UN NIÑO. UN GLOBERO Y LA MAGIA DEL ENCUENTRO...
EL GLOBERO
- La sirenaaa...
- El sol...
- El soldado...
- El globero...
Rojo, blanco, azul. Figuras redondas, lisas o llenas de colores que asemejan
caras de payasos coronadas con un gorro de papel. Todas ellas unidos con un
cordel a la mano morena de un sujeto chaparro y bigotón que se abre paso entre
la gente con un pito en la boca, llamando a los niños para comprar globos. Era la kermesse anual de la parroquia y nunca nos
imaginamos el final que tendría.
El frijol se deposita con cuidado en la cartulina y ante el azoro
estático de los ojos de Miguel, la cartulina, ¡su
cartulina! está llena.
- ¡Lotería, lotería...! Aquí, aquí. Tome señor y revise
que tengo todo en orden.
Con el rompecabezas y los dulces de premio en sendas bolsas de celofán
se descuelga de la silla. Aún le queda mucho dinero por gastar. No en vano
estuvo ahorrando desde las vacaciones y ahora es el momento de disfrutar. Él
hubiera querido guardar algo para los lonches del recreo, y llegó a dudar. Pero
la abuela le ayudó a decidirse, rompiendo de un buen mazazo el cochinito de
barro negro. Las monedas quedaron regadas por todo el cuarto. Incluso
distinguió algunos billetes que él no estaba tan seguro de haberlos depositado.
Lo contó todo, haciendo montones de uno, cinco y diez pesos. Le dio dos pesos y
un beso a la abuela y salió corriendo.
Era domingo, el penúltimo domingo de octubre. Lo anhelaba tanto... La noche
anterior se la pasó casi en vela, iluminado por la luna que era llena.
Arrodillado en su cama no pudo concentrarse en las oraciones. Las repetía una y
otra vez, pero entre una frase y otra se le cruzaban los patos del Arca de Noé,
el toro mecánico, los fantasmas y esperpentos de la Casa de los sustos, las
limonadas, los garapiñados, los muéganos y los últimos elotes de la temporada,
bañados de crema y espolvoreados de queso. Le vino incluso un fuerte dolor de
cabeza que él lo atribuyó a la emoción.
No podía concentrarse. Fue a su closet y escogió la ropa que se pondría al día
siguiente. Hizo una, dos, tres, hasta cinco combinaciones. Todas le parecían
buenas, pero siempre pensaba para sus adentros cual sería la mejor, la que a ella
más podría gustarle. Al día siguiente sería rico, tendría mucho dinero y bien
podría darse el lujo de invitarla a tomar una nieve, a pasear juntos en el túnel
del amor, a invitarle una hamburguesa y hasta a probar suerte en la tómbola
grande, la que costaba diez pesos el numerito. Todo lo tenía a su alcance, para
eso había ahorrado y para eso había soñado durante muchos meses. Por ello no
era fácil conciliar el sueño. Muchas emociones y esa punzada en la base del
cerebro que no lo dejaba en paz.
La luna, sus nervios y el dolor de cabeza lo invitaban a dar una paseo en la
terraza. Las bugambilias, los laureles de la India y el huele de noche estaban
quietos y fríos. Hacía días que ya había caído el cordonazo de San Francisco y
se sentía en el ambiente. Un cúmulo de ruidos se estacionaba en esos momentos,
siendo la quietud y el silencio la que ganaba terreno. A lo lejos podía ver
cómo se alzaba la carpa que habían alquilado para cobijar a la gente que se
daría cita mañana. Ya su cabeza estaba llena de los gritos del martillo, de la
rueda de la fortuna, de la música de la disco. Comenzaba a hacer su plan del
día: levantarse, ir a misa con sus papás, ayudarlos
a poner el puesto para después ir a casa de la abuela y romper el cochino que
con tanto esmero había engordado los meses anteriores. Y luego... Le
llegaban ideas y deseos tan rápidos y contradictorios que la cabeza le daba
vuelta y aceleraban los latidos de su corazón. Primero unos algodones, no, no,
es demasiado dulce. No, primero me subo a los coches chocones para probarlos y
ver que tan buenos están. No, eso es de mala suerte. Lo mejor es comprar
primero un pollito de los que le gustan a ella para que cuando la vea se lo dé
como regalo. Pero, ¿y si ya tengo hambre para ese
entonces? Uyy, ya sé, entonces me compro primero una paleta.
- Miguel, ¿qué haces ahí despierto en la terraza?
Vete ya a dormir, si no vas a coger un resfriado y no te vas a poder levantar
mañana.
Yo enfermo, ¿mañana? Ni hablar.
- Ya voy mamá.
Y en menos que canta un gallo, frente a la sorpresa de su mamá Miguel se metió,
cerró con fuerzas la puerta de la terraza y se escurrió en la cama, entre las
cobijas, hasta que el sueño fue adueñándose de su ser.
