Los problemas con los que me voy a enfrentar en este escrito se inscriben en el
ámbito más amplio de la crisis de integración social que padecen los
actuales países democráticos de nuestro entorno. Junto a una cierta
satisfacción con las libertades públicas y el progreso
económico, estas sociedades experimentan fenómenos de disidencia,
marginación, paro, violencia e, incluso, terrorismo, que provocan
el generalizado sentimiento de que “algo no
marcha”. Y eso que no acaba de ir bien se manifiesta con especiales
relieves en la educación de las generaciones de jóvenes.
Tiempo de
efervescencia y descoordinación afectiva, la adolescencia constituye
un tramo clave en la formación de la personalidad, no solo porque
en él tienen lugar frecuentes traumas que condicionan a veces el ulterior
curso de la vida, sino sobre todo porque es el momento en el que
comienzan a despuntar los ideales que muchas veces impulsaran el resto de la
existencia individual. Se ha dicho, con razón, que una vida lograda es un ideal
vislumbrado en la edad juvenil y realizado en la madurez.)
Todos los
conocedores de la psicología evolutiva señalan la emergencia del yo, de la
autoconciencia vital diferenciada, como uno de los fenómenos más
característicos de la adolescencia. Al tiempo que consideran que el
normal desarrollo de esta conciencia de la propia identidad
desemboca en el descubrimiento de la alteridad, de la realidad de esos
otros que también pueden decir “yo”, así
como de un entorno más amplio que el familiar o escolar: un ámbito que cabe
denominar social y, en un sentido más estricto, ciudadano o cívico.
Pues
bien, la integración en este territorio de más dilatados horizontes se ha
complicado de una manera nueva y sorprendente a partir del final de los años
sesenta. La conciencia del “yo” individual
se ha exacerbado o, al menos, descompensado en toda una generación, a la que se
ha denominado precisamente la me
generation o “generación del yo”.
DE
LA “FIEBRE DEL SÁBADO NOCHE” A LA “MOVIDA”
Pero la
crisis histórica —cuya fecha de partida convencional es mayo del 68— ha
adquirido una importancia mucho mayor de la que habitualmente se le
concede. Han desaparecido, en buena parte, los fenómenos más clamorosos
de la revuelta estudiantil de aquellos años Los jóvenes, se dice, ya no
son revolucionarios: presentan más bien rasgos de conformismo acrítico y de
consumismo desbocado. Pero sigue presente la resistencia a integrarse en
un tipo de sociedad que ya no consideran como suya y también
permanece el individualismo que les lleva a desconfiar de la presunta
capacidad de acogida de una sociedad cuya dureza
materialista les desagrada profundamente. Por eso, como ha dicho Lustiger, “los jóvenes acampan fuera de la ciudad”. Si
antes se entregaban a la “fiebre del sábado
noche”, hoy la “movida” —que se
prolonga hasta bien entrada la mañana— triunfa también en la noche del viernes
y comienza a extenderse hasta el mismísimo jueves.
¿Por qué,
ya desde la adolescencia, los jóvenes prefieren la noche tardía, la
madrugada incluso? Quizá porque ese es un tiempo vacío,
libre, no sometido a los convencionalismos de una sociedad aburguesada, con la
que no se sienten identificados. Si acaban por integrarse en ella, a edad
más tardía cada vez, lo harán en muchos casos sin grandes ilusiones, con
planteamientos que seguirán siendo individualistas y que raramente incluyen
proyectos ambiciosos de tipo cultural, religioso o político.
A mi
juicio, ninguno de estos fenómenos es casual o pasajero. Responden a la quiebra
de todo un modelo social propio del capitalismo tardío, al que se suele
llamar “Estado del Bienestar”. Lo
característico de este paradigma es el dominio unilateral de los factores
políticos, económicos y mediáticos que configuran lo que los sociólogos
denominan “tecnosistema” o “tecnoestructura”. Se trata de una imbricación
entre Estado, mercado y medios de comunicación social, en la que los medios de
intercambio simbólico son el poder, el dinero y la influencia persuasiva. Por
consiguiente, lo característico de tal configuración social es que las
transacciones decisivas se producen entre poder y dinero, dinero e influencia,
influencia y poder.
Se trata
de intercambios anónimos y, a veces, opacos. De manera que la corrupción
generalizada que afecta a los países del entorno —también a España, aunque
afortunadamente aquí ya empiecen a estar lejanos los peores años de este
fenómeno— no es una especie de desajuste o trastorno pasajero, sino que
esta posibilitada —y no pocas veces casi exigida—por la propia estructuración
social.
