¿Permite Dios las tentaciones? ¿Es algo que podemos evitar? Conoce el origen y
las causas de las tentaciones para luchar efectivamente contra ellas.
No todas las
tentaciones nos vienen del demonio; muchas nos vienen del mundo que nos rodea,
incluso de amigos y conocidos. Otras provienen de fuerzas interiores,
profundamente arraigadas en nosotros, qué llamamos pasiones, fuerzas imperfectamente
controladas y, a menudo, rebeldes, que son resultado del pecado original. Pero,
sea cual fuere el origen de la tentación, sabemos que, si queremos, siempre
podremos vencerla: "fiel es Dios, dice San Pablo, que no permitirá que
seáis tentados por encima de vuestras fuerzas" (I Cor. 10,13).
¿Cuál es
entonces el motivo por el que Dios permite que seamos tentados? Porque
precisamente venciendo la tentación adquirimos méritos delante de Él; porque
las tentaciones encontradas y venidas nos llevan a crecer en santidad. La frase
de San Pablo que acabamos de citar termina así: "sino que de la misma
tentación Dios os hará sacar provecho" (ib). Tendría poco mérito ser bueno
si fuera fácil. Los grandes santos no fueron hombres y mujeres sin tentaciones;
en la mayoría de los casos las sufrieron tremendas, y se santificaron
venciéndolas.
Es claro que
no podemos ganar en estas batallas nosotros solos. Contamos con la ayuda de
Dios para reforzar nuestra debilitada voluntad. "Sin Mí, no podéis hacer
nada" nos dice el Señor.
Su ayuda, su
gracia, está a nuestra disposición en ilimitada abundancia, si la deseamos, si
la buscamos. La confesión frecuente, la comunión y la oración habituales
(especialmente a la hora de la tentación) nos harán inmunes a la tentación, si
ponemos lo que está de nuestra parte. Sin embargo, sería tentar a Dios esperar
que Él lo haga todo. Si no evitamos peligros innecesarios si, en la medida que
podamos, no evitamos las circunstancias - las personas, lugares o cosas que
puedan inducirnos a tentación -, no estamos cumpliendo por nuestra parte. Si
imprudentemente nos ponemos en peligro.
El demonio
no sólo trata de dañarnos con las tentaciones, a veces pretende causar estragos
con la posesión diabólica. En los últimos años se ha puesto de moda en argumentos
cinematográficos el tema de la posesión diabólica que ciertamente existe, como
queda de manifiesto en la Biblia y en la continua experiencia de la Iglesia. En
ella, el diablo penetra en el cuerpo de una persona y controla sus actividades
físicas: su palabra, sus movimientos, sus acciones. Pero el diablo no puede
controlar su alma; la libertad del alma humana queda inviolada, y ni todos los
demonios del infierno pueden forzarla. En la posesión diabólica el individuo
pierde el control de sus acciones físicas, que pasan a un poder más fuerte, el
del diablo. Lo que el cuerpo haga, lo hace el diablo, no ese individuo.
La Liturgia
prescribe un rito especial para expulsar un demonio de una persona posesa, al
cual se llama exorcismo. En ese rito el Cuerpo Místico de Cristo acude a su
Cabeza, Jesús mismo, para que rompa la influencia del demonio sobre dicha
persona. La función de exorcista es propia de todo sacerdote, pero no puede
ejercerla oficialmente a no ser con permiso oficial del obispo, y siempre que una
cuidadosa investigación haya demostrado que es un caso auténtico de posesión y
no una simple enfermedad mental. El obispo debe seleccionar para este delicado
Oficio a un sacerdote especialmente docto y santo, y ayudarlo de cerca con
numerosas cautelas. No se puede jugar con el diablo, ni tomárselo a broma, ni
buscar "emociones fuertes" cerca de su presencia. Es demasiado triste
-y demasiado peligrosa- su realidad y su acción. Por eso, tampoco es prudente
escuchar discos de música diabólica, ver películas u obras teatrales que se
refieran a temas satánicos. Existe la obligación de no tomar parte ni como
espectador ni como escucha; si al diablo, imprudentemente y con ligereza, se le
invoca, seguramente por ahí andará.
LA GUARDIA PERSONAL
Siempre ha
sido bueno para un hombre verse acompañado de quienes aspiran a los más nobles
ideales y tienen gran talento. Su papel en la vida se empobrece si sólo trata a
gente igual o inferior a él. Se enriquece, en cambio, si se relaciona con
aquellos de quienes puede aprender alguna cosa, imitar en algo, emular en algo.
Por ello, si no frecuenta la compañía de los ángeles, ha prescindido de una
relación que podía haberle trasmitido esperanza, hacerle sentir orgulloso de
pertenecer a la gran familia de los seres inteligentes, de la cual es el más
modesto miembro, y darle confianza en sus esfuerzos, haciéndole saber que no
está sólo.
Tal vez sea
este el secreto del universal atractivo que los ángeles han ejercido siempre
sobre el hombre. En el mundo angélico, el alma humana se siente a gusto, en su
casa, como no lo puede estar en un mundo inferior; allí encuentra el común
Lenguaje del espíritu, la rápida comprensión, la fácil simpatía e
incuestionable ayuda que le permite ser él mismo y sentirse relajado y
tranquilo. Porque lo mejor del hombre reside en el mundo del espíritu.
Que cada
hombre tiene un ángel de la guarda personal no es materia de fe, pero sí algo
creído comúnmente por todos los católicos. Aun cuando esta verdad no se
encuentra explícitamente definida en la Escritura, y la Iglesia no la ha
definido como dogma, la sostiene toda ella, tanto en el Magisterio como en el
sentido universal de los fieles, que se apoya en la misma Escritura tal como ha
sido entendida por la Tradición de la Iglesia.
Santo Tomás
de Aquino aporta junto a otros muchos datos de conveniencia, dos de enorme
sentido común. ¿Quién necesita guardia o protección?, preguntan. Por una parte,
el que está débil o enfermo. Por otra, quien tiene enemigos más poderosos que
Él. Luego del pecado, nuestra naturaleza humana quedó enferma y débil para la
práctica del bien. Necesitamos, pues, quien nos cuide. Y tenemos (como cada día
lo constatamos más claro en la sociedad moderna) la tremenda presencia de seres
superiores que, con inteligencia preclara, están empeñados en dar muerte a
nuestras almas.
Sí, en el
mundo de los hombres, en su corazón, hay espacio suficiente para unos seres que
no ocupan lugar.
Ricardo Sada
Fernández
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