Flans y Timbiriche lo seguían por todas partes. Aquello era un tumulto. Nunca
antes había visto tanta gente en la Kermesse. ¿Sería la
hora? ¿Sería lo feliz que estaba por haber ganado su primera lotería? Tarde
se la hacía para encontrarse con sus papás, con los amigos, con ella para
presumir y compartir. Las gomitas serían para su mamá. Los chocolates rellenos
de cereza para su papá. Y el dulce de pepita bañado de piloncillo para ella.
También los garapiñados y las cocadas serían para sus cuates. Había tantos
dulces que sería muy difícil no compartirlos. Pero cuanta gente. Costaba mucho
abrirse paso entre todos ellos. Se veía que cada año la Kermesse de la
parroquia iba cobrando importancia. Hasta se veía gente desconocida, muy
desconocida. No reconocía a nadie y las caras se mezclaban unas con otras. La
cabeza le dolía cada vez más y la sentía muy pesada. Comenzó a ver que la gente
caminaba chueco, que el piso empezaba a ladearse y creyó que era un efecto más
de la casa de los sustos.
En un abrir y cerrar de ojos sintió que se quedaba ciego, pero de pronto vio
algo a lo lejos. Sí, era él. No lo podía creer. Primero distinguió el clásico
chiflido de su pito en la boca, invitando a los niños a comprar globos. No
creyó que hubiera un globero en la Kermesse, pues el padre Charlie siempre se
había opuesto a los globos. Ya se sabe... ideas fijas de algunos. Pero Miguel
pensó que el padre Charlie se había decidido a hacer el cambio cuando aquella
figura morena, chaparra y gorda avanzaba hacia él. ¿O
era él quien iba hacia el globero?. Tanto era su dolo de cabeza que
había perdido la noción del tiempo y la distancia. Los dos se abrieron paso
entre la gente. Parecía como si se conocieran desde hacía mucho tiempo.
- ¡Eres tú...! ¡Eres tú, el que me hizo ganar la
lotería! Mira lo que tengo, mira lo que me hiciste ganar: un rompecabezas y unos dulces. Gracias. Ah, mira,
quiero regalarte como a mi abuela, dos pesos y además...
- Miguel... Miguel.
Esa voz. ¿Qué tenía esa voz? ¿Dónde la había oído
antes? Había mucho ruido, le dolía enormemente la cabeza y se sentía muy
cansado. Pero la voz le ayudaba a sentirse mejor.
- Miguel, ¿es que no me reconoces? ¿Te sientes
bien? ¿No estás cansado?
- ¿Qué dices? Claro que te reconozco. Eres el globero
de la lotería, el que me hizo ganar los premios, mis primeros premios. Gracias
a ti me ahorré mucho dinero, porque iba a comprar dulces y un rompecabezas. Así
es que ya los tengo. Voy rápido a buscar a mis papás para darles la sorpresa.
Mira, aquí tienes estos dos pesos...
- Miguel...
-
Otra vez la voz. ¡Ay! ¡Cómo me duele la cabeza! Ya
me quiero ir con mis papás para que me den una aspirina o algo así. Señor, ya
déjeme ir. Pero... cada vez que me habla me siento bien. No, no. Me siento mal.
Ya me quiero ir con mis papás...
- Miguel, Miguel... Espérate un poco. Ven conmigo.
- ¿Adónde? No señor. Mire: le estoy muy agradecido por
haberme hecho ganar. Ya le dije que le regalo estos dos pesos. Pero déjeme ir
con mis papás. Me duele mucho la cabeza y me siento muy mal...
Dos gruesas lágrimas comenzaron a asomarse por los ojos de Miguel, rodando
hasta la mejilla y la barba. Estaba asustado de que la gente no lo reconocieran
al pasar. El tío Eduardo con su tía Leonor y sus dos primos no hicieron aprecio
de sus señas. Quizás es que habían pasado muy lejos y ni tiempo le dio de
gritarles adiós. Los amigos de la cuadra jugaban allá a lo lejos con una
pelota y él los llamaba con señas, pero le parecía que estaban muy metidos en
el juego. El padre Charlie iba y venía atendiendo muchos detalles y casi seguro
que no lo vio, ni a él, ni al globero. La gente parecía que no estuviera allí.
Ya debería ser la hora de la comida y él no tenía hambre. Le seguía doliendo la
cabeza y ya quería irse con sus papás.
-Miguel, ven conmigo...
- ¿Adónde? Ya le dije que me duele la cabeza. Déjeme
ir con mis papás, quiero irme con mis papás. Por favor...
- Coge mi mano y acompáñame.
Sin saber cómo, Miguel tomó la mano del globero. Aún le dolía mucho la cabeza
pero se sentía ya más tranquilo. Fueron recorriendo cada uno de los puestos y
no podía creer que nadie le compraba un globo a aquel señor, por más que
chiflara y chiflara con el pito que llevaba en la boca. Los puestos de comida
estaban llenos de gente. El olor del pollo con mole de a diez pesos el plato se
le metía hasta el estómago, provocándole retortijones. El cóctel de camarones,
las enchiladas suizas, el spaghetti boloñesa, las hamburguesas y los hot-dogs
con las papas fritas pasaban ante sus ojos y ante su boca. Para el postre había
pasteles, donas, nieve, paletas heladas. ¿Qué más podía
querer? Ahora se sentía más tranquilo y el dolor de cabeza estaba
cediendo. Se sintió con más confianza y apretó fuerte la mano del globero. Lo
vio de reojo y se dio cuenta que miraba a la gente tratando de llamar la
atención para vender un globo. Sintió lástima por él. ¿Qué
comería? ¿Tendría hambre? ¿Cuántos hijos tenía?