No es
extraño que —de manera más habitual que consciente— los jóvenes,
que comienzan desde temprana edad a descubrir la índole descamada y cínica
de ese entramado, sientan escaso aprecio por él y teman (en lugar de esperar)
su integración en un ambiente social poblado por ese tipo de personas que, a
comienzos del siglo XX, el sociólogo alemán Max Weber anticipó que serían “especialistas sin alma, vividores sin corazón”.
A LOS JÓVENES LES
FALTAN MAESTROS
Pero
habría que preguntarse si la vigencia de este modelo social imperante es fatal,
sin alternativa posible, Y mi respuesta es, desde luego, negativa. No
solamente es deseable que esa configuración de la sociedad industrial moderna
de paso a comunidades de vida más humanas y solidarias. Es que ese tránsito,
aunque de forma escasamente advertida, ya se viene produciendo en las dos
últimas décadas. Al cambio de mentalidad que este paso supone lo denominé en su
momento “nueva sensibilidad”, caracterizada
por un avance de los factores cualitativos respecto a los cuantitativos y
por la importancia concedida al mundo vital y sus solidaridades
interpersonales. Las repercusiones de este nuevo modo de pensar en el ámbito
social y política las he estudiado en mi libro Humanismo
Cívico.
El
humanismo cívico que propugno se caracteriza porque, frente al modelo técnico y
anónimo del tecnosistema, propugna la revitalización de las comunidades
ciudadanas y la activa participación en la esfera pública. Es una nueva cultura
de la responsabilidad cívica, que se opone tanto al estatismo agobiante como al
economicismo consumista, pero que también rechaza el narcisismo individual, el
cual lleva a no pocas personas a refugiarse en el cerco privado y a
desentenderse de lo que antes se llamaba “bien
común” y hoy se denomina – con menor fortuna- “interés
general”.
En mi
opinión, toda propuesta de formación cívica de las generaciones jóvenes
se ha de plantear desde una visión del hombre y de la sociedad en la que se
valore —por encima del dinero, del poder y de la influencia— la
dignidad intocable de la persona humana y su derecho y
deber a participar en las cuestiones sociales y
políticas que a todos nos afectan y que comprometen el futuro
de esas vitalidades que se estrenan en la vertiente nueva de
la juventud. Las personalidades jóvenes se hallan hoy, por lo general, casi
completamente desasistidas en lo que concierne a esa preparación ética y
cultural que podría capacitarles, no tanto para integrarse en un tinglado
mecánico y desmotivador, como para lanzar sus propias propuestas de
regeneración social y de perfeccionamiento humano. A los jóvenes
actuales les faltan auténticos maestros.
APRENDER
EL OFICIO DE LA CIUDADANÍA
Lo
primero que habría que decir de la formación cívica es
que no consiste en una información teórica que hubiera
que impartir en unas clases determinadas. Se
trata de aprender el oficio de la ciudadanía. Porque, efectivamente, la
ciudadanía es una especie de saber artesanal, un craft hecho de capacidades de diálogo, de
mutua comprensión, de interés por los asuntos públicos y de prudencia a la hora
de tomar decisiones, y de prudencia a la hora de tomar decisiones. Se
trata de un nacimiento practico que solo se puede adquirir en comunidades
vitales cercanas a las personas mismas, como son la familia, el colegio, la
parroquia, e1 club juvenil o la universidad. El aprendiz se integrará realmente
en tales comunidades si descubre que en ellas hay unas prácticas que
apuntan a lo bueno y lo mejor, si vislumbra que son grupos armónicos abiertos
que valoran a las personas por sí mismas y que tienen finalidades de mejora
ética y social.
Dicho de
otro modo, la educación cívica sólo se logra cuando la joven o el joven se insertan
en un ethos, es decir en un ambiente fértil, moralmente
denso, humanamente acogedor que abra caminos para la
autorrealización y sea capaz de suscitar el entusiasmo en quienes tienen la
vida por delante. El ethos es
la síntesis de bienes, virtudes y normas que se entrelazan para configurar un “estilo de vida”, una cultura, un modo panorámico
de percibir el entorno social y el mundo físico. No es un conjunto de
reglas de comportamiento ni un artilugio pedagógico más o menos sofisticado.
El ethos es vida: es como
el paso y el peso que se va depositando cuando se viven intensamente de acuerdo
con unas convicciones que superan con mucho las convenciones
típicas de la sociedad burguesa, en la que lo más importante es “guardar las apariencias”.
