867. –POR LA GRACIA, EL PECADOR SALE Y SE RECUPERA DEL
PECADO. ¿TIENE QUE REPARAR POR EL PECADO COMETIDO?
–Después del capítulo de la Suma contra los gentiles, dedicado a la
necesidad que tiene el hombre pecador de la gracia, Santo Tomás explica que: «como el hombre no puede ir hacia uno de los contrarios
si no se separa del otro, para que vuelva mediante el auxilio de la gracia al
estado de rectitud, es necesario que se separe del pecado, por el cual se había
desviado».
Este estado recto, porque la
razón se sujeta Dios, las otras facultades a la razón y el cuerpo a su alma
racional, requiere que ya no se cometa pecado. «Y
como el hombre se dirige hacia el último fin y se aparta de él principalmente
por la voluntad, no sólo es necesario que el hombre se separe del pecado con un
acto exterior, dejando de pecar, sino también que se separe con la voluntad,
para levantarse del pecado por la gracia». Tiene que dejar de querer o
desear el pecado.
El pecador no desea, o «se
aparta voluntariamente del pecado, cuando se arrepiente de lo pasado y se
propone evitar en lo futuro. Luego es necesario que el hombre, levantándose del
pecado, no sólo se arrepienta del pecado pretérito, sino que también se
proponga evitar los futuros. Pues si el hombre no se propusiera desistir de
pecar, el pecado no sería de por sí contrario a la voluntad».
Además del arrepentimiento por
haber pecado y el propósito de no pecar más, que implican el apartarse o
librarse del pecado, se precisa cumplir un castigo o pena. Este tercer
requerimiento se explica, porque: «el movimiento
con que uno se aparta de algo es contrario al movimiento con que se acerca a
ello, como blanquear es contrario a ennegrecer. Por eso es preciso que la
voluntad se desvíe del pecado por actos contrarios a aquello por los cuales se
inclinó a él» [1].
Indica Santo Tomás, en la Suma teológica, que: «en
todo pecado mortal existen dos desórdenes aversión al creador y conversión
desordenada a las criaturas». Por ello, por una parte: «por la aversión al creador, el pecado mortal causa reato
de pena eterna, porque quien pecó contra el bien eterno debe ser castigado
eternamente». Por otra: «por la conversión
desordenada a las criaturas, el pecado mortal merece algún reato de pena,
puesto que del desorden de la culpa no se vuelve al orden de la justicia sino
mediante la pena. Es justo, pues, que quien concedió a su voluntad más de lo
debido sufra algo contra ella, con lo cual se logrará la igualdad» [2].
La razón es porque, aunque la
culpa es perdonada por la gracia, no queda perdonado todo su efecto, que es la
pena. En la culpa: «la aversión a Dios es lo
formal, mientras que la conversión a las criaturas es su elemento material.
Destruido lo formal de cualquier cosa, destrúyase también la cosa, como
destruido lo racional, perece la especie humana. Y, por lo mismo, el perdón de
la culpa mortal consiste precisamente en que, por la gracia, desaparece la
aversión de la mente a Dios junto con el reato de pena eterna».
La gracia destruye la parte
formal del pecado, y, por tanto, la culpa y la pena, que es eterna, porque el
pecado estuvo dirigido al bien eterno. «Sin
embargo, permanece la parte material a saber, la desordenada conversión a las
criaturas, a la cual es debido reato de pena temporal»
[3].
868. –¿POR QUÉ EL PECADO EXIGE EL REATO, O DEUDA, DE
PENA TEMPORAL?
–Santo Tomás, en la Suma contra gentiles, da varias razones sobre
la necesidad de castigo. En la primera se argumenta que, como el pecador: «se inclinó al pecado por apetecer y gozar de las cosas
inferiores (…) es menester que se desvíe del pecado mediante ciertos castigos
que aflijan su voluntad por haber pecado; pues así como por el deleite fue
arrastrada su voluntad para consentir el pecado, así también por el castigo se
asegure en abominarlo».
La segunda razón se basa en
esta observación: «incluso los animales se retraen
de los placeres más grandes por los dolores de los azotes. Es menester que el
que se levanta del pecado no sólo deteste el pecado pretérito, sino también que
evite el futuro. Luego es conveniente que sea castigado por el pecado, para que
así se asegure más en el propósito de evitar los pecados».
Una tercera razón es la
siguiente: «Lo que adquirimos con trabajo y
sufrimiento lo amamos más y lo conservamos con más diligencia; por eso quienes
adquieren el dinero con su propio trabajo lo gastan menos quienes lo adquieren
sin trabajo, ya sea de sus padres, ya sea de cualquier otro modo. Pero al
hombre que se levanta del pecado le es necesario principalmente conservar con
diligencia el estado de gracia y el amor de Dios, cosa que perdió pecando por
negligencia. Luego es conveniente que padezca trabajo y sufrimiento por los
pecados cometidos».
La última razón se basa en
que: «El orden de la justicia exige que se castigue
el pecado. La conservación del orden en las cosas manifiesta la sabiduría del
Dios que las gobierna. Luego el castigo del pecado pertenece a la manifestación
de la bondad y la gloria de Dios. Pero el pecador, al pecar, obra contra el
orden establecido por Dios, quebrantando sus leyes. Según esto, es conveniente
que lo restablezca, castigando en sí mismo lo que antes había pecado; y así se
sitúa totalmente fuera del desorden».
