viernes, 7 de julio de 2017

JESÚS MISERICORDIOSO, EL GRAN PERDONADOR


Dios me ofrece su perdón. Pero ese perdón no me llega si yo no le abro la puerta del arrepentimiento.

Por: P. Jorge Loring |

Señoras, señores:

Jesús en el Evangelio se presenta como el Gran Perdonador. Tanto en sus actuaciones con los pecadores como en sus parábolas de la misericordia. Incluso en alguna frase hiperbólica que puede entenderse mal, y muchas veces se entiende mal. Cristo, para exponer la alegría que siente ante el pecador arrepentido, dice en el Evangelio: «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de arrepentirse».

Esta frase de Cristo en el Evangelio se puede entender mal. Porque, claro, si en el cielo hay más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse, pues vamos a ser pecadores, y así le damos al Señor la alegría de la conversión. Naturalmente que eso no es. Lo que quiere Cristo decir con esta expresión es que la conversión de un pecador le produce al Señor una alegría especial. No precisamente superior, sino más bien distinta.

Esto es un fenómeno psicológico que pasa continuamente en la vida. A veces, un acontecimiento nuevo y feliz me produce una alegría que parece superior a la alegría de los acontecimientos ordinarios, aunque éstos sean preferibles. Me explico.

Una madre ve con pena que su hijo se haya ido a trabajar a California. Estamos en Durango y yo sé que hay gente de Durango trabajando en Los Ángeles. Pues una madre ve con pena que su hijo se haya tenido que ir a California a buscar trabajo. Cuando ese hijo vuelve a casa le da a su madre una alegría distinta de la alegría que le dan los otros hijos que se han quedado en casa. Y no es que la madre prefiera que sus hijos se vayan de casa. La madre hubiera preferido que su hijo se hubiera quedado en casa, y no se haya tenido que ir a buscar trabajo. Pero cuando el hijo vuelve le da una alegría distinta, que no le dan los otros hijos que se han quedado en casa. Pero ella, sin duda, prefiere que los hijos se queden en casa y no tengan que irse por ahí en busca de trabajo.

Otro ejemplo:

Un padre tiene un hijo gravemente enfermo. Ese hijo gravemente enfermo recupera la salud. Cuando ese hijo recupera la salud le da a su padre una alegría que no le dan los hijos sanos. Una alegría distinta. Pero, sin duda, el padre hubiera preferido que su hijo no hubiera contraído esa enfermedad. Esto es evidente. El padre prefiere que su hijo sea sano y no contraiga la grave enfermedad. Pero una vez que la ha contraído, cuando se cura le da una alegría distinta que no le dan los hijos sanos, que no han contraído la grave enfermedad.

Éste es el sentido de la frase de Jesucristo. Cuando un pecador se convierte Dios recibe una alegría tan grande que parece superior a la que le dan los otros que no necesitan convertirse. Pero, naturalmente, no es que Dios prefiera que seamos pecadores, para darle después la alegría de la conversión.

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Esto es lo que se simboliza en las parábolas de la misericordia. Por ejemplo en la parábola de la dracma perdida. Una mujer pierde una moneda y va con la escoba barriendo por la casa buscándola. Por fin la encuentra. Y dice el Evangelio que llama a las vecinas:

- ¡Qué alegría! Encontré la moneda que perdí.
El encontrar la moneda le da un alegría que no tenía, pero no vamos a pensar que esa moneda vale más que toda su fortuna que no ha perdido. Esa moneda vale mucho menos que su fortuna. Y ella prefiere su fortuna. Pero al encontrar la moneda recibe una alegría distinta a la satisfacción de su fortuna que no ha perdido.