LA “SOCIEDAD DEL
ESPECTÁCULO”
Según ha
dicho Ratzinger, la
realidad hace superflua la apariencia. Y esto adquiere una importancia
crucial en una sociedad poblada de simulacros, como es la “sociedad del espectáculo” en que vivimos. En la
sociedad como espectáculo lo que se valora es el brillo, es lo que se valora es el brillo, es decir, la prestada claridad,
el reflejarse y el resbalar de las luces artificiales por la superficie de
objetos niquelados. En cambio, una sociedad que vive a fondo su ética y su
cultura no valora el brillo, sino el resplandor, la
luminosidad que brota del alma al rostro, la impronta exterior de una vida
interna rica y cultivada. El brillo es artificial, aparente y
superficial; el resplandor es natural, real y hondamente humano.
Si se
puede decir que hoy estamos maleducando a toda una generación, desde el
punto de vista cívico, es porque les enseñamos a que valoren el brillo y
ni siquiera aprecien el resplandor. Les estamos induciendo a que piensen de
acuerdo con la razón instrumental y
no les dejamos sosiego ni libertad para que se esfuercen en ejercitar la inteligencia meditativa.
Recapacitemos
por un momento en el tipo dominante de mensajes que reciben hoy las chicas y
los chicos. Tanto la familia como la escuela y los medios de comunicación les
impulsan, sobre todo, a valorar el éxito individual, sin advertir
que, como dice Leonardo Polo, “todo éxito es
prematuro”. En cambio, se les disuade de embarcarse en empresas que les
comprometan a servir a los demás y que no estén encaminadas a triunfar, sino a
alcanzar una vida lograda desde la perspectiva ética, que es la única que
ofrece valores absolutos.
PODER
DECIR TONTERÍAS EN CINCO IDIOMAS
La propia
enseñanza reglada pone todo el énfasis en los procedimientos.
Se habla, por ejemplo, de “aprender a
aprender”. Pero se deja sin contestación —o ni siquiera se
formula— la pregunta clave: ¿Aprender qué? Los
contenidos son lo de menos, se arguye, por que pueden encontrarse en
cualquier base de datos. Lo importante es que estos adolescentes,
llamados a vivir en la sociedad de la información, dominen las
nuevas tecnologías informáticas y telemáticas, que van a poner a su
disposición inmediata todo el saber disponible en el mundo entero. Tan
vano y falso planteamiento hace cada vez más actuales los versos de T. S.
Eliot en los coros de La roca: ”¿Dónde está la sabiduría que se nos ha perdido en
conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que se nos ha perdido en
información?”.
Como
decía (injustamente) el castizo Miguel de Unamuno del cosmopolita Salvador de
Madariaga, “es capaz de decir tonterías en cinco
idiomas”. Pensemos un momento en el enorme esfuerzo y la gran
cantidad de dinero que se pone en que los adolescentes españoles aprendan
a malhablar el inglés, la lingua
franca del siglo XXI. Si recala uno durante el
verano en los aeropuertos de Londres, Dublín, Nueva York o Chicago, le
parecerá que se ha trasladado como por arte de magia el patio de un
colegio de Madrid, Bilbao o Jerez de la Frontera o, peor aún, a algún pub o
discoteca para españolitos menores de edad. Si —como el avión de Iberia se
retrasa— entabla uno conversación con esos chavales, no clara crédito al
conjunto de vulgaridades y tópicos que han sido capaces de recolectar durante
ese mes carísimo transcurrido en alguna población de lengua inglesa. No se les
pregunte por la política de Tony Blair, el
problema del Ulster o la economía americana, porque sencillamente son
temas que ignoran. Eso sí, están completamente “al
loro” de lo último en música pop y en marcas de zapatillas deportivas,
jeans o cazadoras. Ni uno ha leído un libro, en cualquier idioma, durante esas
semanas; y, desde luego, tienen otros proyectos más interesantes para el
resto de las vacaciones de verano.
Informática
e inglés, como preparación para estudiar empresariales o ingeniería, y
conseguir así una buena posición económica. En esto se agota el panorama
cultural y social que se suele abrir ame las prometedoras inteligencias,
potencialmente infinitas, de quienes pronto tomaran el relevo en la dirección
de la cosa pública y de las empresas
privadas.
¿Qué se
hizo del frondoso árbol de las ciencias? ¿Dónde quedan las humanidades clásicas
y los grandes libros? ¿Qué fue de los ideales para cambiar el mundo que
germinan en la primera juventud? Se ignora: no saben, no responden. Sobre base
tan somera es inviable que se desarrolle una formulación cívica, reducida hoy a
ser una pintoresca línea transversal de la ESO,
según la reglamentación de la LOGSE.