Todas estas razones demuestran
que: «después que el hombre ha conseguido por la
gracia la remisión del pecado y ha sido restablecido el estado de gracia, queda
obligado por la justicia de Dios a sufrir alguna pena por el pecado cometido. Y
así se impone a sí mismo esta pena, con ella se considera que se satisface a
Dios; ya que con tal trabajo y pena se restaura el orden divinamente establecido,
castigándose por el pecado, orden que había quebrantado pecando, siguiendo la
propia voluntad».
869. –¿LA PENA TEMPORAL DEBE IMPONÉRSELA SIEMPRE EL
PECADOR?
–Precisa a continuación Santo
Tomás que: «si no se impone a sí mismo esta pena
como quiera que lo que está sometido a la divina providencia no puede quedar
desordenado, Dios se la impondrá. Y esta pena no se llama satisfactoria, puesto
que no ha sido elegida por quien la sufre, sino que se llama purgativa, pues al
castigarle otro viene como a purgarse mientras se restablece lo que él
desordenó. Por esto se dice: «Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos
juzgados. Más juzgados por el Señor somos corregidos para no ser condenados con
el mundo» (1 Cor 11, 31,32)» [4].
Al comentar estos versículos,
advierte Santo Tomás que: «De parte nuestra la
causa de que Dios nos castigue es la negligencia, porque cuidamos poco de
castigar en nosotros las culpas cometidas. De ahí que diga San Pablo: «si nos
juzgásemos a nosotros mismos», fiscalizando y castigando nuestros
pecados, «no seríamos juzgados» por Dios, esto es,
no nos castigaría, ni en este mundo ni en el futuro».
Podría a ello oponerse una
dificultad, porque: «según dice San Pablo, en esta
misma carta: «ni aún yo me atrevo a juzgar de mí mismo» (1 Cor 4, 3); y
en otra: «Bienaventurado aquel que no es juzgado
por sí mismo» (Rm 14, 22)».
A esta objeción responde
seguidamente Santo Tomás: «uno puede juzgarse a sí
mismo de tres maneras. De una, examinándose y, por tanto, mirando en lo pasado
tanto como tiene que mirar por lo futuro, de acuerdo con lo que se dice en la
Escritura. «examine cada uno su propia conducta» (Gal 6, 4)».
De una segunda: «juzgándose uno a sí mismo y dando sentencia absolutoria,
como si en lo pasado no se encontrase culpa. En este sentido nadie debe
juzgarse a sí mismo de modo que se encuentre inocente, de acuerdo con las
palabras de Job: «Si yo quiero justificarme, mi propia boca me condenará; si me
muestro inocente, El me convencerá de que soy reo (Jb, 9, 20)».
De una tercera: «reprendiéndome, esto es, de haber hecho algo que se ve
como malo, y, por ello, reprendiéndose y castigándose, como dice Job:
«reprenderé ante su acatamiento mis caminos» (Jb 13, 15); y «expondré ante Él mi causa y mi boca llenaré de
increpaciones (Jb 23, 4)».
En cambio, cuando se dice: «Más juzgados por el Señor» (v.32) pone la causa
de parte de Dios y entonces «somos corregidos» o
castigados a fin de corregirnos, para que por la pena cada uno se aparte del
pecado. De ahí que diga Job: «dichoso el hombre a
quien el mismo Dios corrige» (Jb 5, 17), y se lee en Proverbios:
«porque el Señor castiga a los que ama» (Pr 5, 17)».
No siempre ocurre así, porque:
«como dice San Agustín: «si Dios ahora castigase
cualquier pecado con penas manifiestas, se creería que no reserva nada para el
último juicio». Por el contrario: «si ahora
dejase impunes todos los pecados, creeríamos que no existe la Providencia»
(La ciudad de Dios, I, 8, 2). Pues en
señal de que hay un juicio futuro, también en este mundo, castiga Dios por el
pecado, y con penas temporales, a algunos, mayormente recién dada o promulgada
la Ley, así en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. A este propósito leemos
en el Éxodo (32, 28), que por haber
adorado el becerro de oro perecieron muchos miles de hombres, y en los Hechos de los Apóstoles (5, 1-5), que por un pecado de mentira y de hurto Ananías y
Safira murieron con muerte repentina», porque habían pretendido engañar a la
autoridad suprema de la Iglesia, con afectación de moral escrupulosa e
hipocresía. «Asimismo por comuniones sacrílegas, en
la primitiva iglesia, a algunos los castigaba Dios con enfermedades corporales,
o aun con la muerte» [5].
También advertía San Alfonso
María de Ligorio: «Si Dios castigara inmediatamente
al hombre que le ofende, no se vería tan despreciado como se ve. Y porque no lo
hace así, movido de su misericordia nos espera, y retarda el castigo, se llenan
los pecadores de orgullo y siguen ofendiéndole». Sin embargo, añadía: «Debemos empero persuadirnos, que Dios espera y sufre; más
no espera y sufre siempre. (…) Dios tiene paciencia hasta cierto término,
pasado el cual, castiga los mayores pecados y los últimos; y cuanto mayor haya
sido la paciencia de Dios, tanto mayor será su castigo» [6].
Por ello, precisa que: «más debemos temer a Dios cuando tolera, que cuando
castiga inmediatamente», porque «aquellos
con quienes Dios usa de más misericordia, son castigados con mucho mayor rigor
si abusan de ella». Sin embargo: «cuanto
mayor es la luz que el Señor comunica a algunos para que se enmienden, tanto
mayor es su obcecación y pertinacia en el pecado» [7].
