2 noviembre 2015
Hablando de su apostolado, san Pablo constata que ha recibido la sublime misión de esparcir por todas partes la fragancia de Cristo (2 Cor. 2,14). En medio de un mundo corrompido por el hedor del pecado (cf. Rom. 3,10ss) contempla su acción evangelizadora como un difundir por el mundo entero el buen olor del conocimiento de Aquel cuyo nombre es «ungüento derramado» (cf. Ct. 1,3; Sir. 24,15). En el fondo de esta imagen late la convicción del inmenso atractivo de Cristo y de su amor, «que excede todo conocimiento» (Col. 3,19).
En ese
versículo el «buen olor» es el mensaje de
Cristo. Pero en el versículo siguiente desarrolla la imagen afirmando: «nosotros somos el buen olor de Cristo» (2 Cor.
2,15). Su misma vida, su misma existencia transformada, es buen olor, resulta
atrayente. Sin embargo, remite a otro, es «buen
olor de Cristo»: tratándose de una existencia transformada por Cristo,
el perfume que exhala remite a Cristo; puesto que ha dejado a Cristo vivir en
sí mismo (Gal. 2, 20), su vida toda remite a Cristo. Mensaje y mensajero se
identifican.
Algo
semejante encontramos en el texto ya citado de 2 Cor. 3,18: el apóstol refleja
«como un espejo la gloria del Señor». Es un signo vivo del Señor y de su acción
poderosa; pero un signo creciente, pues conforme va siendo transformado en
Cristo, va reflejando su imagen y su gloria de manera cada vez más perfecta.
Transformado en su interior -«ha hecho brillar la luz
en nuestros corazones»- acaba manifestando esa vida nueva al exterior,
pues ha sido transformado «para irradiar el
conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo» (2
Cor. 4,6).
De hecho,
ya desde el comienzo, la simple noticia de su conversión constituía un
testimonio viviente de la vida y del poder de Cristo: «las
iglesias de Judea que están en Cristo no me conocían personalmente. Solamente
habían oído decir: «El que antes nos perseguía ahora anuncia la Buena Nueva de
la fe que entonces quería destruir». Y glorificaban a Dios por causa mía»
(Gal. 1,22-24).
La
paciencia y la misericordia que Cristo ha tenido con él sirven de ejemplo para
otros muchos (1 Tim. 1,13-16). De este modo, hasta su misma obstinación y
pecado han sido motivo de testimonio -más aún, el máximo motivo-, pues han dado
ocasión para que Cristo muestre quién es y de lo que es capaz, al transformar
al perseguidor en apóstol.
De este
modo, hasta las situaciones aparentemente más negativas se convierten en
ocasión de testimonio. Humanamente la situación de encarcelamiento constituye
una traba absoluta para la evangelización. Sin embargo, Pablo, prisionero por
Cristo, puede escribir a los de Filipos: «quiero
que sepáis, hermanos, que lo que me ha sucedido ha contribuido más bien al
progreso del Evangelio; de tal forma que se ha hecho público en todo el
Pretorio y entre todos los demás, que me hallo en cadenas por Cristo. Y la
mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, tienen
mayor intrepidez en anunciar sin temor la Palabra» (Fil. 1,12-14).
En su
misión de predicar a Cristo, San Pablo no ha olvidado que era absolutamente
esencial dejarse configurar con Cristo. «Crucificado
con Cristo» (Gal. 2,19), su existencia se ha ido plasmando a imagen y
semejanza de su Señor. La vida y las actitudes de Cristo se reproducían en las
de su enviado. Y por eso su existencia toda era testimonio elocuente de Cristo.
Y por eso podía exhortar: «Sed imitadores míos,
como yo lo soy de Cristo» (1 Cor. 11,1). Cuando a lo largo y ancho del
Imperio Romano los hombres y mujeres escuchaban a Pablo predicar a Cristo,
podían ver reflejado en él al Cristo que anunciaba, pues era transparencia
perfecta de Cristo, otro Cristo.
«Como antorchas en el mundo» (Fil.
2,15)
Sin
embargo, san Pablo era consciente de que el Evangelio no podía ser testimoniado
eficazmente de manera individual. Sólo una comunidad transfigurada por Cristo
se constituía en signo creíble del Evangelio.
De hecho,
en alguno de los textos en que Pablo pide que le imiten, añade: «y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en
nosotros» (Fil. 3,17). No sólo él, no sólo sus compañeros de apostolado,
sino la comunidad misma se ha convertido en punto de referencia para quien
quiera vivir según Cristo.
Siguiendo
la enseñanza del propio Jesús, que había proclamado: «Vosotros
sois la luz del mundo» (Mt. 5,14-16; «vosotros» quiere decir la
comunidad cristiana, la Iglesia), también Pablo exhorta a sus discípulos a
vivir como «hijos de la luz» (Ef. 5,8ss; 1
Tes. 5,4ss); los que antes eran «tinieblas» ahora
son «luz en el Señor»: en consecuencia deben
vivir como luz, rechazando toda tiniebla de vida pagana o pecaminosa.