LA MARGINACIÓN DE LAS
DISCIPLINAS MÁS FORMATIVAS
El humus,
la tierra fértil donde podrían asomar los primeros brotes de un humanismo
cívico, es precisamente el cultivo de las Humanidades, es decir, de la
Historia, la Filosofía, la Literatura, el Arte, las Lenguas Clásicas. Tan
maltratadas están, que incluso algunos políticos se han dado cuenta
del tremendo error que se está cometiendo al marginar las disciplinas más
formativas de los programas de estudio, tanto en la Enseñanza Primaria y
Secundaria como en la Universidad. Pero ya se ha visto a lo que ha
conducido la vampirización política de un tema tan serio, de cuyo
recuerdo solo quedan las lágrimas de la valiente ex ministra de Educación,
cuando rechazaron su interesante proyecto en un Congreso de los Diputados donde
el Marca parece ser la
lectura de mayor consumo.
Se ha
empezado a notar que sucede cuando una chica o un chico
conocen perfectamente su “entorno”, dominan
la vida de los héroes locales, hablan de corrido el bable asturiano, utilizan
la jerga de la serniótica y la teoría de conjuntos, pero no saben nada de
historia universal, Shakespeare no les suena, ni siquiera en inglés, y cuando
se les pregunta que significa cogito, ergo
sum y quien pronunció tan famosa frase, responden: “Me han cogido, yo soy. Y la pronunció Jesucristo en el Huerto de los Olivos”.
El olvido
de las Humanidades conduce a la incomunicación, la incomunicación lleva al
aislamiento y el aislamiento -como advirtió Hannah Arendt—es pretotalitario. La mejor manera
para asegurarse de que nadie piense algo “políticamente
incorrecto” (por ejemplo, que hay que tratar a los emigrantes
magrebíes como a seres humanos) es sencillamente que no piense. Muerto el
perro, se acabó la rabia. Y así tendremos la paz de los cementerios y de las
cáceles.
Como he
tenido ocasión de desarrollar en Humanismo
cívico, las Humanidades facilitan que se logren cuatro metas
educativas de la mayor trascendencia: la comprensión crítica de la sociedad
actual, la revitalización de los grandes tesoros culturales de la humanidad, el
planteamiento profunda de las cuestiones fundamentales que afectan a la vida de
las mujeres y de los hombres, y el incremento de la creatividad y la capacidad
de innovación. Estas finalidades poseen hoy la mayor actualidad. Porque,
sorprendentemente, el gran desarrollo de los sistemas informáticos no se ha
debido, como inicialmente se pensó, a la construcción de poderosas máquinas de
calcular, sino al proceso de textos desarrollado sobre todo en ordenadores
portátiles o microcomputadores. La cultura posliteraria que se anunciaba para
el final del milenio se ha transformado en un mundo poblado de libros, en el
que el personaje del año 2000, según la revista Time, es precisamente de
Amazon, la librería virtual a la que se puede pedir cualquier libro desde
cualquier lugar del mundo, y además llegan pronto y sin excesivo gasto.
Los
padres, los políticos, los educadores, tenemos que planteamos muy a fonda esta
cuestión, en la que nos jugamos nuestro futuro inmediato. No podemos olvidar
algo que se lleva experimentado con indudable éxito desde hace unos veinticinco
siglos, es decir, dos milenios y medio. Y eso que no debemos dejar que se
pierda es la realidad de que las mentalidades jóvenes sólo podrán formarse en
el oficio de la ciudadanía si se logra que su educación sea una simbiosis con
las grandes creaciones de nuestra civilización occidental. Será una lástima que
ahora que existen los medios técnicos para que todos los ciudadanos conozcan
los fundamentos de la cultura en la que viven, dispersaran su vida en
espectáculos, aficiones y entretenimientos sin sustancia alguna.
ABRIRSE
A OTRAS VIDAS
El gran
acervo de ideas, creencias, valoraciones y narraciones acerca de la vida del
hombre en sociedad se encuentra en los grandes libros, en los clásicos
antiguos y modernos. Al leer esos libros, nuestra vida se abre a otras vidas,
reales o imaginadas, en las que se reflejan los tipos básicos de personas y de
comportamientos, las situaciones más hondas en las que las personas pueden
encontrarse, los discursos y hazañas que nos han conducido a ser lo que somos.