Por el contrario, cada uno
debe pensar: «y si Dios no me perdonase más, ¿cuál
sería mi suerte por toda la eternidad? Pero si el demonio os dice: No temáis,
Dios es misericordioso; respondedle al instante: ¿Y qué seguridad tengo yo de
que Dios usará de misericordia conmigo y me perdonará, si vuelvo a pecar?» [8].
Hay que tener siempre en
cuenta, escribe el santo Doctor de la Iglesia, que: «Dios
ha prometido el perdón al que se arrepiente; pero no ha prometido esperar hasta
mañana al que le ofende. Quizá el Señor os concederá tiempo de penitencia, y
quizá os lo negará. Pero si os lo niega, ¿cuál será la suerte de vuestra alma?
Entre tanto os ponéis en peligro de perderla por un vil gusto, y de condenaros
para siempre» [9].
870. –SE LEE EN LA SUMA TEOLÓGICA QUE: «LA
SATISFACCIÓN DEBE SER IGUAL A LA OFENSA». CON EL PECADO SE OFENDE A DIOS, PERO
NO ES INFINITO, PORQUE «NINGUNA ACCIÓN DEL HOMBRE PUEDE SER INFINITA». SIN
EMBARGO, «LA OFENSA CONTRA DIOS ES INFINITA, PUES SU GRAVEDAD SE MIDE POR LA DIGNIDAD
DEL OFENDIDO» [10].
¿CON EL SUFRIMIENTO DE LAS PENAS SE PUEDE SATISFACER LA OFENSA INFINITA DEL
PECADO?
–Para resolver esta dificultad,
debe tenerse en cuenta que, como explica Santo Tomás, por una parte: «El hombre se hace deudor de Dios, bien por razón del
beneficio recibido, bien por razón del pecado cometido. Y así como la acción de
gracias, o latría, mira a la deuda del beneficio recibido, así la satisfacción
mira a la deuda del pecado cometido».
Por otra, que: «como dice
Aristóteles: «En los honores que debemos a los
padres y a los dioses» (Ética, 8, c. 14,3), es imposible dar tanto
cuanto se debe; basta que el hombre dé lo que pueda, pues la amistad nos exige
lo equivalente más que en la medida de lo posible. Y esto es igual de alguna
manera, es decir, «proporcionalmente», porque
entre lo que es debido a Dios y Dios hay la misma proporción que entre lo que
éste da y Él. Y así se realiza, en cierto modo, lo esencial de la justicia».
Por consiguiente, respecto a
la satisfacción, hay que afirmar que: «el hombre no
puede satisfacer (compuesto de «satis» y
«facere») a Dios si el prefijo «satis»
(bastante) implica igualdad absoluta, pero sí implicando igualdad de
proporción. Y esto, así como basta para que haya justicia, también basta para
que haya satisfacción» [11].
Además, aunque la
satisfacción, que es «una compensación de la ofensa
pasada» [12],
que ha sido hecha a Dios, al: «igual que la ofensa
tiene cierta infinitud por ir contra la infinita majestad de Dios, así la
satisfacción recibe cierta infinitud de su infinita misericordia, en cuanto
está informada por la gracia, merced a la cual se hace grato lo que el hombre
puede entregar» [13].
De este modo, el hombre puede
satisfacer por los pecados personales. Sin embargo, no puede satisfacer por el
pecado original. «Por el original sólo pudo
satisfacer el que es Dios y hombre» [14],
porque: «el pecado original, aunque tenga menos
razón de pecado que el actual, sin embargo, es un mal más grave, por ser
infección de la misma naturaleza humana. De ahí que no puede ser expiado por la
satisfacción de un puro hombre, como el actual» [15].
En cambio, el personal, en cuanto a la pena temporal puede satisfacerla el
hombre, puesto que: «al hombre se le ha impuesto
una medida, que se exige, a saber, el cumplimiento de los preceptos divinos, a
los cuales puede añadir algo para satisfacer» [16].
871. –SEGÚN LO DICHO, «LA SATISFACCIÓN ES UNA
COMPENSACIÓN DE LA OFENSA HECHA A DIOS». SIN EMBARGO, PARECE QUE LOS CASTIGOS
NO OFRECEN NINGUNA COMPENSACIÓN, PORQUE «DIOS NO SE DELEITA EN NUESTRAS PENAS»
(TOB 3, 22)» [17].
ENTONCES: ¿POR QUÉ LA SATISFACCIÓN A DIOS TIENE QUE SER CON CASTIGOS?
–Explica Santo Tomás que: «La satisfacción dice orden a la ofensa pasada, por la
cual ofrece una compensación y a la culpa futura, de la cual nos preserva. Y
por este doble capítulo son necesarias las obras penales».
Se advierte que son precisas
las penas o castigos, porque: «La compensación de
una ofensa implica el restablecimiento de la igualdad entre el que ofende y el
ofendido. En materia de justicia humana, esta igualdad se consigue mediante la
substracción de un bien a aquel que tiene más de lo debido y su adición a otro,
al cual se lo habían quitado».
