“Con-versar”
equivale a versar juntos sobre un mismo tema, asunto o argumento. ¿Cómo mejorar nuestra vida en familia
con la comunicación adecuada?
“Con-versar”
equivale a versar juntos sobre un mismo tema, asunto o argumento. La
conversación -el diálogo- es de dos, o más. Pero juntos y sobre una misma cosa.
Si hay dos o más hablando de cosas distintas ya no estamos en una conversación
ni en un diálogo, sino quizá en una olla de grillos, o tal vez, más
probablemente, como con su habitual buen humor señala José Luis Olaizola,
estemos metidos en una tertulia de españoles.
En estos
tiempos que corren suele suceder que o reúnes o te reúnen. La reunión es un deber
frecuente. Y esto es muy bueno cuando de veras la reunión es lo que su nombre
parece indicar: “re-unir”, unir de nuevo -es de suponer- para estar más unidos
que antes.
No
siempre, sin embargo, se incrementa la unidad en las reuniones, incluso las pensadas
para estrechar vínculos, enriquecer ideas, comprender un poco más a los otros,
cooperar al bien común de la sociedad.
¿Por qué
esos fracasos, al menos aparentes? No siempre, o casi nunca se debe a
complejidad de los problemas que se debaten. Tengo para mí que casi siempre o
muchas veces se debe a la complejidad de las conciencias.
El
orgullo fue la causa de la confusión que se produjo en Babel. Juan Pablo II
afirma que estamos en una civilización babélica. A menudo no nos entendemos,
aun exponiendo ideas muy simples. Oscar Wilde decía -muy suyamente- que a
ingleses y norteamericanos una misma lengua los separaba. Hablamos en el mismo
idioma de cosas sencillas, y sin embargo a veces no nos entendemos. ¿Por qué?
En su
divertido pero serio libro “Lo malo de lo bueno”, Paul Watzlawick aporta una
posible respuesta: precisamente la misma lengua produce la impresión de que el
otro tiene que ver la realidad evidentemente “tal como es, es decir, tal como
yo la veo”. Y si sucede que no lo ve así, entonces es que está loco o es un
malévolo.
También
ofrece Watzlawick el ejemplo histórico contado por John Locke en su “Ensayo
sobre el entendimiento humano”: En una reunión de médicos ingleses muy eruditos
se discutió durante largo tiempo si en el sistema nervioso fluye algún
“liquor”. Las opiniones divergían, se pusieron los argumentos más diversos y
parecía imposible de todo punto llegar a un consenso. Entonces Locke pidió la
palabra y preguntó si todos sabían con exactitud lo que entendían por la
palabra “liquor”. La primera impresión fue de sorpresa: ninguno de los
asistentes creía no saber en detalle lo que se estaba debatiendo y tomaron la
pregunta de Locke casi por frívola. Pero al fin se aceptó la propuesta, se
entretuvieron en fijar la definición del término, y pronto cayeron en la cuenta
de que el debate había pasado a versar sobre el significado de la palabra. Unos
entendían por “liquor” un líquido real (como agua o sangre) y por esto negaban
que en los nervios fluyera algo así. Otros interpretaban la palabra en el
sentido de fluido (de una energía, cosa parecida a la electricidad) y en
consecuencia estaban convencidos de que por los nervios fluye un “liquor”. Se
explicaron las dos definiciones, convinieron en elegir la segunda y en breve
tiempo finalizó el debate con un acuerdo unánime.
También
Paul Watzlawick recuerda la técnica de Anatol Raport para solucionar problemas:
en caso de conflicto, en vez de que cada partido dé su propia definición del
problema, el partido “A” debe exponer de un modo exacto y detallado la opinión
del partido “B”, hasta que éste (B) acepte la exposición y la declare correcta.
Después, el partido “B” ha de definir la opinión de “A” de un modo que resulte
satisfactorio a éste (A). Dice Watzlawick que aplicando esta técnica sucede no
pocas veces que una de las dos partes en litigio diga asombrada a la otra:
“Nunca hubiese pensado que usted pensara que yo pienso así”.
El método
quizá parezca lento. Pero ¿es más eficaz discutir sin saber exactamente cuál es
el objeto del que se está hablando? ¿No convendría reimplantar los antiguos
estudios de Dialéctica, en el sentido clásico de la palabra, como arte de
discurrir o argumentar correctamente?
Quizá sea
verdadero todavía el diagóstico de Eugenio d”Ors: “la más grande limitación de
la gente hispana estriba en algo vergonzoso, en algo que es, por definición, un
vicio de esclavo: en la incapacidad específica para el ejercicio de la
amistad”. A ella se le añade un corolario -que de la misma enfermedad se
deriva- y que llama “una suerte de trágica ineptitud para el diálogo”.