En Fil.
2,14-16 se presenta esta vida nueva, este vivir como hijos de la luz, en
conexión directa con la evangelización. «En medio
de una generación tortuosa y perversa», Pablo exhorta a los Filipenses a
ser «irreprochables e inocentes, hijos de Dios sin tacha»; de ese modo
brillarán «como antorchas -o «astros»- en el mundo»
y presentarán a ese mundo corrompido «la
Palabra de vida». Con su vida santa la comunidad cristiana presenta
eficazmente la Palabra creadora de vida.
Esta es
la razón por la que Pablo insiste junto al anuncio de Cristo, en la
presentación de la moral cristiana. Cristo se ha entregado para hacer de
nosotros «criaturas nuevas» (2 Cor. 5,17), y sólo una comunidad verdaderamente
nueva es signo elocuente de Cristo.
Ya en el
A.T. los profetas habían denunciado que el pueblo de Israel había profanado el
santo nombre de Yahveh con su conducta abominable delante de las naciones
vecinas (Ez. 20,39; 36,20; 43,8). Y este riesgo sigue existiendo también para
el nuevo pueblo de Dios. Sin embargo, su vocación propia es precisamente la
contraria: disipar con la luz de Cristo, hecha carne en la propia existencia,
las tinieblas del pecado que acosan al mundo.
Cristo ha
venido como «primogénito de muchos hermanos» (Rom.
8,23-24), suscitando así una comunidad fraterna (120 veces usa San Pablo en sus
cartas la palabra «hermano»). San Pablo
procura que este espíritu fraternal se manifieste en las comunidades en el
interés y la responsabilidad de unos por otros, en el perdón mutuo, en la
exhortación, el estímulo y el consuelo de los demás, en el llevar los unos las
cargas de los otros… Él sabía que este espíritu fraternal constituiría el mejor
argumento apologético a favor del Evangelio.
Frente a
los grandes vicios del paganismo, que Pablo describe tan al vivo (p. ej. Rom.
1,24-32), busca la santidad moral de sus cristianos como «imitadores de Dios»
(Ef. 5, 1) y de Cristo (Fil. 2,5; 1 Tes 1,6). Todas las cartas contienen -en
mayor o menor amplitud- esta exhortación a una vida moral santa; no sólo a
evitar el pecado, sino a vivir «todo cuanto hay de
verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto
sea virtud y cosa digna de elogio» (Fil. 4,8). Y cuando tiene noticia de
algún desorden grave en alguna comunidad, interviene inmediatamente (1 Cor. 5 y
6; 2 Tes. 3,6-15).
Particularmente
insistirá en la caridad, como resumen de la ley (Rom. 13, 8-10). Pues sabe que
es el amor -especialmente el amor al enemigo- la única fuerza capaz de cambiar
el mundo, pues el mal sólo puede ser vencido con el bien (Rom. 12,14-21).
Y se
manifestará radiante de gozo al comprobar que el testimonio de una comunidad ha
sido decisivo para la difusión del Evangelio. Así, escribirá a los de
Tesalónica: «Os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra
con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera os
habéis convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya.
Partiendo de vosotros, en efecto, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe
en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes,
de manera que nada nos queda por decir…» (1 Tes. 1,6-8).
«Olor de muerte» (2 Cor.
2, 16)
En el
texto que citábamos al inicio de este capítulo, encontramos estas palabras. El
Apóstol sabe que el anuncio del Evangelio es un acontecimiento dramático.
Ciertamente a los que lo acogen les coloca en el camino de la salvación
conduciéndolos a la vida eterna; pero a los que lo rechazan les pone en el
camino de perdición, conduciéndolos al fracaso último y definitivo. No hay
término medio. La predicación coloca a los hombres en esta disyuntiva necesaria
(ver el texto paralelo de 1 Cor. 1,18).
Lo mismo
que la presencia de Jesús en el mundo había provocado a los hombres a ponerse a
favor o en contra de Él (Lc. 11,23), convirtiéndole en «signo
de contradicción» (Lc. 2,34), así también el evangelizador, como «buen
olor de Cristo», es signo de contradicción.
La
predicación del Evangelio mira al destino supremo de la salvación o de la
perdición de los hombres. En el momento del anuncio se anticipa en la historia
el juicio último. La actitud de los hombres ante el mensaje de Cristo decide su
suerte eterna. De ahí la exclamación de Pablo: «para
esto, para una responsabilidad tan tremenda, ¿quién es capaz, quién está a la
altura?».
Reproducido
con permiso del Autor, Enrique
Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es
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