Recuerdo que una
vez, siendo aún un joven seminarista, me encontraba de vacaciones en casa de
mis padres y buscaba un lugar donde ir a Misa.
Tenía dos
opciones: o la misa parroquial, donde había un sacerdote que, doctrinalmente
era serio, o, simplemente, una capilla donde un buen cura celebraba la Misa Tradicional o según la “forma
extraordinaria” del rito romano, como le llaman ahora.
Y me decidí por esta
última.
Era un día de semana; éramos
tres gatos locos. Al terminar la Santa Misa, el sacerdote se me acercó y, muy
amablemente, me preguntó luego de intercambiar unas palabras el por qué no
había ingresado a un seminario “tradicional” (me
encontraba yo en un instituto religioso que, si bien tenía una formación
aceptable, aún después del “motu proprio” Summorum
pontificum, se había negado a dar el permiso a sus religiosos para
celebrarla en público).
Mi respuesta –un tanto
descarada, adrede y con el fin de provocar, lo admito– fue:
El cura, un cura tradicional y
–para peor, francés– puso cara de escandalizado aunque trató de disimularlo. Me
miró con esa ternura que los viejos miran a los jóvenes cuando dicen alguna
estupidez y la dejó pasar…
Hoy, a casi veinte años de ese
episodio, debo, sin propósito de enmienda, decir algo parecido, pero con más
fundamento: la misa tradicional no es lo único
importante, pero es la resultante de todo lo importante. Es un katejon.
Y me explico: el culto es, en cuanto tal, resultante de una cultura,
ese conjunto de hábitos humanos que configuran una sociedad en cuanto que son
expresivos de su racionalidad; en este sentido, la cultura cristiana, la
verdaderamente cristiana, engendró un culto que santificó durante
siglos a la Cristiandad. Un culto que era la consecuencia de un obrar de cara a
Dios, cumpliendo los mandamientos, pecando fuerte pero arrepintiéndose aún más
fuertemente, engendrando hijos, luchando y defendiendo la verdadera Fe, etc.
Por otro lado, la actual
cultura cristiana, un cadáver movido a la fuerza,
también posee su culto; un culto que, muchísimas veces y a raíz de la “libertad litúrgica” que se ha dado, parece ser,
en algunos templos, una práctica de adolescentes con traumas infantiles
irresueltos (si basta con ir de parroquia en parroquia para comprobar cómo en
una y en otra parecen celebrarse “ritos” distintos).
Y no decimos con esto que no
se pueda celebrar digna, atenta y devotamente la Santa Misa según el “novus ordo”. Se puede; y conocemos infinidad de
sacerdotes que lo hacen. Pero es a esto a lo que vamos: a que lo que creen quienes van a la Misa Tradicional, muchas veces
parece diferir enormemente de lo que creen quienes asisten a la misa “novus
ordo”. Y esto no es una crítica, es una evidencia estadística.
¿Por qué entonces preservar –entonces– la misa
tradicional?
No por mera arqueología
litúrgica, ni por los ornamentos, ni por los inciensos, silencios y polifonías
varias (pues tan fariseo o adolescente se puede ser en la misa tradicional como
en la misa novus ordo, ojo…), sino
por una cuestión política,
porque, como decía Maurras, politique d’abord, “ante todo, política”.
Es para intentar salvar lo
salvable de la polis kathólica que tratamos preservar la misa tradicional,
resultante de siglos de cultura cristiana y reservorio de todo lo que hoy muchos
desprecian. Es gracias a ella que, aunque no santifique per se a
los fieles ni a los sacerdotes (la celebraba tanto el Padre Pío como el Padre
Camilo Torres), les da un marco, un hábitat, una “armonía” entre
lo que se cree y lo que se celebra, para poder lograr una restauración
verdaderamente cristiana.
Por eso, la Misa no
es lo único importante, pero es lo más importante.
Que
no te la cuenten…
P. Javier
Olivera Ravasi, SE
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