Una persona alegre obra el bien, gusta de las cosas buenas y agrada a Dios. En cambio, el triste siempre obra el mal (PASTOR DE HERMAS, Mand. 10, 1).
La alegría de los primeros cristianos
En
tiempos de los primeros cristianos, según nos cuentan los Hechos de los
Apóstoles (Hch 2,46), había una característica que llamaba poderosamente la
atención de todos: la alegría.
No es
difícil comprender por qué estaban alegres en esos primeros tiempos. Estaba muy
cercano el paso de Nuestro Señor Jesucristo entre ellos. Cuando se reunían en
la Eucaristía, algunos de ellos aún tendrían el recuerdo de Jesús bendiciendo
el pan y repartiéndolo. También estaban alegres porque habían visto grandes
prodigios y eran testigos fieles de las maravillas que había hecho Dios. Ellos,
que habían conocido la esclavitud del pecado, experimentaron la Libertad que
trajo el Redentor.
Hoy, ya
no es tan fácil encontrar la alegría. De hecho, se ha vuelto más bien
excepcional. Todo el mundo suele ser áspero, impaciente, a veces duro y no nos
extraña conocer a gente con amarguras y rostro disgustado. Esa especie de
penosa desesperación que se ve en la calle se ha convertido en algo habitual.
Tal vez hoy más que nunca apreciamos a la Alegría como una característica de
las personas santas.
La alegría es misteriosa
Muchas
personas veían perplejas a la Madre Teresa de Calcuta con su sonrisa y alegría
que salía del alma mientras dedicaba sus cuidados a los menesterosos y enfermos
que todo el mundo rechazaba.
Como nos
dice el Santo Padre (Aloc. 24-11-1979) “La alegría cristiana es una realidad
que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del
misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el
Redentor del Hombre, no puede menos de experimentar en lo intimo un sentido de
alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo… ¡No
apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado!
¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría!”
Efectivamente,
la alegría cristiana no es fácil de describir y es misteriosa. Como el amor, en
la alegría hay misterio.
Pero los
cristianos tenemos un motivo fundamental para estar alegres: “Somos hijos de
Dios y nada nos debe turbar; ni la misma muerte. Para la verdadera alegría
nunca son definitivas ni determinantes las circunstancias que nos rodeen,
porque está fundamentada en la fidelidad a Dios, en el cumplimiento del deber,
en abrazar la Cruz. Sólo en Cristo se encuentra el verdadero sentido de la vida
personal y la clave de la historia humana. La alegría es uno de los más
poderosos aliados que tenemos para alcanzar la victoria (1 Marcos, 3, 2). Este
gran bien sólo lo perdemos por el alejamiento de Dios (el pecado, la tibieza,
el egoísmo de pensar en nosotros mismos), o cuando no aceptamos la Cruz, que
nos llega de diversas formas: dolor, enfermedad, contradicción, cambio de
planes, humillaciones. La tristeza hace mucho daño en nosotros y en los demás.
Es una planta dañina que debemos arrancar en cuanto aparece, con la Confesión,
con el olvido de sí mismo y con la oración confiada.” (Francisco Fernández
Carvajal, Hablar con Dios, Sáb. 2ª sem. Del T. O.)
El Apostolado de la Alegría
No
podemos dar ejemplo ni llamarnos cristianos, si no damos ejemplo al mundo, si
no transmitimos una alegría profunda (interior y exterior). El cristiano no
puede tener el rostro arisco, no puede tener en su corazón sentimientos
intolerantes o pesimistas. Nuestro primer motivo de alegría es la esperanza y
la fe en Dios, el amor que nos tiene y el que le demos debe hacer brotar de
nuestro corazón una alegría sincera, completa, “de dientes para adentro”.
La
tristeza solo cabe en quien ha perdido la esperanza, en quien ha sido
abandonado. Y Dios nunca nos abandona, y estar en comunión con Él en el cielo
es una promesa que debe alegrarnos permanentemente.
El
apostolado de la alegría es convincente, porque es un testimonio directo de
quien se ha olvidado de sus propios problemas para preocuparse por los demás, y
muy especialmente por haber puesto su corazón en Dios.