- Señor, señor...
- Dime Miguel... te escucho.
- ¿Cuántos hijos tiene?
- Muchos Miguel... muchos.
- ¡Ah! Y ¿no tiene hambre? Si quiere podemos ir
a los puestos de hot-dogs. Yo le invito unos con papas... y le podemos echar de
la salsa que usted quiere. ¿Le gusta la salsa de chile?
- Sí, me gusta mucho.
- Bueno. Mire: ahí hay un puesto. Déjeme y voy
por dos órdenes de papas fritas con muchos chiles jalapeños.
- No Miguel... ya nos tenemos que ir.
- ¿Adónde?
- ¿No quieres venir conmigo?
- Depende... Mire: antes me dolía la cabeza y
ahora, estando con usted, ya no me duele. Por eso me gusta estar con usted.
Pero dígame, ¿a dónde vamos? Déjeme ir a avisar a mis papás y rápido me regreso.
- No Miguel. Tus papás ya saben que estás conmigo.
- ¡Ah! ¿Usted les avisó? Bueno, pues vamos...
- Bien. Cógete fuerte de mi mano.
- ¿Qué? ¿Adónde vamos?
- No tengas miedo, Miguel. Cógete fuerte...
El globero dejó de chiflar. La gente siguió su camino. Comía, jugaba a los aros
o pescaba en las peceras de plástico con peces multicolores. A esas horas
comenzaban los telegramas de amor y los matrimonios en donde las arras de
plástico se intercambiaban y al final el beso era de ley. Los policías estaban
atentos para que todo el que no se hubiera casado, lo hiciera o fuera a la
cárcel. Y la multa por salir era muy cara... Las guerras de huevos rellenos de
harina y de confeti habían dejado su lugar, por falta de material bélico, a los
globos de agua. El café comenzaba a pasearse por las mesas y los jóvenes ya
estaban en la discoteca. Muy pronto las caras de todos fueron apareciendo
lejanas. Los ruidos cada vez se escuchaban con menor intensidad. Los colores
fueron cobrando más intensidad y bailaban delante de los ojos de Miguel. Ya no
tenía dolor de cabeza. Volteó y vio que el globero le sonreía. Estaba sujeto de
la mano y pronto sintió un leve tirón hacia arriba. Y para su admiración
comenzó a subir. Primero fue la sensación de un leve viento que se colaba en sus
calcetines. Después se dio cuenta que los zapatos comenzaban a quedarle flojos
y tuvo que hacer varios esfuerzos para que no se le cayeran. Por último el sol
le pareció que estaba casi a su altura y tuvo que entornar los ojos para no
deslumbrarse. Los globos se balanceaban en el aire y el viento los llevaba
suavemente de aquí para allá. No habían llegado muy alto, aunque comenzaba a
sentirse frío, pero se sentía feliz, plenamente feliz.
Ahora podía ver muy bien su pueblo: el campanario de la
iglesia, su escuela, la casa de la abuela y su casa propia con los caballos
galopando sin jinete. Los reconoció uno a uno y parecía que al recordar
su nombre, lo escuchaban, pues cada uno echaba una gran carrera en el llano
verde. Se rió con ellos. Más allá estaba la laguna, lugar delicioso en el
verano a donde podía ir a nadar en compañía de su padre. Y aquel verano le
había dado la sorpresa de recorrer sin parar toda la presa, desde la cortina
hasta el varadero de lanchas. Ahí lo estaba esperando su padre que lo venía
cuidando. Le dio un abrazo y sintió cuan fuerte era su papá. Papá, cuando sea
grande voy a ser más fuerte que tú". Claro, le había dicho besándolo en la
frente, serás el hombre y el jinete más fuerte de este pueblo".
Casi debajo de él estaba el granero del pueblo. Tuvo que ladear un poco la
cabeza para verlo bien. Ahí estaba: con su tejado de lozas cóncavas, albergaba
la cosecha de trigo de aquel año. No hacía más de dos semanas que yendo con su
padre la vio a ella. Ya la había visto en otras ocasiones, pero la última vez
parecía que hubiera sido la primera. Fue una sensación muy distinta, una
sensación que lo hizo ruborizarse.
-Y ahora, a ti que te pasa, ¿por qué te has puesto
rojo de repente?.
- No sé papá. Será el calor de la mañana...
Será el calor, será el calor...
A lo lejos contempló a todo el pueblo reunido en la Kermesse. Detuvo la vista
en sus padres y los vio asustados, nerviosos, dejando el puesto. Los vio correr
para ir a ver a un niño desvanecido que apretaba contra su pecho un
rompecabezas y tenía en la mano unos dulces en bolsas de celofán.
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