Esta devolución parece que no
pueda realizarse con respecto a Dios, a quien no se puede quitar nada, ni, por
tanto, devolver. No obstante, de algún modo es posible, porque: «aun siendo cierto que a Dios nada se le puede quitar de
su ser divino, sin embargo, el pecador, con su pecado, se esfuerza cuanto puede
por quitarle algo». El hombre, con el pecado, trata de substraerse del
amoroso dominio de Dios, que tiene sobre él con sus leyes, que le llevan a la
posesión de su fin último o bien supremo.
Por consiguiente: «para que haya compensación es necesario que el pecador
pierda por la satisfacción algo suyo que redunde en honor de Dios» [18].
Podría pensarse que con cumplir los mandamientos y así hacer obras buenas se
satisfacería o compensaría la ofensa a Dios, que se ha hecho por el pecado: «Satisfacer, dice San Anselmo «es tributar a Dios el
honor debido» (Por qué Dios se hizo hombre, I, c. 11)»
[19],
porque «pecar es negar a Dios lo que se le debe» [20].
Sin embargo, las buenas obras
no son suficientes, porque: «la obra buena, en
cuanto buena, no quita nada a quien la hace, antes bien le perfecciona». Para
perder algo propio para compensar: «la substracción
no puede realizarse con obras buenas, a menos que sean penales. Así, pues, para que una obra sea satisfactoria es
necesario que sea buena, a fin de que honre a Dios, y penal, de suerte que
sustraiga algo al pecador» [21].
Debe ser, aunque buena, una pena o castigo para el pecado.
Puede así concluirse que: «lo debido por el pecado es la compensación de la ofensa,
la cual no puede hacerse sin padecimiento del pecador» [22].
Puede así ser satisfactorio, porque: «aunque Dios
no se deleite en las penas en cuanto tales, se complace en ellas en cuanto son
justas» [23].
Además de esta importante
función satisfactoria: «de modo semejante, la pena
preserva de nuevas culpas, pues uno vuelve más difícilmente a los pecados
cuando por ella sufrió alguna pena. Y así, según Aristóteles, «las penas son
medicinas» (Ética, c. 3, n. 4)» [24].
872. –ADEMÁS DEL CASTIGO O PENA PURGATIVA, QUE IMPONE
DIOS, Y LA PENA SATISFACTORIA, QUE SE ASIGNA EL MISMO PECADOR Y QUE TIENE
TAMBIÉN UN CARÁCTER MEDICINAL POR PRESERVAR DE FUTUROS PECADOS, ¿PUEDE
HABLARSE, SEGÚN ESTA EXPLICACIÓN DE SANTO TOMÁS DE MERAS PENAS MEDICINALES?
–Declara
Santo Tomás, en otro lugar de la Suma Teológica,
que el castigo o la pena: «siempre dice relación a
una culpa anterior propia; unas veces con la culpa actual, cual sucede cuando
uno es castigado por Dios o por los hombres a causa de un pecado cometido;
otras veces con la culpa original», del pecado de nuestros primeros padres,
que afectó a la naturaleza humana. No hay, por tanto, castigo sin una culpa
anterior, sin que sea, por tanto, una pena.
Advierte seguidamente, que, no
obstante, «algunas cosas a veces parecen penales,
sin que de hecho tengan verdadera razón de pena», sin que obedezcan, por
ello, a pecado alguno. «Pues, la pena es una de las
especies del mal, que a su vez consiste en privación de bien». Además,
como: «en el hombre existen diversas clases de
bienes, a saber, del alma, del cuerpo y de cosas exteriores, suele a veces
acontecer que el hombre sufre detrimento en algún bien inferior a fin de que
aumente el bien superior». Así, por ejemplo: «padece
menoscabo en sus riquezas para conservar la salud, o en ambas cosas a fin de
salvar su alma y mantener la gloria de Dios».
Como, en estos casos: «el menoscabo no es un mal absoluto, sino mal relativo
del hombre, no tiene razón de pena, sino de medicina, pues también los mismos
médicos suelen recetar pociones bien amargas con el fin de restablecer la
salud». Estos males relativos: «no tienen
razón de pena, propiamente hablando, pues no pueden reducirse, como a su causa,
a una culpa anterior».
Sin embargo, en otro sentido,
también estas penas medicinales están relacionadas con una culpa anterior, «de una manera indirecta, en cuanto que la misma
necesidad de emplear medicinas penales para sostener la naturaleza procede de
la corrupción de la naturaleza, que es pena del pecado original». Por
ello, en el estado de justicia original o «estado
de inocencia no habría necesidad de inducir al hombre a su perfección mediante
ejercicios penales». Por consiguiente, en los castigos medicinales: «lo que hay de pena en estos casos se reduce a la culpa
original como a su causa» [25].
Como medicinales: «es el sentido de muchas penas de la presente vida que
Dios nos manda para humillación o para probarnos». Advierte Santo Tomás
que, no obstante: «Nadie es castigado en los bienes
espirituales sin culpa propia, ni en esta ni en la otra vida, en la cual las
penas no son ya remedio preservativo, sino consecuencia». Nota que: «la medicina nunca priva de un bien mayor para procurar
un bien menor, por ejemplo, para curar el pie privar de la vista, sino que a
veces daña en lo menor para auxiliar a los miembros principales. Y como los
bienes espirituales son de mayor valor que los temporales, puede uno recibir un
castigo en estos últimos sin culpa alguna anterior» [26].