La mayor proporción de educación cívica que un chico o una chica pueden
adquirir se encuentra en la sosegada lectura de la Antígona de Sófocles, de la Antología de Sócrates platónica, de la Ética a Nicómaco de Aristóteles, de
las Confesiones de San
Agustín, de El Quijote, de La vida es sueño, de Guerra y paz, de los cuentos de
Grimm, de Los Buddenbrook, de
los poetas de la Generación del 27, de El
Gatopardo de Lampedusa, de El guardián en el centeno, de El señor de los anillos, de La historia interminable de Michael Ende,
de La vida nueva de Pedrito de Andía, de El libro de la selva… y de tantas muchas
obras que mejoran tanto al que por ellas transita, que le hacen capaz de entender
la riqueza humana que tales libros contienen.
El
conocimiento de la Literatura, de la Filosofía y de la Historia nos ayuda a
distinguir lo pasajero de lo permanente, lo esencial de lo accidental, lo
humano de lo inhumano, el bien del mal. La mujer y el hombre de muchas y
buenas lecturas es difícil que caiga en los extremos del dogmatismo o del
escepticismo, del relativismo o del fanatismo. Porque aprenderá que en el
ser humano conviven una vocación sublime y una profunda miseria, que el hombre
supera infinitamente al hombre y que no hay soluciones automáticas o
puramente técnicas para los problemas sociales.
Las
Humanidades nos descubren los maravillosos secretos del lenguaje, como
vehículo del pensamiento e instrumento de comunicación. Nos enseñan a hablar y
a escribir correctamente, no como los guionistas o locutores de radio y
televisión, que martirizan día a día, hora tras hora, el pobre idioma
castellano, mejor usado hoy en los países hispanoamericanos que en su tierra
natal.
UNA TRAGEDIA
FAMILIAR: “MAMÁ QUIERO ESTUDIAR FILOSOFÍA”
Decía
Jorge Luis Borges que un caballero so lo defiende causas perdidas. Y yo sé
bien que casi perdida esta la causa de un cultivo de las Humanidades que, como
decía el beato Josemaría Escrivá, implica la supremacía del espíritu sobre la
materia. Porque resulta que una chica que lee mucho “es
un poco rara”, mientras que el chico que se pasa las horas tontas ante
la televisión o con los videojuegos hace lo que corresponde a un muchacho de su
edad. No digamos la tragedia familiar que se produce cuando la chica en
cuestión dice que quiere estudiar Filosofía y Letras, en lugar de una carrera
de provecho, que la ayudara a labrarse un porvenir seguro (y —añado por mi
cuenta— aburrido o tal vez desgraciado).
No es
prudente tampoco que los jóvenes tomen, en su inmadurez, decisiones de tipo
social o religioso que puedan condicionar su futuro. En cambia, no parecen tan
inmaduros a la hora de iniciarse en las prácticas menos virtuosas y más
disolventes que la sociedad de consumo les brinda en bandeja, sobre todo cuando
pueden disponer sin esfuerzo de unas cantidades de dinero que superan el
salario mínimo interprofesional.
La
formación cívica es asunto estrechamente relacionado con la
adquisición de las virtudes morales e intelectuales: la fortaleza, la
prudencia, la sabiduría, la templanza, el arte y la justicia. Las virtudes son
excelencias del carácter que no se pueden desarrollar a través de una enseñanza
meramente teórica. En realidad, como decían los filósofos griegos, las virtudes
no se pueden enseñar: sólo se pueden aprender. Lo cual equivale a decir
que el protagonista de la educación no es el padre, la madre, la profesora o el
profesor: el gran protagonista y autor responsable de su educación es el
propio educando, es decir, el hijo o el alumno.
¿QUEREMOS
A LOS JÓVENES?
Por ello
es imprescindible que nos tomemos a los jóvenes en serio. Como decía el maestro Corts Grau, a la juventud hoy se le adula, se la imita, se la seduce, se la
tolera…pero no se le exige, no se le ayuda de verdad, no se le responsabiliza…
porque, en el fondo, no se le ama. Y esto es, en definitiva, lo que los jóvenes
sospechan y, aunque no se atrevan a declararlo, proceden en consecuencia.
El amor
noble y normal de padres y maestros para con los jóvenes está siendo sustituido
por el emotivismo, por la inundación afectiva, por esas demostraciones de
cariño tan ostentosas como superficiales que se aprecian, por ejemplo, en las
paradas de los auto buses escolares: parece que los niños y las niñas partieran
como voluntarios hacia Kosovo, de donde no se sabe si volverán vivos. La
familia es algo mucho más serio que esa carga de sentimentalismo que hoy
padecemos. La familia es una escuela de vida personal y social, en la que el
modo de existir en cada edad va aprendiendo de los modos de existir de las
demás edades. El niño aprende de jóvenes y adultos. Los jóvenes, de niños y
viejos. Y los viejos aprenden de todos y a todos enseñan, si es que no se les
ha internado en eso que un colega mío llama “ancianarios”.
