Cuando el pasado 12 de abril
publiqué el artículo titulado “¿Quién
fue Judas Iscariote?”, se suscitó entre los comentaristas una
interesante cuestión sacada a colación por el que firma como Tokebil: “Muy interesante su
relato. Le hago una pregunta, ¿Por qué tenían que ser doce y no más los
apóstoles?”.
El tema tiene más enjundia de la que
pueda pensarse a primera vista, y lo primero que ha de decirse es que la cifra
no tiene nada de casual. El doce tiene, para empezar, algo de cifra mágica,
pues es el número más bajo divisible por dos, por tres y por cuatro, amén de
serlo también por seis.
Jacobo De La Vorágine se hace eco de
una extraña teoría a propósito del tema: “Quiso el Señor que los discípulos
fueran doce, porque doce es el producto de multiplicar el número tres
correspondiente a las personas de la Santísima Trinidad, por el número cuatro, ya
que cuatro son las partes del mundo en que la doctrina relativa a ese misterio
habría de ser predicada” (LeyDor. 44).
Ahora bien, ni el carácter mágico
del número doce, ni el extraño producto que nos propone De La Vorágines son,
embargo, la verdadera razón que lleva a Jesús a elegir doce grandes
colaboradores, sino otra bien diferente. Y es que doce son los apóstoles como
doce son los descendientes de Jacob en el Antiguo Testamento, habidos con
cuatro mujeres diferentes. Nos lo cuenta el Libro del Exodo: “Los hijos de
Jacob fueron doce. Hijos de Lía: el primogénito de Jacob, Rubén; después
Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón. Hijos de Raquel: José y Benjamín. Hijos
de Bilhá, la esclava de Raquel: Dan y Neftalí. Hijos de Zilpá, la esclava de
Lía: Gad y Aser. Estos son los hijos de Jacob, que le nacieron en Paddán Aram”
(Gn. 35, 22-26).
Doce son también, en consecuencia,
las tribus de Israel, pues éstas se conforman con los descendientes de cada uno
de esos hijos de Jacob. Y es con esas tribus que el Yahveh del Antiguo
Testamento concierta una alianza en la persona de su jefe Moisés, cuando ya en
desierto del Sinaí escapando de Egipto donde el Faraón les había esclavizado,
gracias a la ayuda de Yahveh, éste se le aparece y le dice: “Así dirás a la
casa de Jacob y esto anunciarás a los hijos de Israel: ‘Ya habéis visto lo que
he hecho con los egipcios, y como a vosotros os he llevado como alas de águila
y os he traído a mí. Ahora pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi
alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque
mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación
santa’” (Ex. 19, 3- 6).
Cuando cruzado el Sinaí tras la huida
de Egipto, el pueblo de Israel conquista el país de Canaán, Josué, el sucesor
de Moisés reparte las tierras entre las distintas tribus - la tribu de los
levitas, la duodécima, se reparte entre todas las demás tribus sin colonizar un
territorio en concreto -, pero los avatares de la convulsa historia israelí
llevará a que al cabo de tres siglos observemos dos naciones diferentes en los
territorios que ocupan los descendientes de Jacob: uno al norte, llamado
Israel, que ocupan diez de las tribus descendientes de Jacob; y otro al sur,
compuesto por los descendientes de Judá, que dará al país ese mismo nombre,
Judá, siendo conocidos desde entonces sus habitantes como judíos. En el año 733
a.C., los asirios someten el reino del norte, Israel, y esclavizan a todos sus
habitantes, iniciando el proceso que concluirá con la desaparición de esas diez
tribus descendientes de Jacob. El destino de Judea, aunque más tardío, no será
en principio muy diferente al del reino de los hermanos de raza: el bíblico Nabucodonosor II, rey de los caldeos,
conquista Judea en 587 a.C., devasta su capital Jerusalén, y reduce el Templo a
cenizas. Algunos de sus habitantes son deportados a Babilonia, unos pocos huyen
a Egipto, y un tercer grupo permanece en el país. Pero la reacción de la tribu
de Judá a la invasión será diferente a la de sus tribus hermanas, negándose a
fundir su destino con el de los ocupantes, e iniciando un repliegue sobre sí
mismos que les permitirá, a pesar de todos los avatares de la historia, llegar
a nuestros días como pueblo bien identificado, aun a pesar de ser pocos los
momentos históricos en los que hayan dispuesto de un territorio en el que hacer
realidad la aspiración de poseer su propio país. Por ser, precisamente, los
descendientes de Judá, serán conocidos en adelante como judíos.
La Nueva Alianza que viene a sellar
Jesús con su sangre, -“esta copa es la nueva alianza en mi sangre” (Lc.
22, 20), sentencia el Maestro galileo en la que ha de ser su última cena-, la
rubrica Jesús con las doce tribus que procederán de la labor evangélica de los
doce nuevos patriarcas de Israel. Buena prueba de lo cual es la declaración
solemne que realiza ante sus doce elegidos en la que nos da la clave definitiva
sobre el número de los elegidos: “Yo os aseguro que vosotros que me habéis
seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de
gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce
tribus de Israel” (Mt. 19, 28).
Esta identificación entre las doce
tribus de Israel y los doce miembros del colegio de apóstoles la volvemos a
encontrar en el Libro del Apocalipsis de San Juan cuando describe la Jerusalén
mesiánica: “Tenía [Jerusalén] una muralla grande y alta con doce
puertas; y sobre las puertas, doce ángeles y nombres grabados que son los de
las doce tribus de los hijos de Israel; al oriente tres puertas; al norte tres
puertas; al mediodía tres puertas; al occidente tres puertas. La muralla de la
ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce
apóstoles del cordero” (Ap. 21, 12-14).
La constitución del colegio de
apóstoles con un número de doce miembros es algo de lo que, a diferencia de lo
ocurrido con la denominación de apóstoles, se hacen eco los cuatro evangelistas
sin excepción. Mateo lo hace así: “Y llamando a sus doce discípulos les dio
poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos y para curar toda
enfermedad y toda dolencia.” (Mt. 10, 1).
También Marcos, en cuyo Evangelio
leemos: “Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él.
Instituyó Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con
poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce.” (Mc. 3, 13).
Con toda claridad lo hace Lucas: “Sucedió
que por aquellos días se fue él al monte a orar y se pasó la noche en la
oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió doce de
entre ellos, a los que llamó también apóstoles.” (Lc. 6, 12-16).
Y de manera algo más tangencial,
como si ya lo diera por hecho suficientemente conocido por sus lectores, Juan: “Jesús
dijo entonces a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Le respondió
Simón Pedro: “Señor, ¿Dónde quien vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna
y nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios”. Jesús les
respondió: “¿No os he elegido yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es un
diablo”. Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote, porque éste le iba a
entregar, uno de los Doce.” (Jn. 6, 67-71).
Luis
Antequera
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