El Papa Francisco beatificó este domingo 4 de septiembre a Juan Pablo I, conocido como “el Papa de la sonrisa” cuyo Pontificado duró solo 33 días.
En su homilía, el Santo Padre dijo que el Papa Luciani con su sonrisa “logró transmitir la bondad del Señor” y añadió
que “es hermosa una Iglesia con el rostro alegre,
un rostro sereno y un rostro sonriente, que nunca cierra las puertas, que no
endurece los corazones, que no se queja ni alberga resentimientos, que no está́
enfadada, una Iglesia no enfadada, ni es impaciente, que no se presenta de modo
áspero ni sufre por la nostalgia del pasado, cayendo en el ‘indietrismo’”.
A continuación, la
homilía pronunciada por el Papa Francisco:
Jesús estaba en camino hacia Jerusalén y el Evangelio de hoy dice que
junto con Él «iba un gran gentío» (Lc 14,25).
Ir con Jesús significa seguirlo, es decir, ser sus discípulos. Sin embargo, a
estas personas el Señor les hace un discurso poco atractivo y muy exigente: el que no lo ama más que a sus seres queridos, el que no
carga con su cruz, el que no renuncia a todo lo que posee no puede ser su
discípulo (cf. vv. 26-27.33). ¿Por qué
Jesús dirige esas palabras a la multitud? ¿Cuál es el significado de sus
advertencias? Intentemos responder a estas preguntas.
En primer lugar, vemos una muchedumbre numerosa, mucha gente que sigue a
Jesús. Podemos imaginar que muchos habían quedado fascinados por sus palabras
y asombrados por los gestos que realizó; y, por tanto, habían visto en Él
una esperanza para su futuro.
¿Qué habría hecho cualquier maestro de aquella
época, o -podemos preguntarnos- qué
habría hecho un líder astuto al ver que sus palabras y su carisma atraían a
las multitudes y aumentaban su popularidad? Sucede también hoy,
especialmente en los momentos de crisis personal y social, cuando estamos más
expuestos a sentimientos de rabia o tenemos miedo por algo que amenaza nuestro
futuro, nos volvemos más vulnerables; y, así, dejándonos llevar por las
emociones, nos ponemos en las manos de quien con destreza y astucia sabe
manejar esa situación, aprovechando los miedos de la sociedad y prometiéndonos
ser el “salvador” que resolverá los
problemas, mientras en realidad lo que quiere es que su aceptación, su poder
aumenten, su figura, su capacidad de tener las cosas en un puño.
El Evangelio nos dice que Jesús no actúa de ese modo. El estilo de Dios
es distinto. Es importante entender cómo actúa Dios. El estilo de Dios es
distinto porque Él no instrumentaliza nuestras necesidades, no usa nunca
nuestras debilidades para engrandecerse a sí mismo. Él no quiere seducirnos
con el engaño, no quiere distribuir alegrías baratas ni le interesan las
mareas humanas. No profesa el culto a los números, no busca la aceptación, no
es un idólatra del éxito personal. Al contrario, parece que le preocupa que
la gente lo siga con euforia y entusiasmos fáciles. De esta manera, en vez de
dejarse atraer por el encanto de la popularidad, porque la popularidad encanta,
en vez de dejarse atraer por el encanto de la popularidad, pide que cada uno
discierna con atención las motivaciones que le llevan a seguirlo y las
consecuencias que eso implica.
Quizá muchos de esa multitud, en efecto, seguían a Jesús porque
esperaban que fuera un jefe que los liberara de sus enemigos, alguien que
conquistara el poder y lo repartiera con ellos; o bien, uno que, haciendo
milagros, resolviera los problemas del hambre y las enfermedades. De hecho, se
puede ir en pos del Señor por varias razones, y algunas, debemos reconocerlo,
son mundanas.
Detrás de una perfecta apariencia religiosa se puede esconder la mera
satisfacción de las propias necesidades, la búsqueda del prestigio personal,
el deseo de tener una posición, de tener las cosas bajo control, el ansia de
ocupar espacios y obtener privilegios, y la aspiración de recibir
reconocimientos, entre otras cosas. Esto sucede hoy entre los cristianos. Pero
este no es el estilo de Jesús. Y no puede ser el estilo del discípulo y de la
Iglesia. Si alguno sigue a Jesús por intereses personales, se ha equivocado de
camino.
