«¡Animo!, hijo, tus
pecados te son perdonados» (Mt 9,2).
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
Cuando analizamos, sinceramente, la vida que
llevamos, descubrimos zonas de luz y zonas de sombra, momentos de generosidad y
momentos de egoísmo.
Queremos, entonces, reforzar lo bueno y corregir
lo malo. Llega la hora de hacer un plan, tomar propósitos, emprender un nuevo
esfuerzo.
En ocasiones, un defecto sigue ahí,
inexpugnable, como si nuestra voluntad no fuera capaz de destruirlo.
Eso ocurre, por ejemplo, cuando tantas veces
tomo lo que sé que perjudica mi salud, o veo lo que daña mi corazón, o entro en
conversaciones que faltan a la caridad.
Repito el propósito: no
encenderé la pantalla al acostarme. Llega la noche: la curiosidad vence
mis buenos deseos, y veo nuevamente lo que me lleva al pecado.
Tras volver a caer en los mismos pecados e
imperfecciones, resulta fácil hacer un examen introspectivo: ¿cuándo me equivoqué? ¿Desde qué rendija empezó a entrar
el mal en mi corazón?
Parece, entonces, que considero mi vida como
algo que puedo arreglar por mí mismo: basta un buen análisis para que la
voluntad tome las decisiones correctas y estirpe un vicio más o menos
arraigado.
Luego, con pena constatamos que el mal sigue
ahí, que cambiar es sumamente difícil. Incluso llegamos a enfadarnos con
nosotros mismos, o acusamos a otros de ser la causa de nuestras debilidades.
En todo ello hay cierta dosis de egoísmo,
incluso una mentalidad “pelagiana”: parece como si
todo dependiera de nosotros, como si pudiéramos quitar el pecado y crecer en la
virtud con las propias energías.
La doctrina cristiana nos enseña que el pecado
ha debilitado nuestra voluntad, y que sin la gracia es imposible agradar a Dios
y apartarnos del mal.
Por eso, si queremos, sinceramente, cambiar de
vida, no basta con las fuerzas interiores. Necesitamos la ayuda de Dios, que
acogemos de verdad cuando hay un corazón humilde y contrito (cf. Salmo 51).
Es posible que se repitan ciertas caídas, que
los pecados asomen una y otra vez. Pero si creemos en el Amor del Padre y si
acudimos a su misericordia, recibiremos fuerza no solo para levantarnos, sino
para emprender un camino nuevo.
Entonces la conversión se hará real y concreta
en nuestras vidas. Recordaremos, en lo más profundo de nuestras almas, las
palabras del mismo Cristo: “¡Animo!, hijo, tus
pecados te son perdonados” (Mt 9,2).
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