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Es también el ejemplo de la oveja perdida. Salió el pastor a buscar la oveja perdida. Deja las otras noventa y nueve en el redil. La encuentra. La carga sobre sus hombros. Y vuelve cantando porque había perdido una oveja y la ha encontrado. El encontrar la oveja perdida le produce una alegría, pero qué duda cabe que él hubiera preferido que la oveja no se perdiera. Él hubiera preferido que esa oveja estuviera en el redil cuando él contó las ovejas. Él hubiera preferido contar cien. Se hubiera ido tranquilo. Al ver que sólo hay noventa y nueve le entra la preocupación. ¡Falta una! Voy a buscarla. Y al encontrarla siente una alegría distinta que no le dan las otras noventa y nueve. Pero no hay duda de que él hubiera preferido que la oveja no se hubiera perdido.

La imagen del Buen Pastor arraigó tanto en los primeros cristianos que la primera imagen con la que se representó a Jesucristo fue la del Buen Pastor con la oveja sobre los hombros. En las catacumbas de Roma hay cuarenta y seis pinturas del Buen Pastor: tres del siglo I, trece del II y treinta del III.

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Pero la gran parábola de la misericordia es la parábola del Hijo Pródigo. Vuelve el hijo pródigo que había exigido a su padre la fortuna. Se había ido a lejanas tierras y malgastó su fortuna con prostitutas. Se arruinó. Pasó hambre. Se puso a guardar cerdos. Tenía envidia de los cerdos, porque los cerdos podían comer bellotas y a él no le dejaban comer las bellotas que eran de los cerdos. Él era menos que los cerdos. Recapacita. Se arrepiente y vuelve a casa de su padre. Cuando su padre le ve venir, sale a su encuentro, le da un abrazo y celebra una fiesta.

Y el otro hermano que no se había ido de casa protesta:
- Oye, padre, de manera que a este sinvergüenza que se ha ido por ahí a malgastar tu fortuna con malas mujeres, tú le das una fiesta. Y yo que me he quedado contigo ¿qué?
- Hijo mío, tú estás siempre a mi lado. Pero este hermano tuyo se había perdido y lo hemos recuperado.

Y el padre celebra una fiesta, porque el hijo perdido a vuelto a casa. Pero qué duda cabe que el padre hubiera preferido que ese hijo no se hubiera ido por ahí a malgastar su fortuna de mala manera.

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Éste es el sentido de las parábolas de la misericordia. La alegría especial, distinta, que recibe el Corazón de Jesús cuando un pecador que se había ido de casa, como el Hijo Pródigo, cuando una oveja que se había perdido en el monte, o cuando una moneda que se le pierde al ama de casa, aparecen de nuevo. Es la alegría de recuperar lo que estaba perdido.

El Corazón Misericordioso de Jesús se refleja también en su actuación con los pecadores. Tenemos varios ejemplos que son significativos.

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La mujer adúltera. El adulterio se castigaba con la pena de muerte. Esta mujer sorprendida en adulterio tenía que ser apedreada: matada a pedradas. Y a Cristo le traen esta mujer sorprendida en adulterio. Y le preguntan al Señor:
- Y tú, ¿qué opinas? ¿Qué hacemos con esta mujer? La ley manda que muera apedreada. Y tú, ¿qué dices?
Y contesta Cristo:
- El que esté sin pecado que tire la primera piedra.
Y dice el Evangelio que empezaron a marcharse todos los fariseos: se quitaron de en medio. Se quedó Cristo sólo con la mujer adúltera. Y le pregunta el Señor:
- Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? Se han ido todos. Ninguno te acusa. Pues mira, hija, yo tampoco te acuso. Te perdono. Vete, pero no vuelvas a pecar.

Fijaos la condición de Cristo. Cristo perdona. Pero exige arrepentimiento. Le exige que se corrija. Le exige que enmiende su mala vida. Que la enderece por el buen camino.