El Señor pide otra actitud. Seguirlo no significa entrar en una corte o
participar en un desfile triunfal, y tampoco recibir un seguro de vida. Al
contrario, significa cargar la cruz (cf. Lc 14,27). Es decir, tomar como
Él las propias cargas y las de los demás, hacer de la vida un don, gastarla
imitando el amor generoso y misericordioso que Él tiene por nosotros. Se trata
de decisiones que comprometen la totalidad de la existencia; por eso Jesús
desea que el discípulo no anteponga nada a este amor, ni siquiera los afectos
más entrañables y los bienes más grandes.
Pero para hacer esto es necesario mirarlo más a Él que a nosotros
mismos, aprender a amar, obtener ese amor del Crucificado. Allí vemos el amor
que se da hasta el extremo, sin medidas y sin límites. La medida del amor es
amar sin medida.
Nosotros mismos -dijo el Papa Luciani- «somos
objeto, por parte de Dios, de un amor que nunca decae» (Ángelus,
10 septiembre 1978). Que nunca decae, es decir, que no se eclipsa nunca en
nuestra vida, que resplandece siempre sobre nosotros y que ilumina también las
noches más oscuras.
Y entonces, mirando al Crucificado, estamos llamados a la altura de ese
amor: a purificarnos de nuestras ideas distorsionadas sobre Dios y de nuestras
cerrazones, a amarlo a Él y a los demás, en la Iglesia y en la sociedad,
también a aquellos que no piensan como nosotros, e incluso a los enemigos.
Amar; aunque cueste la cruz del sacrificio, del silencio, de la
incomprensión y de la soledad, aunque nos pongan obstáculos y seamos
perseguidos. Porque -como dijo también Juan Pablo I- si
quieres besar a Jesús crucificado «no puedes por menos de inclinarte hacia la
cruz y dejar que te puncen algunas espinas de la corona, que tiene la cabeza
del Señor» (Audiencia General, 27 septiembre 1978).
El amor hasta el extremo, con todas sus espinas; no las cosas hechas a
medias, las componendas o la vida tranquila. Si no apuntamos hacia lo alto, si
no arriesgamos, si nos contentamos con una fe al agua de rosas, somos —dice
Jesús— como el que quiere construir una torre, pero no calcula bien los medios
para hacerlo; éste “pone los cimientos” y
después “no puede terminar el trabajo” (cf.
v. 29). Si, por miedo a perdernos, renunciamos a darnos, dejamos las cosas
incompletas: las relaciones, el trabajo, las
responsabilidades que se nos encomiendan, los sueños, y también la fe.
Y entonces acabamos por vivir a medias; y cuánta gente vive a medias,
también nosotros, muchas veces tenemos la tentación de vivir a medias. Vivir
sin dar nunca el paso decisivo, esto significa vivir a medias, sin despegar,
sin apostar todo por el bien, sin comprometernos verdaderamente por los demás.
Jesús nos pide esto: vive el Evangelio y vivirás
la vida, no a medias sino hasta el extremo. Vive el Evangelio, vive la
vida sin concesiones.
Hermanos, hermanas, el nuevo beato vivió de este modo: con la alegría del Evangelio, sin concesiones, amando
hasta el extremo. Él encarnó la pobreza del discípulo, que no implica
solo desprenderse de los bienes materiales, sino sobre todo vencer la
tentación de poner el propio “yo” en el
centro y buscar la propia gloria. Por el contrario, siguiendo el ejemplo de
Jesús, fue un pastor apacible y humilde. Se consideraba a sí mismo como el
polvo sobre el cual Dios se había dignado escribir (cf. A. Luciani/Juan Pablo
I, Opera omnia, Padua 1988, vol. II, 11). Por eso, decía: «¡El Señor nos ha recomendado tanto que seamos humildes!
Aun si han hecho cosas grandes, digan: siervos
inútiles somos» (Audiencia General, 6 septiembre 1978).
Con su sonrisa, el Papa Luciani logró transmitir la bondad del Señor.
Es hermosa una Iglesia con el rostro alegre, un rostro sereno y un rostro
sonriente, que nunca cierra las puertas, que no endurece los corazones, que no
se queja ni alberga resentimientos, que no está́ enfadada, una Iglesia no
enfadada, ni es impaciente, que no se presenta de modo áspero ni sufre por la
nostalgia del pasado, cayendo en el ‘indietrismo’.
Roguemos a este padre y hermano nuestro, pidámosle que nos obtenga “la sonrisa del alma”, aquella transparente, que
no engaña, “la sonrisa del alma”; supliquemos,
con sus palabras, aquello que él mismo solía pedir: «Señor,
tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me
deseas» (Audiencia General, 13 septiembre 1978). Amén.
Redacción ACI Prensa
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