De ahí que sean tan interesantes y formativas las familias numerosas, en
las que todos aprenden de todos, continuamente, cuestiones esenciales
acerca del mundo y de la sociedad.
Si me
permiten esta confesión personal, yo no cambiaría a mis ocho hermanos y
hermanas por nada de este mundo. De mis padres y de ellos he aprendido casi
todo lo que se acerca del hombre en sociedad. Por lo que se refiere a la
educación cívica, también aprendí bastante durante los años que viví en un
Colegio Mayor Universitario. De manera que, desde hace
unos treinta años a esta parte, el mundo no me ha enseñado nada esencialmente
nuevo. Y, por supuesto, cuando crucé el umbral de la Universidad de
Madrid, tras vencer la correspondiente resistencia paterna a que estudiara Filosofía
y Letras, yo tenía muy claro que debía participar activamente en la vida
intelectual y política de la universidad, entonces en ebullición, lo cual me
proporcionó experiencias, aventuras y riesgos que —como saben mis amigos
y mis alumnos—son tan sorprendentes como largas de contar.
MÁS
VOLUNTAD DE AVENTURA, DE “ARRIESGAR LA VIDA”
Me temo
que el actual modelo de vida familiar y escolar —aunque sea más libre y menos
severo— presenta un cierto carácter unívoco monótono, que no facilita
precisamente el crecimiento en las virtudes ciudadanas. La sociedad de hoy
parece pensada a la medida del adulto infantilizado, ese que compone las
millonarias audiencias de programas televisivos con encefalograma plano.
Deberíamos tener más voluntad de aventura, más capacidad de riesgo, mas
disposición para esa actitud que Teresa de Ávila sintetizaba en la
expresión “arriesgar la vida”.
Para “arriesgar la vida”, la virtud más necesaria es,
paradójicamente, la sobriedad, la templanza. Porque el exceso de comodidades y satisfacciones
materiales embota la imaginación y la facultad de sorprender y
dejamos sorprender. Mucho más interesante que ese estado en el que “no falta de nada”, es la actitud de estrenar la
vida cada día, de no dejarse atrapar por la rutina y la mediocridad.
Quien no sufre alguna carencia material se encuentra en la
situación que los griegos llamaban apatheia, es
decir, apatía. No sentir ni padecer es una de las mayores desgracias que a uno
le puede deparar la vida y uno de los peores legados que pueden transmitir a
las generaciones jóvenes. Con lo cual también está íntimamente
relacionada la virtud de la justicia, especialmente en su aspecto social,
con relación a los más pobres y necesitados. Es un auténtico escándalo que una
sociedad democrática y básicamente cristiana tolere que haya unas diferencias
de nivel de vida clamorosas y, además, crecientes. Un aspecto
de la “nueva sensibilidad”, a la que antes
me refería, consiste precisamente en la mejor percepción de lo injusto de estas
diferencias que empieza a surgir entre los jóvenes. Y, a su vez, el humanismo
cívico debería configurar un modo de ver las cosas para el que fueran
inadmisibles las nuevas formas de servidumbre y desamparo que hoy se extienden
por más de medio mundo.
La
formación cívica ha de enraizarse en un ambiente de libertad, en un modo
austero de comportarse, en actitudes estables de servicio, en hábitos de
compartir lo que se tiene con los que más lo necesitan, en la fortaleza para
denunciar la justicia y no ser cómplices de la corrupción, en el
compromiso de decir siempre la verdad… aunque se hunda el mundo, como decimos
en Navarra. “Una palabra de verdad vale más que el
mundo entero”, reza el proverbio ruso que Solzenytsin incluyó en su
discurso de recepción del Nobel de Literatura, ceremonia a la que las
autoridades soviéticas le prohibieron asistir: “¿Qué
puede la verdad contra la rueca de la violencia?”, se preguntaba
Solzenytsin en aquel discurso que nunca pronunció. A la actitud de
amor a la verdad siempre le cabe decir que no: mientan todos ustedes, pero no
cuenten para ello con mi colaboración; finjan que son honrados
mientras participan en la corrupción, pero háganlo sin mi
ayuda; pliéguense dócilmente a leyes inmorales que permiten
el dominio de los más débiles por parte de los más fuertes, pero les anticipo
mi desobediencia civil; difundan los medias de comunicación social todo tipo de
falsos estereotipos acerca de instituciones y personas intachables, pero no
esperen que yo les crea ni me haga ceo de sus insidias y sectarismos. Desde
luego, vivir el humanismo cívico resulta peligroso,
pero—como decía Platón— es
un “bello riesgo”.
