A las 12.30 de hoy, en la Sala
Clementina del Palacio Apostólico Vaticano, el santo padre Francisco ha
recibido en Audiencia a los delegados fraternales de Iglesias, Comunidades
Eclesiales y Organismos Ecuménicos Internacionales, Representantes del pueblo
hebreo y de religiones no cristianas, que vinieron a Roma para la celebración
del inicio oficial de su ministerio de Obispo de Roma y sucesor de Apóstol Pedro.
Durante el encuentro, después del
saludo de su santidad Bartolomé I, patriarca ecuménico de Constantinopla, el
papa Francisco pronunció el siguiente discurso.
Queridos hermanos y hermanas:
Lo primero de todo quiero dar las
gracias de corazón por lo que mi hermano Andrea nos ha dicho. ¡Muchas gracias!
¡Muchas gracias!
Es motivo de particular alegría
encontrarme hoy con vosotros, delegados de Iglesias Ortodoxas, de las Iglesias
Ortodoxas Orientales y de las Comunidades eclesiales de Occidente. Os doy las
gracias por haber querido formar parte de la celebración que ha marcado el
inicio de mi ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro.
Ayer por la mañana, durante la
Santa Misa, a través de vosotros ha reconocido espiritualmente presentes las
comunidades que representáis. En esta manifestación de fe se sentía todavía más
fuerte la oración por la unidad entre los creyentes en Cristo y al mismo
tiempo, se podía entrever de alguna manera su realización plena que depende del
plan de Dios y de nuestra leal colaboración".
Inicio mi ministerio petrino
durante este año que mi venerado predecesor, Benedicto XVI, con intuición
verdaderamente inspirada, ha proclamado para la Iglesia católica Año de la
fe. Con esta iniciativa, que deseo continuar y espero sea de estímulo para
el camino de fe de todos, él ha querido marcar el 50º aniversario del inicio
del Concilio Vaticano II, proponiendo una especie de peregrinación hacia lo que
para cada cristiano representa lo esencial: la relación personal y
trasformadora con Jesucristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado por nuestra
salvación. Precisamente en el deseo de anunciar este tesoro perennemente válido
de la fe a los hombres de nuestro tiempo, se encuentra en el corazón del
mensaje conciliar.
Junto a vosotros no puedo olvidar
cuánto el Concilio ha significado para el camino ecuménico. Me gusta recordar
las palabras que el beato Juan XXIII, del que pronto recordaremos el 50º de su
pérdida, pronunció en el memorable discurso de inauguración: "La Iglesia
católica estima, por lo tanto, como un deber suyo, el trabajar con toda
actividad para que se realice el gran misterio de aquella unidad que con
ardentísima plegaria pidió Jesús al Padre celestial, estando inminente su
sacrificio; ella goza de una paz suavísima, sabiendo que está íntimamente unida
a Cristo en esas oraciones" (AAS 54 [1962], 793).
Sí, queridos hermanos y hermanas
en Cristo, sintámonos todos íntimamente unidos a la oración de nuestro Salvador
en la última cena con su invocación: ut unum sint. Pidamos al Padre
misericordioso que podamos vivir plenamente la fe que hemos recibido como un
regalo en el día de nuestro bautismo, y ser capaces de dar un testimonio
alegre, libre y valiente de nuestra fe. Este será nuestra mejor servicio a la
causa de la unidad de los cristianos; un servicio de esperanza para un mundo
todavía marcado por la división, los contrastes y las rivalidades. Cuanto más
fieles seamos a su voluntad, en los pensamientos, en las palabras y en las
obras, más caminaremos real y sustancialmente hacia la unidad.
“Por mi parte, deseo asegurar, en
la estela de mis predecesores, mi firme voluntad de proseguir el camino del
diálogo ecuménico y doy ya las gracias al Consejo Pontificio para la Promoción
de la Unidad de los Cristianos, por la ayuda que continuará ofreciendo, en mi
nombre, por esta noble causa. Y os pido que llevéis mi cordial saludo y la
seguridad de mi recuerdo en el Señor Jesús a las Iglesias y comunidades
cristianas que representáis aquí, y que recéis por mí para que pueda ser un
Pastor según el corazón de Cristo.
Y ahora me dirijo a vosotros
representantes del pueblo hebreo, al que nos une un muy especial vínculo
espiritual, desde el momento que, como afirma el Concilio Vaticano II, la
Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se
encuentran ya, según el misterio divino de la salvación, en los Patriarcas, en
Moisés y los Profetas. (Decl. Nostra aetate, 4). Os doy las gracias por
vuestra presencia y confío que con la ayuda del Altísimo, proseguiremos
provechosamente el diálogo fraterno que el Concilio deseaba (cfr ibid.)
y que, se ha realizado efectivamente, dando no pocos frutos especialmente
durante las últimas décadas.
Saludo también y doy las gracias
cordialmente a todos vosotros, queridos amigos pertenecientes a otras
tradiciones religiosas; en primer lugar a los musulmanes, que adoran a un único
Dios, viviente y misericordioso, y lo invocan en la oración, y a todos
vosotros. Aprecio mucho vuestra presencia: en ella veo un signo tangible de la
voluntad de crecer en la estima recíproca y en la cooperación por el bien común
de la humanidad.
La Iglesia católica es consciente
de la importancia que tiene la promoción de la amistad y del respeto entre
hombres y mujeres de diferentes tradiciones religiosas --esto quiero repetirlo:
promoción de la amistad y del respeto entre hombres y mujeres de diferentes
tradiciones religiosas- lo demuestra también el precioso trabajo que desarrolla
el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. También es consciente de
la responsabilidad que todos tenemos con nuestro mundo, con la creación entera
que debemos amar y custodiar. Y podemos hacer mucho por el bien de los que son
más pobres, de los más débiles, de los que sufren, para promover la justicia,
para promover la reconciliación, para construir la paz. Pero, por encima de
todo, debemos mantener viva en el mundo la sed de absoluto, no permitiendo que
prevalezca una visión de la persona humana de una sola dimensión según la cual
el hombre se reduce a lo que produce y lo que consume: se trata de una de las
trampas más peligrosas de nuestro tiempo
Sabemos cuánta violencia ha
desencadenado en la historia reciente el intento de eliminar a Dios y a lo
divino del horizonte de la humanidad, y advertimos el valor de dar testimonio
en nuestras sociedades de la apertura originaria a la transcendencia que está
grabada en el corazón del ser humano. En esto, sentimos cerca de nosotros
también a todos aquellos hombres y mujeres que, sin reconocerse en tradición
religiosa alguna, se sienten, sin embargo, en búsqueda de la verdad, de la
bondad y de la belleza; esta verdad, bondad y belleza de Dios, y que son
nuestros aliados inapreciables en el compromiso para defender la dignidad del
ser humano, en la construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y
en la custodia amorosa de la creación.
Queridos
amigos, gracias una vez más por vuestra presencia. A todos os dirijo mi cordial
y fraterno saludo.
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