873. –EN LA SUMA TEOLÓGICA, TAMBIÉN SE DICE:
«PARECE QUE NO PUEDEN SER SATISFACTORIAS LAS PENAS CON QUE DIOS NOS CASTIGA EN
ESTA VIDA» [27].
LA RAZÓN ES PORQUE, POR UN LADO: «NADA PUEDE SER SATISFACTORIO SI NO ES
MERITORIO»; POR OTRO, PORQUE: «SÓLO MERECEMOS POR LO QUE DEPENDE DE NOSOTROS.
COMO LOS CASTIGOS QUE DIOS NOS MANDA NO DEPENDEN DE NOSOTROS, PARECE QUE NO
PUEDEN SER SATISFACTORIOS» [28].
¿LOS CASTIGOS DE DIOS PUEDEN SERVIR PARA SATISFACER LA PENA TEMPORAL DE LOS
PECADOS?
–La respuesta de Santo Tomás a
la pregunta, que se sigue de esta dificultad, se encuentra en la siguiente
distinción: «La compensación que se debe por las
ofensas pasadas puede realizarla aquel que las cometió u otro. Cuando la hace
otro, tiene más razón de vindicación que de satisfacción. Por el contrario,
cuando la hace el deudor, tiene también razón de satisfacción». El
castigo que viene de Dios tendría principalmente un carácter vindicativo, en
cambio, si el castigo tiene su origen en el mismo pecador, destaca su carácter
satisfactorio o compensatorio.
No obstante, las penas que
vienen de Dios también pueden ser como los que se impone el mismo pecador,
porque: «los castigos infligidos por Dios por los
pecados se tornan satisfactorios, si el que los sufre se los apropia de alguna
manera. Se hacen propios en cuanto los acepta para purgar sus pecados
soportando los castigos con paciencia» [29].
Ante el castigo, el pecador puede adorar la decisión divina y someterse a ella.
De esta manera la acepta, la ofrece en sacrificio y la une al sacrificio del
Salvador y pide por Él la paciencia en el sufrimiento [30].
De manera que no debe
admitirse que: «los castigos que Dios nos manda»,
y, por ello, «no dependen de nosotros, no pueden
ser satisfactorios» [31],
porque: «aunque esos castigos no están totalmente
en nuestro poder, lo están en cierto modo, es decir, en cuanto los soportamos
pacientemente. «Haciendo de la necesidad virtud», pueden convertirse en sólo
meritorios sino también satisfactorios» [32].
En cambio, si el que sufre los
castigos de Dios: «los resiste con impaciencia, no
los convierte en algo propio. Y, por lo tanto, no tienen carácter de
satisfacción, sino sólo de vindicación» [33],
por la justicia que ha sido quebrantada por los pecados. Su resistencia al
inevitable castigo divino, no le permite estar en paz, sino impaciente o
exasperado.
Escribía Santa Catalina, en
una de sus cartas, que Jesucristo le había dicho en privado: «Ten tu alma dispuesta a sufrir penas según el modo con
que Dios las dé (…) yo no doy ni quito si no es para la santificación y (…) ve
que sólo el amor me mueve a daros la dulzura y a quitarla». No deben
eludirse los sufrimientos, sino decir, por tanto: «gracias
sean dadas a mi Creador, que se ha acordado de mí en el tiempo de las
tinieblas, castigándole con sufrimientos en el tiempo perecedero. Gran amor es
este, pues no me quiere castigar en el tiempo que no termina»
[34].
El alma conservará así la «tranquilidad de espíritu» y mantendrá «siempre firme la voluntad de agradar a Dios. Sobre esta
piedra se halla fundada la gracia». De manera que –había añadido el
Señor en esta revelación privada–: «si dices: «no
me parece tenerla» (la gracia), te digo que es falso, porque si no la tuvieses
no temerías a Dios. Es el demonio el que te hace ver esto para que entre el
alma en confusión y desordenada tristeza y mantengas firme tu voluntad en
desear los consuelos, el tiempo y los lugares a tu capricho. No le creas, hija
queridísima, sino ten tu alma dispuesta a sufrir penas según el modo con que
Dios las dé» [35].
874. –LOS CASTIGOS DIVINOS SON SATISFACTORIOS PARA LOS
QUE SE HAN ARREPENTIDO DE SUS PECADOS Y YA NO DESEAN COMETERLOS MÁS, «PERO LOS
CASTIGOS DE DIOS SE INFLIGEN A LOS MALOS Y A ELLOS SE DEBEN PRINCIPALMENTE» [36],
Y, POR TANTO, AQUELLOS QUE RECHAZAN LA GRACIA DE DIOS Y CONTINÚAN Y DESEAN
PERMANECER EN EL PECADO. ¿PARA LOS MALOS SON TAMBIÉN SATISFACTORIOS?
–La respuesta negativa de
Santo Tomás queda justificada con la siguiente explicación: «Según San Agustín «como un mismo fuego quema la paja y
hace brillar el oro» (La ciudad de Dios, I, c. 8, 2), así
también unos mismos castigos purifican a los buenos y llenan de impaciencia a
los malos. Y, de esta manera, aunque los castigos sean comunes, la satisfacción
sólo es propia de los buenos» [37].
Para los malos, el castigo sólo es vindicativo de la justicia divina ya en este
mundo.