Una
actitud así, de seria rebeldía ante los poderosos de este mundo, no se puede
mantener si no es con la ayuda de Dios. Por eso, el humanismo puramente secular
o laico acaba en la inconsistencia y en el drama. La religión es el lazo
de solidaridad más fuerte que une a personas de las más distintas condiciones e
ideas. Y el cristianismo no solo nos habla acerca de la verdad, sino que es la
Verdad misma, encamada por Jesucristo, que
al mismo tiempo es Camino y Vida. Al menos en una tradición
histórica y religiosa como la nuestra, no es posible
una formación cívica sin un sólido fundamento cristiano. Lo cual no
quiere decir que se haya de profesar el cristianismo porque es
socialmente positivo. Más bien resulta socialmente positivo porque, como
ha escrito Michel Henry en C’est moi la
verité, el cristianismo es la Verdad misma, la
verdad que libera, que se hace Vida y Camino para quienes se atreven a vivir
como hijos de Dios. Claro aparece, entonces, que las exigencias sociales del
cristianismo, sus demandas cívicas, serán mucho más altas y certeras que
las que pueda transmitir cualquier doctrina científica, ética o
política.
UNA
VISIÓN CRISTIANA DE LA VIDA
La visión
cristiana de la vida pone en el centro el amor a los demás, la
solidaridad de quienes forman un solo Cuerpo y saben que la salvación no
es un asunto individualista. Todos dependemos de todos, en un sentido muy
profundo y esencial. Por eso, una educación cívica cristiana y humanista
ha de fomentar lo que Alasdair Macintyre llama en su último libro “virtudes de la dependencia reconocida”, entre las
que se encuentran la generosidad, el agradecimiento, la compasión, e1 cuidado
de discapacitados o enfermos, la alegría, la solidaridad y, en último término,
la misericordia o piedad.
La propia
independencia, la libre actuación personal, solo se logra desde la base de la
dependencia, y nunca la elimina del todo. Para que la libertad
humana no consista en la carencia de vínculos, sino en la calidad de esos
vínculos y en la fuerza vital con que uno los acepta y permanece
fiel a ellos.
La
completa independencia o personal autonomía es una ficción que ya apuntaba en
la satisfecha autarquía propuesta por la ética griega, y que se consideró
como el gran ideal humano en la Ilustración moderna, especialmente en su
versión kantiana. Las derivaciones actuales de este planteamiento son el
utilitarismo y el emotivismo, que muchas veces se presentan asociadas entre sí.
El que es a un tiempo utilitarista y emotivista, piensa que sólo hay dos tipos
de motivos para decidir la propia conducta. Uno de ellos es
la elección racional, la rational choice, e1
cálculo de la mayor cantidad de bien posible para el mayor número
de gente posible, aunque se presente el problema de que género de bienes
hemos de valorar más o menos, y resulta difícil decidir a qué gente se
procura beneficiar, si especialmente a mí mismo y a los que me rodean, o
bien a los que más lo necesiten; y si hemos de primar a los actuales habitantes
del planeta, o hemos de comportarnos de modo que no dejemos una tierra
contaminada y desertizada a los que vengan después.
El otro
tipo de motivación es el que procede de los sentimientos de simpatía hacia
otras personas; pero este emotivismo inmediato, si no está ordenado por hábitos
morales firmemente adquiridos, conduce al relativismo ético y a la
arbitrariedad sentimental.
Está
claro es que tales planteamientos utilitaristas y emotivistas no
dan cuenta de las relaciones —mucho más diversificadas y abiertas—
que realmente se establecen entre las personas humanas.
Nos encontrarnos en un continuo proceso de dar y recibir, casi nunca
sometido estrictamente a la crispación egoísta del do ut des. La mayor parte de nuestras
relaciones interpersonales no están motivadas ni por el cálculo racional
ni por emociones inmediatas, sino que responden a relaciones de amistad, de familia
o de trabajo, en las que muchas veces —y en algunos casos durante
largo tiempo— ayudamos a otros sin esperar nada a cambio, o —lo que quizá es
más difícil de aceptar— nos dejarnos ayudar sin expectativas de poder
devolver los favores en el futuro. Si los humanos sólo hiciéramos
lo que pensarnos que nos conviene o lo que enciende nuestras emociones
inmediatas, casi todo quedaría por hacer; la sociedad se
pararía, porque habría una gigantesca huelga de brazos caídos. Como han
demostrado recientemente economistas que han merecido el Premio
Nobel, las actividades que realizamos con mayor atención y
cuidado son precisamente aquellas por las que no recibimos ninguna
retribución económica. Y, además, no es cierto que si todos buscan su interés egoísta,
resultará de la suma y difusión de esos beneficios el interés general.
