio deseaba (cfr ibid.) y que, se ha realizado efectivamente, dando no pocos frutos especialmente durante las últimas décadas.

Saludo también y doy las gracias cordialmente a todos vosotros, queridos amigos pertenecientes a otras tradiciones religiosas; en primer lugar a los musulmanes, que adoran a un único Dios, viviente y misericordioso, y lo invocan en la oración, y a todos vosotros. Aprecio mucho vuestra presencia: en ella veo un signo tangible de la voluntad de crecer en la estima recíproca y en la cooperación por el bien común de la humanidad.

La Iglesia católica es consciente de la importancia que tiene la promoción de la amistad y del respeto entre hombres y mujeres de diferentes tradiciones religiosas --esto quiero repetirlo: promoción de la amistad y del respeto entre hombres y mujeres de diferentes tradiciones religiosas- lo demuestra también el precioso trabajo que desarrolla el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. También es consciente de la responsabilidad que todos tenemos con nuestro mundo, con la creación entera que debemos amar y custodiar. Y podemos hacer mucho por el bien de los que son más pobres, de los más débiles, de los que sufren, para promover la justicia, para promover la reconciliación, para construir la paz. Pero, por encima de todo, debemos mantener viva en el mundo la sed de absoluto, no permitiendo que prevalezca una visión de la persona humana de una sola dimensión según la cual el hombre se reduce a lo que produce y lo que consume: se trata de una de las trampas más peligrosas de nuestro tiempo

Sabemos cuánta violencia ha desencadenado en la historia reciente el intento de eliminar a Dios y a lo divino del horizonte de la humanidad, y advertimos el valor de dar testimonio en nuestras sociedades de la apertura originaria a la transcendencia que está grabada en el corazón del ser humano. En esto, sentimos cerca de nosotros también a todos aquellos hombres y mujeres que, sin reconocerse en tradición religiosa alguna, se sienten, sin embargo, en búsqueda de la verdad, de la bondad y de la belleza; esta verdad, bondad y belleza de Dios, y que son nuestros aliados inapreciables en el compromiso para defender la dignidad del ser humano, en la construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia amorosa de la creación.

Queridos amigos, gracias una vez más por vuestra presencia. A todos os dirijo mi cordial y fraterno saludo.

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