875. –TAMBIÉN PARECE QUE EXISTAN CASTIGOS NO
SATISFACTORIOS, QUE TAMPOCO PUEDEN SER DE JUSTICIA O VINDICATIVOS, POR NO
RECIBIRSE POR LOS PECADOS, PORQUE «ESTOS CASTIGOS SE INFLIGEN A LOS QUE NO HAN
COMETIDO PECADOS, COMO ACONTECIÓ A JOB» [38],
QUE: «ERA UN HOMBRE SENCILLO, RECTO, QUE TEMÍA A DIOS Y HUÍA DEL MAL» [39].
¿QUÉ RAZÓN DE SER TIENEN ESTOS CASTIGOS NO SATISFACTORIOS?
–Estos castigos a los buenos
tienen también un carácter satisfactorio, porque: «las
penas miran siempre a la culpa pasada, pero algunas veces sólo a la naturaleza,
no a una culpa personal» [40].
No guardan relación con pecados propios, sino con el pecado original, pecado
personal del primer hombre, que ha afectado a la naturaleza de todos los demás,
porque: «todos los hombres que nacen de Adán pueden
considerarse como un único hombre, en cuanto convienen en la naturaleza que
reciben del primer hombre, al modo que en el derecho civil se consideran como
un cuerpo, y la comunidad entera como un hombre» [41].
De manera que: «Si no hubiese precedido la culpa de la naturaleza
humana, no habría ninguna pena. Más, puesto que preexiste la culpa de
naturaleza, Dios castiga a algunas personas sin culpa personal de ellas». El
motivo, que no sería necesario, sin pecado original, es doble: «para mérito de la virtud y para preservación de pecados
futuros». Estos castigos, por tanto, permiten vivir las virtudes como la
paciencia y el sometimiento a Dios, y que se eviten pecados personales futuros.
Son castigos, por tanto,
satisfactorios, porque: «estas dos cosas también se
necesitan en la satisfacción, pues hace falta que la obra sea meritoria para
honra de Dios; y protección de la virtud, para preservemos de nuevos pecados» [42].
A la gracia de estas virtudes frente al sufrimiento del castigo, seguirán más
gracias que evitarán el pecado y, por tanto, su castigo correspondiente.
876. – ¿CUÁLES Y CÓMO SON LOS CASTIGOS QUE NO VIENEN
DE DIOS, SINO DEL QUE COMETIÓ LOS PECADOS?
– Para resolver esta cuestión,
nota Santo Tomás que: «La satisfacción debe ser
tal, que por ella nos privemos de algo en honor de Dios». Para
determinar cuales son los bienes de los que hay que desposeerse, advierte
seguidamente que: «Nosotros no tenemos más que tres
bienes: bienes del alma, bienes del cuerpo y bienes de fortuna o exteriores.
Estos últimos los entregamos por la limosna; los del cuerpo, por el ayuno». En
cambio, los terceros: «los bienes del alma, no
debemos substraérnoslo en lo que tienen de esencia ni disminuirlos, ya que por
ellos nos hacemos gratos a Dios, sino someternos totalmente a Dios, lo cual se
consigue por la oración» [43].
Las obras satisfactorias son,
por tanto: «el ayuno, la limosna y la oración» [44].
Obras, que deben entenderse en sentido amplio, porque, como precisa Santo
Tomás: «Todo lo que causa aflicción al cuerpo va
incluido en el ayuno; y todo lo que se hace en utilidad del prójimo tiene razón
de limosna, y de manera semejante, todo lo que sea adoración de Dios tiene
carácter de oración» [45].
877. – ¿LAS TRES CLASES DE OBRAS SATISFACTORIAS SÓLO
SE INFIEREN POR LOS TRES GÉNEROS DE BIENES QUE POSEE EL HOMBRE?
–Santo Tomás afirma también que:
«este elenco también se justifica teniendo en
cuenta que, como se ha dicho, la satisfacción «extirpa las causas de los
pecados» (Supl., q. 12, a. 3, ob. 1)» [46].
Explica en este lugar citado que: «Las causas
próximas del pecado actual son dos: por una parte, la inclinación causada por
la costumbre o el acto de pecado y las reliquias del pecado pasado; y por otra,
las ocasiones exteriores para pecar, como la oportunidad, una mala compañía, y
otras parecidas» [47].
Sin embargo, seguidamente hace
varias precisiones. En primer lugar, que: «estas causas del pecado no son causas suficientes,
puesto que de ellas no se sigue el pecado necesariamente; no pasan de meras
ocasiones» [48].
En segundo lugar: para que no sean efectivas, «tales causas en esta vida se quitan por la
satisfacción». Por último, en tercer lugar,
que «la concupiscencia, que es causa remota del
pecado actual, no desaparece totalmente en esta vida por la satisfacción, pero
se debilita» [49].
La concupiscencia, en el
sentido de deseo desordenado, que es «causa remota» o raíz de todo pecado, es
triple. De manera que: «Las raíces de los pecados
son tres: «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de
la vida» (1 Jun 2, 16). Contra la
concupiscencia de la carne se dirige el ayuno; contra la concupiscencia de los
ojos, la limosna; contra la soberbia de la vida, la oración»
[50].
878. –COMO AFIRMA EL AQUINATE: «LOS CONTRARIOS SE CURAN
CON SUS CONTRARIOS» [51].
¿POR QUÉ LOS TRES GÉNEROS DE OBRAS SATISFACTORIAS –EL AYUNO, LA LIMOSNA Y LA
ORACIÓN– SON CONTRARIOS, Y, POR TANTO, REMEDIOS DE LOS TRES GÉNEROS DE PECADOS?