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La misma misericordia mostró con Zaqueo. Zaqueo, el publicano, era un hombre que robaba. Él cobraba impuestos injustos. Extorsionaba al pueblo. Los esquilmaba con sus impuestos abusivos. Y pasa Jesús por Jericó, donde vivía Zaqueo. Jesús iba siempre rodeado de gente. Y Zaqueo, dice el Evangelio, era bajo de estatura. Para ver bien al Señor se sube a una higuera. Al pasar Jesús por debajo de la higuera le dice:

- Zaqueo, ¿qué haces ahí subido en la higuera? Baja, hombre, que me quiero hospedar en tu casa.
Zaqueo dio un salto. Él se contentaba con verle desde la higuera, y resulta que Jesús se autoinvita para hospedarse en su casa. Zaqueo encantadísimo de que Jesús se hospede en su casa. Jesús le da más de lo que él quería. Él se contentaba con verle de lejos, desde la higuera, y resulta que lo va a tener en su casa. Así es la misericordia de Dios. Da más de lo que esperamos. Le da mucho más, porque Zaqueo se contentaba con verle de lejos, y Jesús le cambia el corazón, lo cual es muchísimo más.

Zaqueo era avaro, y se convierte en generoso. Dice Zaqueo:
- La mitad de mis bienes se la daré a los pobres; y si he defraudado a alguien, le daré cuatro veces más.
El que era un avaro, un tirano, un estafador, se vuelve generoso. Se convierte.
Por eso dice Cristo:
- Hoy ha entrado la salvación en esta casa.
Porque Zaqueo, que vivía en pecado, cambia su vida y se convierte.

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Esto mismo pasó con el paralítico de Cafarnaún. Estaba Jesús en una casa llena de gente. Le llevan un paralítico para que lo cure. Como no podían entrar en la casa lo descuelgan por un agujero en la azotea. La casa era de una sola planta y la escalera era exterior. Era fácil subir a la azotea. Allí quitaron unas losetas y, con unas cuerdas, descolgaron al paralítico delante de Jesús. Llevan a Jesús al paralítico para que lo cure de su enfermedad; pero Jesús, generoso como siempre, no sólo le cura el cuerpo sino también el alma:

- Tus pecados quedan perdonados.
Le curó el cuerpo:
- Coge tu camilla y vete a tu casa.
Pero además hizo algo mucho más grande: le curó el alma, porque le perdonó sus pecados.

Ahora bien, si Cristo perdonó sus pecados al paralítico, se supone que el paralítico estaba arrepentido. Si no hubiera estado arrepentido, Dios no le perdona. Dios no perdona a nadie sin arrepentimiento. Es condición indispensable el arrepentimiento para que Dios perdone. Al que no tiene arrepentimiento Dios no le perdona. Sería monstruoso que Dios perdone al que no tiene arrepentimiento.

Miren ustedes:

Yo soy sacerdote. Y me he hecho sacerdote para perdonar pecados. Porque estoy convencido que el mayor bienhechor de la humanidad es el sacerdote. Más que el médico. Nadie da lo que da el sacerdote. El médico te cura y quizás te salva de la muerte. Pero tan sólo te retrasa la muerte. Si no mueres hoy, morirás mañana, o el año que viene, o dentro de cincuenta años. Pero ningún médico te libra de la muerte, tan sólo te retrasa el momento de
morir.

El sacerdote te da vida eterna. La vida eterna no la da en el mundo nadie sino el sacerdote. Perdonando los pecados da la vida eterna. Si tú no estropeas el boleto que te da el sacerdote, puedes entrar en la vida eterna. Si, después, tú lo rompes pecando, allá tú. Pecando rompiste el boleto de entrada a la vida eterna. Pero si tú no lo rompes pecando, puedes salvarte eternamente. ¡Maravilloso! No hay bienhechor en el mundo que dé más que el sacerdote. Por eso yo me he hecho sacerdote. Porque estoy convencido de que lo más grande que se puede hacer en la vida es perdonar pecados para que la gente pueda salvar su alma.

