En
ocasiones dar la paz en misa resulta un deporte de alto riesgo, te lo digo yo,
como el día que tu hijo de siete años sale corriendo desde su banco junto a los
otros niños de catequesis para ir hacia el coro y darte un beso y en medio de
su carrera tropieza y se cae de narices, con lo que se te congela el canto en
la garganta y pegas un salto que ni el mismísimo Tigre de Malasia cuando
empezaba cada capítulo de Sandokán.
O como aquella otra vez que tus sobrinos se giraron a la vez el uno hacia el otro y el crujido craneal y los llantos se oyeron en Singapur.
En fin, esto de dar la paz tiene su miga… y hasta la semana pasada no me había dado cuenta del peso que tiene este ¿pequeño? gesto.
Iba yo en el Metro un viernes tarde, línea 5, leyendo un libro de testimonios sobre Medjugorje cuando una completa desconocida me abre los ojos desde aquellas páginas. Contaba que entró en una iglesia un día en que lo estaba pasando fatal y terminó allí dentro, sentada en un banco y llorando y nadie de los que allí estaban se le acercó ni para ofrecerle un pañuelo.
Esto me dio qué pensar: ¿cómo es posible que un cristiano de misa de diario vea a una chica llorando en la iglesia y no se le acerque? ¡Pues vaya unos cristianos de….! Me hizo avergonzarme, me picaba y seguía picando el lunes siguiente cuando fui a misa.
En mi parroquia en misa de 9:00h entre semana nos vemos casi siempre los mismos (yo soy la que menos va porque no siempre sale lo que uno planifica) y solemos ponernos en el mismo sitio, el mío es el último banco de la derecha, así al llegar el momento de la paz tengo por delante ocho bancos vacíos y no tengo que hacer nada. Pero ese día hay dos señores a mi altura al otro lado del pasillo, no puedo hacerme la sueca, así que me dirijo hacia uno de ellos con una sonrisa y verdaderos deseos de brindarle con un gesto la paz de Dios, y al ofrecerle mi mano abierta él me roza la punta de los dedos y murmura: “¡la paz!”.
¿Sabes esa música de violines que suena en las comedias románticas cuando el protagonista POR FIN da el paso y hace lo que llevas hora y media esperando que haga? ¿Y sabes ese chirrido a la vez que se para en seco y no termina de hacerlo? Pues eso fue lo que oí con ese “¡la paz!”.
¡Vaya corte!, fue como un derrape a doscientos por hora en el circuito de Montmeló. Y eso mismo me pasó cuatro días después en la misa de 4º de Primaria en el colegio de mis hijas con un señor al que conozco hace años y me volverá a pasar, seguro.
Pero aunque tenga el corazón lleno de raspones de tanto derrapar no voy a dejar de tender mi mano abierta ni de brindar una sonrisa sincera cada vez que le desee de corazón la paz de Cristo a un hermano en la fe.
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