–Santo Tomás para explicar la
afirmación de San Juan sobre los tres deseos o amores que «hay en el mundo» [52],
o que constituyen lo que llamamos mundo, nota que brotan del pecado del
egoísmo, porque: «el amor desordenado de sí mismo
es causa de todo pecado».
Con la concupiscencia de la
carne se refiere a la concupiscencia natural, pero nota Santo Tomás que: «hay que distinguir una doble concupiscencia: la natural,
que tiende a las cosas de que nuestra naturaleza se sustenta, tanto en orden a
la conservación del individuo –la comida, la bebida y cosas semejantes– como a
la conservación de la especie, cual sucede en las cosas venéreas». En el
desorden de este deseo natural, que hace que en lugar de su finalidad, se
busque el deleite que acompaña a este deseo, se basan los vicios capitales de
la gula y la lujuria, que constituyen el primer género de pecados, la
«concupiscencia de la carne» [53].
Cualquiera de las tres obras
satisfactorias pueden remediar todo género de pecados, sin embargo, explica
Santo Tomás: «Cada una de ellas se apropia a una
determinada categoría de pecados, pues es razonable que: «por las cosas que uno
peca, por las mismas es también castigado» (Sab 11, 17) y que la satisfacción destruya la raíz del pecado sometido» [54].
Los pecados de la concupiscencia de la carne se satisfacerían con el ayuno,
pero en un sentido amplio, porque: «todo lo que
causa aflicción al cuerpo va incluido en el ayuno» [55].
También basada en estos deseos
naturales: «La otra concupiscencia es anímica, esto
es que no procuran sustento o deleite por los sentidos de la carne, sino que se
hacen deleitables por la aprehensión de la imaginación, y también por una
percepción o concepto, como son el dinero, el ornato de los vestidos y cosas
semejantes. Esta concupiscencia anímica es la que le llama concupiscencia de
los ojos». En esta concupiscencia habría que situar por tanto, los pecados de avaricia, o codicia del dinero, y vanidad,
o deseo desordenado de gloria u honor, que es vanagloria, o gloria hueca o irreal.
A esta segunda concupiscencia
se le denomina de los ojos: «ya se tome por la
concupiscencia del mismo acto de ver; ya se refiera a la curiosidad (…) ya por
referirse a las cosas que se propongan exteriormente a los ojos con la
intención de que excite la concupiscencia» [56].
Además de la curiosidad, que pretende conocer desordenadamente, por ejemplo,
por afán de dominio o por soberbia, también puede referirse la concupiscencia
de los ojos al deseo de ser visto, admirado y alabado por los «ojos» de los demás.
Las dos clases de
concupiscencia, permiten establecer que: «Hay dos
clases pecados carnales: unos que se consuman en el deleite de la carne, como
la gula y la lujuria; otros que se consuman en algo ordenado al cuerpo, pero
cuyo deleite afecta más al espíritu que al cuerpo, como la avaricia». Lo
mismo se puede decir de la vanagloria y los otros desordenes citados. «De donde se sigue que tales pecados son un intermedio
entre los espirituales y carnales. Por lo cual, es precioso que se les oponga
una satisfacción apropiada, como es la limosna» [57],
o el acto de caridad de dar algo al que lo necesita. No se limita a los bienes
materiales, porque «todo lo que se hace en utilidad
del prójimo tiene razón de limosna» [58].
La tercera concupiscencia, la
soberbia de la vida, es un desorden del apetito irascible, «cuyo objeto es el bien o mal sensible, no en absoluto,
sino bajo la razón ardua o difícil» [59].
Los deseos irascibles pueden, por tanto, originar pecados, que no son tan
básicos como los deseos concupiscibles, ya que no es tan fácil caer en ellos
porque la dificultad que entraña conseguir el bien pretendido. Además, todos
ellos hay que considerarlos como anímicos, porque: «todas
las pasiones del apetito irascible se adaptan a la concupiscencia anímica».
De manera que: «el apetito desordenado de un bien arduo pertenece a la
«soberbia de la vida», pues soberbia es apetito desordenado de excelencia» [60],
y es el fin de todos los pecados, por los que el hombre se asemeja al pecado de
soberbia de los demonios, que les llevó a su rebeldía contra Dios. La soberbia
de la vida se satisface con la oración, pero en general, porque: «todo lo que sea adoración de Dios tiene carácter de
oración» [61].
879. –¿SÓLO POR EL AYUNO, LA LIMOSNA Y LA ORACIÓN SE
PUEDE SATISFACER POR LOS PECADOS?
–Precisa Santo Tomás, en la Suma contra los gentiles, que respecto a la
liberación del pecado también: «ha de tenerse en
cuenta que, cuanto el ánimo se desvía del pecado, el desprecio del pecado y la
adhesión del ánimo a Dios pueden ser tan vehementes que no quede obligación a
pena alguna».
Se sigue de ello que, por un
lado: «la pena que uno padece después de la
remisión del pecado es necesaria para que el ánimo se adhiera más firmemente al
bien, al ser el hombre castigado por las penas, pues las penas son como ciertas
medicinas». Por otro: «para que también se
observe el orden de la justicia, cuando el que pecó soporta la pena».