A esto voy:
Yo que me hecho sacerdote para perdonar pecados, si viene un hombre a confesarse de que tiene una amante además de su esposa, o que ha calumniado a alguien, y cuando yo le exhorto a que se arrepienta y se enmiende, él me dice:
- No, Padre, eso no me lo pida usted. Yo voy a seguir lo mismo.
Pues no puedo perdonarle.
Y me he hecho sacerdote para perdonar pecados, pero necesito que el otro se arrepienta. Si no, no puedo perdonarle. Lo mismo Dios. Dios no puede perdonar a quien no se arrepiente. Sería una monstruosidad, que Dios no puede hacer, perdonar al que no quiere arrepentirse.

Sin embargo, a veces, me han puesto esta objeción:
- Si Dios es tan bueno y tan Padre, ¿por qué exige arrepentimiento? Una madre perdona a su hijo, de entrada, sin esperar su arrepentimiento.

Puede ser que eso sea verdad, porque a veces el amor de una madre es ciego. Hemos visto en televisión a la madre de un terrorista que ha puesto un coche bomba y ha matado a diez personas. Pero ella dice:
- Si mi hijo es bueno.
- Señora, ¡que ha asesinado a diez personas!
- No. No. Mi hijo es bueno.
Para una madre siempre su hijo será bueno. Es un amor ciego.

El amor de Dios es justo. Por eso exige arrepentimiento. Dios está siempre dispuesto a perdonar, su misericordia nos está siempre esperando con los brazos abiertos, pero no puede perdonarnos sin arrepentimiento.

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Otro ejemplo:
Un hombre de negocios tiene un administrador que un día le dice:
- Mire usted, yo le he estado robando. Le he robado mucho. Tanto que no le puedo restituir lo robado. Por eso le ruego a usted que me lo perdone. Y mientras el hombre de negocios está considerando perdonarle, el otro añade:
- Pero sepa usted que voy a seguir robándole, porque me resulta muy provechoso.
¡Pues se acabó la historia! ¿Cómo quieres que te perdone si le adviertes que le vas a seguir robando? Esto suena a burla. Te has cerrado la puerta del perdón. Al proceder así te haces indigno del perdón.

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Lo mismo pasa con Dios. Dios me ofrece su perdón. Pero ese perdón no me llega si yo no le abro la puerta del arrepentimiento. Hay personas que se confiesan para salir del paso: porque quieren comulgar en un funeral, en una boda o en una Primera Comunión. Se confiesan para comulgar ahora, pero sin arrepentimiento ni propósito de la enmienda. Estas confesiones son inválidas y sacrílegas.

Está muy bien confesar y comulgar en estas ocasiones solemnes. Pero la confesión hay que hacerla en condiciones. Si no, es inválida. No se perdona ningún pecado y se añade otro peor que todos: el sacrilegio. Antes que confesarse mal es preferible no confesarse; pues el que comulga en pecado se traga su propia condenación. Son palabras de San Pablo. Por eso es tan importante confesarse bien.

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El propósito de enmienda que incluye el arrepentimiento consiste en voluntad de corregirse. No certeza. Certeza no tiene nadie. Nadie puede estar cierto de que nunca más volverá a pecar. Todos podemos tener un mal cuarto de hora. Por eso humildemente le pedimos a Dios que nos tenga de su mano. Lo que Cristo nos pide es buena voluntad de corregirnos. Tener el deseo de no volver a pecar. No es lo mismo el propósito de no volver a pecar que el miedo de volver a pecar, dada la fragilidad humana.

El propósito de enmienda supone dejar las ocasiones próximas de pecado. Quien no las quiere dejar demuestra que su propósito no es sincero. Pero quien hace lo que está de su parte y desea no volver a pecar obtiene el perdón de Dios, aunque no tenga la certeza de no volver a caer. Al salir de casa tú tienes la certeza de que no quieres romperte una pierna, pero no puedes estar seguro de que no volverás con la pierna rota.

