[El
escritor Juan Manuel de Prada está llevando desde hace semanas su particular
diario de la pandemia en forma de punzantes Cartas del sobrino a su diablo,
evocando la célebre obra de C.S. Lewis. Recogemos una de las últimas entregas.]
En estos
días me lo paso pipa, ¡oh titoniso Escrutopo!, inspirando
en las distintas regiones españolas el uso obligatorio de la mascarilla. Me
provoca orgasmos encadenados comprobar cómo estas gentes apóstatas, que renegaron del velo y del ayuno y de la estameña que
antaño les ayudaban a salvar sus almas, se calzan en cambio estos bozales más aflictivos que
cualquier cilicio, pensando grotescamente que así salvarán sus cuerpos. Sobre
la mascarilla los «expertos» dijeron al principio que no servía para nada,
llegando a ridiculizar por aprensivos a los que se la ponían; luego empezaron a
recomendarla tímidamente, para terminar exigiéndola en determinadas
circunstancias. Pero tu sobrinín Orugario está ahora inspirando que se imponga
irracionalmente en toda ocasión y circunstancia, para humillar más
ensañadamente a la chusma arcillosa.
A veces
me acusas de no respetar el juramento titocrático que me obliga a venerar los
méritos de los carcamales de tu generación. Pero toda esta mascarada
desquiciada de las mascarillas hubiese sido por completo imposible si los
carcamales de tu generación no hubieseis fundado la idolatría de
la Ciencia, que junto al desaforado culto a la Democracia y la exaltación del
Placer y de la Carne completa la santísima trinidad de la religión antropólatra. Esta idolatría de la Ciencia nada tiene que
ver, por supuesto, con la indagación científica, que se dedicaba a explorar la
naturaleza para comprender mejor sus causas y llegar así a la primera, que es
el Enemigo; sino que aspira (empresa por completo quimérica) al dominio
utilitario de la naturaleza, colocándose por encima del bien y del mal (pero
sobre todo del Bien, renegando de su fuente). Todo intento de adentrarse en la
naturaleza sin reconocer la existencia de una primera causa está, sin embargo,
condenado al fracaso; y así la idolatría de la Ciencia no tardó en convertirse
en un batiburrillo de «avances» desnortados, fragmentarios, contradictorios
entre sí, un barrizal cientifista que en lugar de alumbrar la naturaleza la
tornó más turbia, hasta hacerla inextricable.
Esta
condición confusionaria de la idolatría de la Ciencia se está probando con
creces, ¡oh titoflero floripondio!, durante esta plaga coronavírica, donde los
«expertos» de la Organización de Mamporreros Satánicos (OMS) se divierten
lanzando mensajes contradictorios, dictaminando un día que el contagio se
produce por contacto directo y al día siguiente que se produce a través del
aire. O dictaminando un día que los enfermos sólo pueden contagiar si muestran
síntomas y al día siguiente afirmando que también pueden contagiar los
asintomáticos. O dictaminando un día que el organismo humano desarrolla
anticuerpos contra el coronavirus, para decir lo contrario al día siguiente. O…
En
realidad, ¡oh titotenusa cateta!, estos dictámenes de la Ciencia no son más que
la cháchara de unos farsantes que improvisan sobre la marcha, incapaces de
penetrar los misterios de la naturaleza, puesto que niegan su primera causa.
Pero la chusma apóstata, al haber expulsado el Enemigo
de sus almas, ya no puede hacer otra cosa sino obedecer borreguilmente esas
indicaciones contradictorias. Así
que este verano, mientras se siguen contagiando irremisiblemente, los españoles
se pasearán como almas en pena (o más bien como zombis lobotomizados, puesto
que han renegado de su alma) con su absurda mascarilla, temblones y genuflexos
ante mis caprichos, anticipando los tormentos que les aguardan en el infierno,
donde les sustituiremos la mascarilla por una mordaza de hierro candente que
les sellará los labios por toda la eternidad, para que no puedan quejarse.
Aunque son tan serviles que, si les dejáramos abrir el pico, en lugar de
quejarse se dedicarían a darnos las gracias, como ahora hacen con los botarates
que los gobiernan.
Publicado en ABC.
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