Una era en la que la
Iglesia sufrió una prueba muy dura que le dejaron la marca de las heridas
causadas por obra de la Revolución.
Por: n/a | Fuente: Mercaba.org
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Desde 1790, el proceso revolucionario se
radicalizó, adoptando una actitud cada vez más agresiva hacia la Iglesia. El 13
de febrero se decidió la supresión de los votos monásticos, y el 12 de julio la
Asamblea aprobó la «Constitución civil del clero», que
subvertía de raíz la organización eclesiástica. Surgía una Iglesia galicana, al
margen de la autoridad pontificia, de estructura episcopalista y presbiteriana,
donde los obispos y los párrocos eran elegidos por el pueblo y los
nombramientos episcopales serían solamente notificados a Roma. La Asamblea
exigió a los sacerdotes juramento de fidelidad a la Constitución política,
dentro de la cual estaba incluida la mencionada «Constitución civil». El papa
Pío VI prohibió el juramento y excomulgó a los sacerdotes que lo prestaran
(12-III-1791). La Asamblea Legislativa, que sucedió a la Constituyente, decretó
el 27 de mayo de 1792 la deportación de los sacerdotes «no juramentados»; en
septiembre, la Convención sustituyó a la Asamblea Legislativa y comenzaron las
matanzas de sacerdotes. Abolida la Monarquía, se proclamó la República y Luis
XVI fue ajusticiado el 21 de enero de 1793.
Los años 1793-1794 representaron la fase más trágica del período revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanzó su punto álgido. Muchos murieron en el patíbulo y se intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el calendario fue sustituido por un calendario «republicano». La entronización de la «Diosa Razón» en la catedral de Notre-Dame (10-XI-1793) y la institución por Robespierre del culto al «Ser Supremo» fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadora. Los años siguientes registraron alternativas de distensión y renovada persecución religiosa. Esta se recrudeció bajo el directorio jacobino (1797-1799), cuando los franceses ocuparon Roma y se proclamó la República romana. El papa Pío VI, anciano y enfermo, fue deportado a Siena, Florencia y, finalmente, a Francia. El 29 de agosto de 1799, en la ciudadela de Valence-sur-Rhone, falleció Pío VI a los ochenta y un años de edad. Algunos revolucionarios exaltados proclamaron a los cuatro vientos que había muerto el último papa de la Iglesia.
El 9 de noviembre de aquel mismo año, un golpe de Estado elevó a Napoleón Bonaparte a la magistratura de primer cónsul. Cuatro meses después, el 14 de marzo de 1800, el cónclave reunido en Venecia elegía al cardenal Chiaramonti como papa Pío VII. Dos grandes personalidades irrumpían así en el escenario de la historia, de la que fueron principales forjadores durante los tres primeros lustros del siglo XIX. Napoleón, pragmático y realista, era consciente del arraigo de la fe cristiana en el pueblo francés, que no había logrado destruir la tormenta revolucionaria. Pío VII, por su parte, deseaba ardientemente la normalización de la vida de la Iglesia en Francia. Un nuevo Concordato sería el instrumento adecuado para regular las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que pronto se transformaría en Imperio. El Concordato se firmó el 17 de julio de 1801 y una de sus consecuencias fue la creación de un nuevo episcopado, tras la renuncia de los obispos favorables a la revolución, que habían emigrado al extranjero.
El Concordato tuvo, sin duda, consecuencias favorables para la Iglesia: permitió una restauración de la vida cristiana en Francia, favorecida por la renovación del sentimiento religioso. El Concordato hizo también posible la apertura de seminarios sostenidos por el Estado y la consiguiente formación de un nuevo clero; el criterio de Napoleón con respecto a las órdenes religiosas fue en cambio muy restrictivo. Hay que advertir, por otra parte, que durante la época napoleónica tomó cuerpo en Francia un partido o un grupo de opinión claramente opuesto al Cristianismo y a la Iglesia, integrado por gentes de diversa extracción: propietarios de antiguos bienes eclesiásticos, funcionarios públicos, militares profesionales, intelectuales del Instituto de Francia y obreros del incipiente proletariado urbano.