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Les voy a decir una cosa que digo siempre cuando hablo de esto porque me impresiona mucho. Yo le doy gracias a Dios del gran beneficio de la confesión. Dios pudo no haber instituido la confesión. Dios podía haber dicho esto:

- Mira hombre: aquí tienes una vida y una libertad. Usa bien de tu libertad y te doy la gloria eterna. Pero si usas mal, tendrás infierno eterno.

Dios lo podía haber hecho así. En la vida hay cosas irrecuperables. Si se pierden, se pierden para siempre. A un hombre le saltan un ojo. Eso es irrecuperable. Ese ojo lo perdió para siempre. Le podrán poner un ojo de cristal, pero el ojo que le saltaron de una perdigonada yendo de caza, o con un palo en una caída, son irrecuperables. Son casos que yo conozco.

Un señor, padre de un amigo mío, yendo de caza le pegaron una perdigonada y perdió un ojo. Un pobre muchacho, trabajando en el campo, tropezó y se cayó con tan mala suerte que con un palo clavado en el suelo se saltó un ojo. Un ojo perdido es irrecuperable.

También un cuadro de Velázquez que se quema es irrecuperable. En la vida hay cosas que si se pierden, se pierden para siempre: son irrecuperables. Dios podía haber hecho irrecuperable la pérdida DE LA GRACIA. Sin embargo la misericordia de Dios instituye la confesión. Dice Dios:
- Hombre, toma una vida y una libertad. Si usas bien de tu libertad, te daré la gloria eterna. Y si usas mal, pídeme perdón y yo te perdonaré.

Inmensa misericordia la de Dios.

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Pues nosotros debemos imitar esa misericordia de Dios. Tenemos que imitarla perdonando a nuestros hermanos. Que para eso nos da Él ejemplo de misericordia. Tiene gracia ese pasaje del Evangelio cuando San Pedro le pregunta a Cristo:
- Oye, Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿Siete veces?

Siete es un número simbólico, como generalmente los números en la Biblia. Decir siete veces quiere decir muchas veces. Como nosotros cuando decimos mil veces.
- Te he llamado mil veces.
- Hombre, no; han sido cuatro.
Pero es nuestro modo de hablar. Cuando decimos mil veces queremos decir muchas veces.

Pues los hebreos cuando decían siete veces querían decir muchas veces. Cuando San Pedro le pregunta a Cristo si tiene que perdonar a su hermano siete veces pensaba que siete veces son muchas veces. Pero se quedó sorprendido ante la respuesta de Cristo.
- No, Pedro. Siete veces, no: setenta veces siete.
Es decir: siempre. Hay que perdonar siempre. Como hace el Señor.

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Esto es difícil. Cuando alguien te ha ofendido injustamente, gravemente, recientemente, la sensibilidad se te rebela. En nuestra parte afectiva se levantan oleadas de repugnancia. Cuesta mucho perdonar. Pero no hay que confundir la sensibilidad con la voluntad. Son perfectamente separables. Tú puedes sentir un dolor y no desearlo. No tenemos dominio sobre nuestros sentimientos. Pero sí sobre nuestra voluntad.

Y una persona humana no puede regirse por los impulsos ciegos sensitivo-afectivos, sino por la razón. Renunciar a la razón es renunciar a ser persona humana. Y la razón iluminada por la fe nos lleva a perdonar. Puede ser que mi sensibilidad se rebele ante la injusticia que han cometido conmigo, pero mi voluntad puede imponerse a mi sensibilidad. Y por encima de mis sentimientos que me llevan a la venganza o me impiden perdonar está mi voluntad que puede imponerse a mi sensibilidad. Yo perdono con mi voluntad, aunque mi sensibilidad se rebele contra ese perdón.

