Ayer 25 de marzo fue la
festividad de San Dimas, que
este año pero no todos por mor de la movilidad de las fiestas de la Semana
Santa, celebramos en fecha muy idónea, apenas tres días antes del momento en
que se produjo su crucifixión y muerte, junto a la de otro personaje
importantísimo de la historia humana: Jesús
de Nazaret.
Y es que como bien sabemos, Jesús
no va sólo al Calvario, sino que lo hace acompañado de otros dos reos, algo en
lo que existe acuerdo entre los cuatro evangelistas. A todo ello dedicamos
nuestro artículo del pasado 5 de abril (pinche aquí si desea conocerlo) por lo que
no conviene reiterarse en ello. Sí insistiremos en que la tradición de llamar “Dimas” al buen ladrón procede de un
apócrifo, el Evangelio de Nicodemo,
cuyo manuscrito más antiguo conocido data del s. XI, en su sección denominada “Actas de Pilato”, (pues tiene una
segunda llamada “El descenso a los
Infiernos”) llama “Dimas”
al ladrón bueno, y “Gestas” al
malo, dando comienzo a una tradición que es la más sólida, por cuya senda
continúa otro importante apócrifo del género, la “Declaración de José de Arimatea”, del que se conoce un
manuscrito del s. XII, con gran auge en la Edad Media, la cual ofrece un
curioso relato de los cargos por los que Dimas habría sido crucificado:
El segundo […] se llamaba Dimas; era de origen galileo y poseía una posada. Atracaba
a los ricos, pero a los pobres les favorecía. Aun siendo ladrón, se parecía a
Tobit [Tobías], pues solía dar sepultura a los muertos. Se dedicaba a saquear a
la turba de los judíos; robó los libros de la ley en Jerusalén, dejó desnuda a
la hija de Caifás, que era a la sazón sacerdotisa del santuario, y substrajo
incluso el depósito secreto colocado por Salomón. Tales eran sus fechorías” (op.
cit. 1, 1-2).
No es sin embargo la única
tradición existente sobre su nombre. Algún manuscrito evangélico -no así la
Vulgata, versión oficial de los escritos canónicos desde el Concilio de Trento)
lo bautiza como Zoathán y al mal ladrón como Chámmata. El “Evangelio árabe
de la infancia” denomina Tito al buen ladrón y Dúmaco al malo.
Aunque no falten naturalmente
excepciones, como la maravillosa “Crucifixión”
(National Gallery, 1450) de Andrea del Castagno (n.1423-m.1457), tanto la
tradición como la iconografía cristianas han solido imaginar que los ladrones
crucificados junto a Jesús fueron atados al madero y no clavados: tal es el
caso de la versión de los hechos de las crucifixiones de Louis Alincbrot (Museo del Prado,
1440) o de Antonello Da Messina
(Koninklijk Museum voor Schone Kunsten de Amberes, 1475).
Se suele imaginar igualmente que
no pasaron por el mismo calvario que pasó él, salvándose desde luego de la
coronación de espinas –lo cual no es muy difícil de entender dada la estrecha
relación existente entre dicha tortura y el delito que se le imputa a Jesús,
proclamarse rey- pero también de la flagelación, pena que acostumbra a formar
parte del macabro ritual de la crucifixión, y hasta del paseo por la ciudad
cargados con la cruz.
La consolidación de tal tradición
obedece a múltiples razones. En primer lugar, la repentina entrada de los
ladrones en el relato evangélico, cuando Jesús ya ha sido flagelado, coronado de espinas y escarnecido en
varias ocasiones, hace que el lector del Evangelio se quede con la impresión de
que los ladrones no hubieran pasado por nada de eso, cuando en realidad, lo
único que ocurre es que los cronistas no se refieren a ello porque no interesa
al relato. En segundo lugar, el hecho de que para cuando Jesús ya ha muerto,
los ladrones aún están vivos en la cruz según relata Juan, invita igualmente a
pensar al lector que la pena de los ladrones hubiera sido más “benigna”. Pero
en tercer lugar y sobre todo, el hecho de que la pasión de los ladrones sirve
también a los evangelistas para poner en valor el aspecto redencional de la
pasión de Jesús, que no en balde y contrariamente a lo que ocurre con los
ladrones, no padecía por sus propios pecados, sino por los pecados del mundo,
según lo expone San Pablo:
“Creemos en Aquel que resucitó de
entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros
pecados, y resucitó para nuestra justificación”(Ro. 4, 24-25).
Curiosamente, si cuando se trata
del aspecto físico del tormento que padeció Jesús, el de los ladrones suele
imaginarse de inferior intensidad del de aquél a quien acompañan en la hora de
la muerte, cuando se trata del aspecto humano o psicológico por el contrario,
es Jesús el que lleva ventaja, apareciendo en la cruz con una cierta majestad
común a toda la iconografía cristiana, con los brazos extendidos, en posición
simétrica, con las piernas cerradas, vestido, piadoso, mientras los ladrones
aparecen crucificados en posiciones cómicas y asimétricas, retorciéndose en la
cruz, desnudos, maledicentes (sobre todo el malo), etc ..
Lo más probable es que salvo
determinados aditamentos de la condena de Jesús (la coronación de espinas), y
desde luego cierto cebamiento que se pudiera producir sobre su persona derivado
de la inquina que el pueblo judío exhibe ante el procurador romano, como
demuestra el hecho de que Jesús muriera antes que ellos, los ladrones sufrieran
una ejecución muy similar a la que sufrió Jesús y que, en consecuencia,
hubieran sido, como él, flagelados, paseados con la cruz por la ciudad,
clavados al madero, y en similar postura y vestimenta que Jesús.
Luis Antequera
No hay comentarios:
Publicar un comentario