Sin embargo: «el amor a Dios basta para confirmar la mente del hombre
en el bien, principalmente si fuera vehemente, y la displicencia de la culpa
pretérita, cuando fuere intensa, produce gran dolor. Según esto, por la
vehemencia el amor de Dios y del odio del pecado pretérito se excluye la
necesidad de la pena satisfactoria o purgativa». El amor a Dios y el
odio al pecado tienen tanta importancia que incluso: «aunque
la vehemencia no sea tan grande que excluya totalmente la pena, no obstante,
cuanto más vehemente fuere tanto menor pena bastará».
Además, también advierte Santo
Tomás que hasta puede satisfacer una persona por otra, porque: «como decía Aristóteles: «lo que hacemos por los amigos
parece que lo hacemos por nosotros mismos» (Ética, III, 5), porque la amistad y principalmente el amor de caridad
hacen de dos uno solo. Y por esta razón uno puede satisfacer a Dios por otro
como por sí mismo, principalmente cuando fuere necesario».
La razón es la siguiente: «la pena que el amigo padece por él la reputa uno cual si
la padeciese él mismo; y así no carece de pena cuando padece con el amigo que
padece, y tanto más cuanto que él es para el otro la causa de padecer. Y,
además, el afecto de la caridad produce una satisfacción más acepta a Dios en
aquel que padece por el amigo que si padeciese por sí mismo pues esto es propio
de la caridad, espontánea, y aquello de la necesidad. De donde se deduce que
uno puede satisfacer por otro con tal de ambos estén en caridad. Por
esto se dice; «Ayudaos mutuamente a llevar a
vuestras cargas, ya sí cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6, 2)»[62].
880. –¿NO PARECE DEMASIADO SEVERA LA DOCTRINA DEL
CASTIGO DE SANTO TOMÁS?
–Si se considerara desmesurada
o muy rígida podría ser, porque, como decía en nuestra época el recién
canonizado San Juan Enrique Newman: «No sabemos en
realidad qué son el pecado, el castigo y la gracia. No sabemos que es el
pecado, porque no conocemos a Dios. No tenemos medida para compararlo hasta que
no descubrimos lo que Dios es. Solamente la gloria, perfecciones, santidad y
bellezas divinas pueden enseñarnos, por contraste, a sentir el pecado; y dado
que en esta vida no vemos a Dios, debemos recibir con la fe, hasta llegar al
cielo, que sea el pecado».
Únicamente Cristo comprendió
perfectamente lo que es el pecado, porque, como también nota Newman: «Solo advirtió la plenitud de maldad contenida en la
conducta pecadora Aquel que, conociendo al Padre desde la Eternidad con
perfecto conocimiento mostró con la muerte su sensibilidad única hacia el
pecado, y siendo Dios se entregó a terribles sufrimientos de alma y cuerpo como
adecuada satisfacción por la culpa». Sus palabras y toda su vida son «garantía de la verdad de esta doctrina sobrecogedora: un
solo pecado grave basta para alejarnos de Dios definitivamente» [63].
Al pecador, le puede ser
aplicada inmediatamente la justicia divina en este mundo o ser diferida en el
mismo en la eternidad. «El Creador concede tiempo a
un hombre para que se convierta, y se lleva a otro mediante una muerte
repentina (…) Uno muere perdonado y otro no. Nadie es capaz de predecir lo que
ocurrirá en su propio caso. Nadie puede prometerse tiempo seguro para el
arrepentimiento, o que, si dispone de tiempo, se verá movido sobrenaturalmente
hacia Dios, o que tendrá cerca un sacerdote que le absuelva» [64].
Para algunos, el que Dios difiera
su juicio misericordiosamente, sólo significa que va tener: «ocasión de sumar nuevas faltas a las anteriores» y «que
llegado el castigo, será mayor. Dios es terrible cuando habla al pecador. Es
más terrible cuando se contiene. Es aún más terrible cuando calla. Hay hombres
a quienes se permite una larga vida, de feliz apariencia, al margen de Dios.
Nada indica externamente ni les recuerda lo que va a suceder, hasta que un día
les sorprende la sentencia irreversible» [65].
De este modo, hay pecadores
que: mueren diariamente, y despiertan ante la
eterna ira de Dios». Advierten entonces que: «han
caído bajo la justicia de Aquel cuya misericordia abusaron». Pertenecen
al grupo de hombres que por: «trivializar el amor
de Dios, tientan su justicia y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el
precipicio» [66].
Eudaldo Forment
[6] San Alfonso María de Ligorio, Sermones
abreviados para la dominica primera de Cuaresma, del número de los pecados,
Sermón XV para la dominica primera de Cuaresma, n. 5
[30] Cf. JEAN de VIGUERIE,
El sacrificio de la tarde. Vida y muerte de Madame Élisabeth, hermana
de de Luis XVI, Madrid, Editorial San Román, 2018, p. 203.
[34] José Salvador y
Conde, O. P., Epistolario de Santa Catalina de Siena. Espíritu y
doctrina. Salamanca, Edit. San Esteban, vol. I, Salamanca 1982, Carta
17, pp. 263-264.
[52] 1 Jn 2, 15. «No améis al
mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él
la cariad del Padre; pues todo lo que hay en el mundo: concupiscencia de la
carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida, no vienen del Padre,
sino que viene del mundo (1 Jn 2, 15-16)».
[63] John Henry
Newman, Discursos sobre la fe, Madrid, Ediciones Rialp, 2000, Disc. 2º,
«Descuido de las llamadas y advertencias divinas», p. 65.
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