Pongo un ejemplo que a veces pasa en la vida:
A un señor le dan un cargo muy importante, pero muy peligroso o de mucha responsabilidad. Ante un cargo de tanto peligro o de tanta responsabilidad, por dentro siente repugnancia a aceptarlo. La sensibilidad se rebela contra ese cargo por el peligro o la responsabilidad que suponen. Pero la razón y la voluntad se imponen: «debo aceptarlo, porque es un cargo público desde el que puedo hacer mucho bien».
Pues lo mismo pasa aquí. La sensibilidad a veces se rebela contra el perdón, pero se impone la razón, se impone la voluntad, y podemos perdonar contra la sensibilidad.

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Ahora bien, el perdón no excluye exigir que se cumpla la justicia y se repare el daño ocasionado. Una cosa no va contra la otra. Yo perdono. No le deseo ningún mal. Pero que me repare el daño que me ha hecho. La justicia no se opone al perdón. Me acuerdo ahora de cuando el Papa Juan Pablo II perdonó al terrorista que atentó contra su vida. Fue a visitarle a la cárcel y le comunico su perdón. Pero deja que la justicia italiana cumpla su cometido y le condene a cadena perpetua.

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Como perdonar es muy difícil, Cristo nos pone una parábola muy significativa. Es la parábola del rey y el siervo inicuo. Había un rey que tenía un súbdito que le debía mucho dinero: diez mil talentos. El súbdito le pide al rey que le perdone la deuda porque no puede pagarle. Y el rey se la perdona. Pero después va este hombre, y a un compañero que le debía cien denarios le coge por el cuello pidiéndole que le pague lo que le debe. El compañero le pide que le perdone, que de momento no puede pagarle; pero que le pagará más adelante. Pero el siervo inicuo sigue zarandeándole y exigiéndole el pago inmediato.

Los compañeros indignados se lo cuentan al rey. La fuerza de la parábola está en la diferencia de las dos deudas. El rey le ha perdonado a él diez mil talentos, y lo que su compañero le debe con cien denarios.

Como no entendemos ni de talentos ni de denarios, lo voy a poner en pesetas para que veamos la diferencia. Diez mil talentos son cien mil millones de pesetas, según he leído. Yo no entiendo, lo he leído. Y cien denarios son diez mil pesetas. Él le debe al rey cien mil millones, y su compañero le debe a él diez mil pesetas. Menuda diferencia. Aquí está la fuerza de la parábola. La deuda de diez mil talentos era tan grande que era imposible pagarla. Y, según la ley, cuando el deudor no puede pagar se le confiscan sus bienes. Incluso se pueden vender como esclavos su esposa y sus hijos, para cobrarse la deuda. Era la ley. Por eso la parábola es tan significativa.

El súbdito le debe al rey una cantidad descomunal y su compañero le debe a él una pequeñez. Por eso el rey, indignado, le condena a cadena perpetua. Y concluye la parábola: «Del mismo modo se portará mi Padre con el que no perdone a su hermano».

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¿Veis la lección? Después de todo lo que Dios me ha perdonado a mí, ¿no voy yo a perdonar a mi hermano? Por mucho que mi hermano me haya ofendido a mí, es mucho mayor mi ofensa un Dios infinito. Por eso esta parábola nos deja desarmados. ¿Quién puede negar el perdón a su hermano por mucho que le haya ofendido?

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Y termino con esta frase que todos decimos en el Padrenuestro: «perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido». Es decir, que si yo no perdono, le estoy pidiendo a Dios que tampoco me perdone Él a mí. Las palabras «así como» no se refieren a la medida del perdón, pues lo que Dios perdona es muchísimo más. Se refieren al hecho de perdonar. Si yo no perdono, le estoy cerrando la puerta al perdón de Dios.

Pidámosle a Dios que nos ayude a imitar su misericordia, porque Jesús misericordioso es el Gran Perdonador. Muchas gracias por vuestra atención.

Conferencia pronunciada en el Auditórium del PRI de Durango. México.

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