Vale la
pena no arrojar la toalla y cultivar sin desmayos “el santo diálogo, hijo de
las nupcias de la inteligencia con la cordialidad”. A mí me sirve de examen de
conciencia el también d”orsiano “Decálogo para todo dialogante”:
I.
Escucha a todos, sobre todas las cosas.
II.
Honrarás la educación que has recibido.
III. No
desearás atropellar la palabra de tu prójimo
IV. No te
acalorarás.
V. No
equivocarás.
VI. No
pronunciarás palabras agresivas.
VII. No
desearás tu monólogo frente al prójimo.
VIII.
Celebrarás la inteligencia de los demás.
IX. No
dialogarás en vano.
X. Vence
en el diálogo, pero convence.
UN EJEMPLO A IMITAR
(SUCEDIDO
EN LA CÁRCEL MODELO DE MADRID)
Por
contrarse con nuestro ancestral proceder, es significativo el episodio sucedido
entre los años 1932 y 1933 en la Cárcel Modelo de Madrid. Allá habían ido a
parar jóvenes “rebeldes” del intento de sublevación militar del 1º de agosto de
1932, protagonizada en Sevilla por el general Sanjurjo. En enero de 1933 fueron
ingresados en la misma cárcel algunos anarcosindicalistas pertenecientes a unos
grupos que habían asesinado a varios guardiaciviles.
A unos y
a otros les hicieron compartir el mismo patio, cosa que disgustó profundamente
a los primeros, que mantuvieron con los recién llegados una agresiva distancia.
Cuenta Peter Berglar, en su interesante biografía “Opus Dei. Vida y obra del
Fundador Josemaría Escrivá de Balaguer” (pp. 133-134), que el beato Josemaría
iba a visitar con frecuencia a aquellos jóvenes -sin que le preocupara
“significarse” y ser fichado por la policía-; conversaba con ellos, en grupos o
más personalmente y en el sacramento de la penitencia, siempre a través de la
reja del locutorio de presos políticos, sin hacer distinción entre personas “de
derechas” y “de izquierdas”. “En contra de las tendencias reinantes -dice el
historiador- que pretendían obligar “en conciencia” a todos los católicos a
apoyar un determinado partido, ponía de relieve que también los católicos
tienen derecho a la libertad política, siempre y cuando permanezcan fieles a la
doctrina de la Iglesia” (Ibid., p. 134)
Pues
bien, como consecuencia de estas conversaciones, unos y otros decidideron jugar
al fútbol juntos, en equipos “mixtos”, “y jugar con ilusión y con corrección,
lo que, desde el punto de vista humano, daría mejores resultados que largas
discusiones en un ambiente de disputa” (Ibid., p. 134).
Era vivir
a la letra el punto 953 de Forja: “Cuando el cristiano comprende y vive la
catolicidad, cuando advierte la urgencia de anunciar la Buen Nueva de salvación
a todas las criaturas, sabe que -como enseña el Apóstol- ha de hacerse “todo
para todos, para salvarlos a todos””.
“La
propaganda cristiana no necesita provocar antagonismos, ni maltratar a los que
no conocen nuestra doctrina. Si se procede con caridad -“caritas omnia
suffert!”, el amor lo soporta todo-, quien era contrario, defraudado de su
error, sincera y delicadamente puede acabar comprometiéndose. -Sin embargo, no
caben cesiones en el dogma, en nombre de una ingenua “amplitud de criterio”,
porque, quien así actuara, se expondría a quedarse fuera de la Iglesia: y, en
lugar de lograr el bien para otros, se haría daño a sí mismo” (Surco 939). “No
se puede ceder en lo que es de fe: pero no olvides que, para decir la verdad,
no hace falta maltratar a nadie” (Forja 959). “El error no sólo oscurece la
inteligencia, sino que divide las voluntades. -En cambio, “veritas liberabit
vos” -la verdad os librará de las banderías que agostan la caridad” (Surco
842).
Los
defectos nunca son un timbre de gloria o una manifestación de “personalidad”.
Al revés, son manifestación de una personalidad defectuosa o deficiente. Por
eso me parece que ganamos mucho cuando vamos desprendiéndonos de la arrogancia
de postura o de la intemperancia de lengua, que si bien nos han llegado con la
herencia, podemos vencer con nuestra personal libertad y la ayuda de Dios, que
nunca falta.
Pbro Dr.
Antonio Orozco Delclós
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