Como
católicos podemos ser atacados en muchas formas: por nuestra veneración hacia
la Santísima Virgen, por el crucifijo que podemos llevar en el pecho, entre
otras muchas. Pero algo que nunca nadie puede atacar, una espada cuyo filo es
suave, pero ante la cual no hay escudo, es la alegría. Nadie puede reclamarnos
el que seamos alegres, nadie nos dirá “¡Incongruente!” si fuimos amables y
sonreímos con el pobre hombre que pide dinero en las calles. Nadie nos
reclamará por pasar una tarde en un hospital llevándole alegría a los enfermos.
La
alegría es propia de los enamorados. Cuando alguien pasa por ahí canturreando y
con una sonrisa en los labios, con un semblante pacífico, pensamos fácilmente
“ah, son las cosas del amor”. Pues los católicos tenemos muchas y muy buenas
razones para tener esa alegría propia de los enamorados.
“La
alegría es el amor disfrutado; es su primer fruto. Cuanto más grande es el
amor, mayor es la alegría (SANTO TOMÁS, Suma Teológica). Dios es amor (1, 4,8)
enseña San Juan; un Amor sin medida, un Amor eterno que se nos entrega. Y la
santidad es amar, corresponder a esa entrega de Dios al alma. Por eso, el
discípulo de Cristo es un hombre, una mujer, alegre, aun en medio de las
mayores contrariedades: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar
(Juan 16, 22). “Un santo triste es un triste santo” se ha escrito con verdad.
Porque la tristeza tiene una íntima relación con la tibieza, con el egoísmo y
la soledad. El Señor nos pide el esfuerzo para desechar un gesto adusto o una
palabra destemplada para atraer muchas almas hacia Él, con nuestra sonrisa y
paz interior, con garbo y buen humor. Si hemos perdido la alegría, la
recuperamos con la oración, con la Confesión y el servicio a los demás sin
esperar recompensa aquí en la tierra.”
“La
alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del
dolor, es la de quienes se encontraron con Dios en las circunstancias más
diversas y supieron seguirle. Y, entre todas, la alegría de María: Mi alma
glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de alegría en Dios,
salvador mío (Lucas 1, 46-47). Ella posee a Jesús plenamente, y su alegría es
la mayor que puede contener un corazón humano. La alegría es la consecuencia
inmediata de cierta plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste
ante todo en la sabiduría y en el amor (SANTO TOMÁS, Suma Teológica). Por su
misericordia infinita, Dios nos ha hecho hijos suyos en Jesucristo y partícipes
de su naturaleza, que es precisamente plenitud de Vida, Sabiduría infinita,
Amor inmenso. No podemos alcanzar alegría mayor que la que se funda en ser
hijos de Dios por la gracia, una alegría capaz de subsistir en la enfermedad y
en el fracaso: Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22)
prometió el Señor en la Última Cena. “ (Francisco Fernández Carvajal, Sáb. 2ª
semana del T. O.)
Alegría en la cruz
No
podríamos hablar de la Alegría sin hablar de la Cruz, porque para el cristiano
la ofrenda que hizo el Señor de Su propia Vida por nuestra redención cobra un
papel fundamental para nuestras vidas. El cristiano sufre, llora, tiene
momentos amargos y siente dolor como cualquier otro ser humano. Sin embargo,
encontramos un sentido en nuestros sentimientos de dolor y en nuestras
dificultades. Ese sentido está en cargar nuestra propia cruz, y seguir el
ejemplo de Jesús. La Cruz, otro gran misterio para el hombre, es un trono de
alegría, porque Dios transforma el dolor en gozo, la pena en júbilo, la muerte
en resurrección.
Nuestras
cruces nos ayudan a identificarnos con Jesús. Siempre nos pesan, no cabe duda,
pero el amor a Dios puede más que cualquier contrariedad, y cuando ofrecemos
nuestras propias cruces amorosamente, Dios las transformará en alegría.
El
cristiano debe tener como centro de su vida al amor, y el fruto directo de ese
amor es la alegría. No podemos encontrar un ejemplo más hermoso de alegría que
el que nos da la Santísima Virgen en el “Magníficat”: «Proclama mi alma la
grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha
mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 46-48). Pidámosle a ella, Santa
María causa de nuestra alegría, que nos enseñe a impregnar nuestra alma,
nuestro semblante, nuestros actos y nuestras palabras con la alegría que nos
trajo Nuestro Señor Jesucristo.
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