Tal planteamiento neoliberal no funciona, entre otras cosas porque —como ha
señalado Amartya Sen— en situaciones de extrema miseria (que
afectan hoy a un tercio de la población mundial), las personas no están
en condiciones de pararse a pensar cuál es su interés, presionadas como se
hallan por encontrar el puro y simple sustento diario.
SÓLO HAY UNA ÉTICA
En la
base de no pocos de estos errores teóricos y prácticos se encuentra la
separación entre ética pública y ética privada. La ética pública seria
puramente procedimental, y se agotaría en el cumplimiento de las
normas constitucionales y en el respeto al derecho positivo. En cambio, la
ética personal se vería relegada exclusivamente alcerco privado, sin
ninguna manifestación política o económica. Cuando lo cierto es que
solo hay una ética que, ciertamente, presenta aspectos privados y
aspectos públicos, que no son delimitables entre sí de modo neto, ni se deben
separar de manera drástica. Si alguien no es honrado o limpio en
su vida personal o familiar, será muy raro que se comporte con
honestidad en la esfera pública, porque le faltara el temple moral necesario
para acometer acciones que sean a la vez justas y arduas, o para
evitar comportamientos que seducen por su encanto inmediato pero acaban
por corromper a las personas y perjudicar gravemente al bien común. Y, a su
vez, si alguien no se conduce rectamente en el nivel público, ese
desgarramiento existencial se traducirá en las relaciones más íntimas y
personales, según se manifiesta en la inestabilidad familiar de no pocas
personas que están obligadas —por la autoridad que representan— a tener una
conducta intachable en el terreno personal.
La
formación cívica presenta, por lo tanto, un carácter ético con esenciales
proyecciones políticas, en el más amplio sentido de esta palabra. El hombre
bueno ha de procurar, simultánea e inseparablemente, ser también un buen
ciudadano, lo cual —sobre todo en el caso de regímenes injustos— no siempre
supone el dócil seguimiento de las normas establecidas, sino que puede implicar
la resistencia civil que lleve a no cumplir leyes que prescriben o permiten
comportamientos intrínsecamente malos, como es el caso del aborto provocado, la
eutanasia, la retribución insuficiente del personal subordinado, el
maltrato a extranjeros y emigrantes, el abuso de menores o la difusión de
material pornográfico.
Reducir
la moral al ámbito personal, familiar o profesional, con abandono de la esfera
estrictamente publica, es un enfoque burgués y completamente insuficiente de la
ética. Nadie puede ser moralmente bueno en una campana de cristal, entre otros
motivos porque tales reductos incomunicados ya no existen. En la nueva sociedad
del conocimiento y la información se registra un alto grado de complejidad,
según el cual los mensajes públicos están penetrando continuamente
en el terreno privado, y las personas particulares han de tomar todos los días
decisiones que afectan a otra mucha gente. Por otro lado, la inteligencia y el
carácter de las personas se manifiestan más claramente en un entramado global
de redes ciberespaciales que un mundo de máquinas y altas chimeneas.
Lo que
demanda la sociedad que está surgiendo en nuestras manos a comienzos del nuevo
milenio es una “nueva ciudadanía”, mucho
más activa y responsable, en la que las personas no se conformen con ser
convidados de piedra en el concierto público, sino que ejerciten con energía y
decisión su libertad social, su responsabilidad cívica y su creatividad
cultural. Los nuevos ciudadanos, quienes
habrán de tomar el relevo de la cosa pública dentro de pocos años, tendrán el
honor y la carga de configurar ese mundo tan distinto al actual de una
forma hondamente humana. Para ello necesitan aprender una asignatura que no
está en los libros de texto ni se puede incluir en los planes de estudio. La
formación cívica se adquiere como por ósmosis en la familia, en el colegio, en
la parroquia, en las relaciones de parentesco y de vecindad. Esto pone en
primer término la necesidad del buen ejemplo. Sólo el que conviva con buenos
ciudadanos aprenderá a ser un buen ciudadano. En esta disciplina, todos somos
discípulos y maestros a un tiempo. Cada uno debe pensar: que no sea yo el que
les falle.
Alejandro Llano
Fuente: Nuestro Tiempo No. 559-560
No hay comentarios:
Publicar un comentario