Llegó pronto la hora en que Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del propio Pontificado instrumentos al servicio de sus intereses políticos, y entonces tropezó con la serena, pero resuelta, resistencia del papa. El conflicto con Pío VII surgió cuando el emperador quiso que el papa se uniera al bloqueo continental contra Inglaterra, decretado en noviembre de 1806. Ante la negativa del pontífice, Napoleón reaccionó con violencia: los Estados Pontificios fueron anexionados y se declaró a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII, reducido a prisión, fue deportado a Savona (6-VII-1809) y, ante su negativa a sancionar los decretos de un pseudoconcilio reunido en París (1811), Napoleón ordenó su traslado a Francia, donde se le asignó como residencia el palacio de Fontainebleau. En 1814, Pío VII recuperó la libertad y el 7 de junio de 1815 retornaba definitivamente a Roma. Once días más tarde, el 18 de junio, acontecía la batalla de Waterloo.
El Cristianismo y la Iglesia habían sufrido una prueba muy dura y llevaban la marca de las heridas causadas por obra de la Revolución.
Los años 1793-1794 representaron la fase más trágica del período revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanzó su punto álgido. Muchos murieron en el patíbulo y se intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el calendario fue sustituido por un calendario «republicano». La entronización de la «Diosa Razón» en la catedral de Notre-Dame (10-XI-1793) y la institución por Robespierre del culto al «Ser Supremo» fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadora. Los años siguientes registraron alternativas de distensión y renovada persecución religiosa. Esta se recrudeció bajo el directorio jacobino (1797-1799), cuando los franceses ocuparon Roma y se proclamó la República romana. El papa Pío VI, anciano y enfermo, fue deportado a Siena, Florencia y, finalmente, a Francia. El 29 de agosto de 1799, en la ciudadela de Valence-sur-Rhone, falleció Pío VI a los ochenta y un años de edad. Algunos revolucionarios exaltados proclamaron a los cuatro vientos que había muerto el último papa de la Iglesia.
El 9 de noviembre de aquel mismo año, un golpe de Estado elevó a Napoleón Bonaparte a la magistratura de primer cónsul. Cuatro meses después, el 14 de marzo de 1800, el cónclave reunido en Venecia elegía al cardenal Chiaramonti como papa Pío VII. Dos grandes personalidades irrumpían así en el escenario de la historia, de la que fueron principales forjadores durante los tres primeros lustros del siglo XIX. Napoleón, pragmático y realista, era consciente del arraigo de la fe cristiana en el pueblo francés, que no había logrado destruir la tormenta revolucionaria. Pío VII, por su parte, deseaba ardientemente la normalización de la vida de la Iglesia en Francia. Un nuevo Concordato sería el instrumento adecuado para regular las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que pronto se transformaría en Imperio. El Concordato se firmó el 17 de julio de 1801 y una de sus consecuencias fue la creación de un nuevo episcopado, tras la renuncia de los obispos favorables a la revolución, que habían emigrado al extranjero.
El Concordato tuvo, sin duda, consecuencias favorables para la Iglesia: permitió una restauración de la vida cristiana en Francia, favorecida por la renovación del sentimiento religioso. El Concordato hizo también posible la apertura de seminarios sostenidos por el Estado y la consiguiente formación de un nuevo clero; el criterio de Napoleón con respecto a las órdenes religiosas fue en cambio muy restrictivo. Hay que advertir, por otra parte, que durante la época napoleónica tomó cuerpo en Francia un partido o un grupo de opinión claramente opuesto al Cristianismo y a la Iglesia, integrado por gentes de diversa extracción: propietarios de antiguos bienes eclesiásticos, funcionarios públicos, militares profesionales, intelectuales del Instituto de Francia y obreros del incipiente proletariado urbano.
Llegó pronto la hora en que Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del propio Pontificado instrumentos al servicio de sus intereses políticos, y entonces tropezó con la serena, pero resuelta, resistencia del papa. El conflicto con Pío VII surgió cuando el emperador quiso que el papa se uniera al bloqueo continental contra Inglaterra, decretado en noviembre de 1806. Ante la negativa del pontífice, Napoleón reaccionó con violencia: los Estados Pontificios fueron anexionados y se declaró a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII, reducido a prisión, fue deportado a Savona (6-VII-1809) y, ante su negativa a sancionar los decretos de un pseudoconcilio reunido en París (1811), Napoleón ordenó su traslado a Francia, donde se le asignó como residencia el palacio de Fontainebleau. En 1814, Pío VII recuperó la libertad y el 7 de junio de 1815 retornaba definitivamente a Roma. Once días más tarde, el 18 de junio, acontecía la batalla de Waterloo.
El Cristianismo y la Iglesia habían sufrido una prueba muy dura y llevaban la marca de las heridas causadas por obra de la Revolución.
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