Los festejos han terminado. Vuelve la vida ordinaria. El tiempo pasa. La vida no se detiene. Llega un nuevo cumpleaños.
Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
El tiempo pasa. La vida no
se detiene. Llega un nuevo cumpleaños.
De niños, o también de grandes, el cumpleaños es el momento de los festejos. El
pastel, las velas, las canciones, los aplausos, los regalos...
En cada cumpleaños recordamos a los propios padres. Fueron ellos quienes, desde
su amor, se abrieron a la esperanza y a la vida. Fueron ellos quienes
soportaron días y noches de lloriqueos o de caprichos. Fueron ellos quienes
lavaron, compraron, levantaron, curaron, dieron de comer a un pequeñuelo indefenso
y necesitado.
Recordamos a otros familiares: hermanos, abuelos,
tíos, primos, sobrinos. En cada familia, ¡cuántas
relaciones no sólo de carne y de sangre, sino de afectos y de cariño sincero!
Recordamos a educadores: en una primaria con niños
que jugaban y que no sabían cómo escribir letras misteriosas, y en otras etapas
de formación, donde hombres y mujeres dieron lo mejor de sí mismos para
introducirnos en el mundo inmenso de la ciencia.
Recordamos a médicos, enfermeros, practicantes, farmacéuticos, profesionales de
la salud, que nos “cosieron” una herida
profunda, que nos dieron la medicina adecuada para curar una infección maligna,
que nos sonrieron para hacer más llevadero el momento de esa inyección tan
dolorosa.
Recordamos a catequistas, religiosas y laicos ejemplares; a sacerdotes que nos
dieron los sacramentos, sobre todo ese magnífico regalo de la Eucaristía y ese
encuentro purificador en cada confesión de los pecados.
Recordamos, en definitiva, a Dios. Él quiso nuestra llegada al mundo. Él quiso
acompañarnos en tantas situaciones difíciles y en tantas alegrías. Él quiso
iluminar los momentos de oscuridad y de dudas. Él quiso abrir ventanas de
esperanza ante la pérdida de un empleo, el inicio de una enfermedad, o las
caídas en ese mal tan destructivo que se llamada pecado.
Los festejos han terminado. Vuelve la vida ordinaria. El corazón ha sentido
algo parecido al perfume de jazmines y al canto de los petirrojos: la belleza
de una vida que inicia desde la bondad y que avanza, día a día, hacia el
encuentro eterno con el Padre que nos ama, y con tantos seres queridos que
fueron, o siguen siendo, faros de esperanza y de alegría.
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