martes, 3 de noviembre de 2015

SOMOS EL BUENO OLOR DE CRISTO


2 noviembre 2015


Hablando de su apostolado, san Pablo constata que ha recibido la sublime misión de esparcir por todas partes la fragancia de Cristo (2 Cor. 2,14). En medio de un mundo corrompido por el hedor del pecado (cf. Rom. 3,10ss) contempla su acción evangelizadora como un difundir por el mundo entero el buen olor del conocimiento de Aquel cuyo nombre es «ungüento derramado» (cf. Ct. 1,3; Sir. 24,15). En el fondo de esta imagen late la convicción del inmenso atractivo de Cristo y de su amor, «que excede todo conocimiento» (Col. 3,19).



En ese versículo el «buen olor» es el mensaje de Cristo. Pero en el versículo siguiente desarrolla la imagen afirmando: «nosotros somos el buen olor de Cristo» (2 Cor. 2,15). Su misma vida, su misma existencia transformada, es buen olor, resulta atrayente. Sin embargo, remite a otro, es «buen olor de Cristo»: tratándose de una existencia transformada por Cristo, el perfume que exhala remite a Cristo; puesto que ha dejado a Cristo vivir en sí mismo (Gal. 2, 20), su vida toda remite a Cristo. Mensaje y mensajero se identifican.

Algo semejante encontramos en el texto ya citado de 2 Cor. 3,18: el apóstol refleja «como un espejo la gloria del Señor». Es un signo vivo del Señor y de su acción poderosa; pero un signo creciente, pues conforme va siendo transformado en Cristo, va reflejando su imagen y su gloria de manera cada vez más perfecta. Transformado en su interior -«ha hecho brillar la luz en nuestros corazones»- acaba manifestando esa vida nueva al exterior, pues ha sido transformado «para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo» (2 Cor. 4,6).

De hecho, ya desde el comienzo, la simple noticia de su conversión constituía un testimonio viviente de la vida y del poder de Cristo: «las iglesias de Judea que están en Cristo no me conocían personalmente. Solamente habían oído decir: «El que antes nos perseguía ahora anuncia la Buena Nueva de la fe que entonces quería destruir». Y glorificaban a Dios por causa mía» (Gal. 1,22-24).

La paciencia y la misericordia que Cristo ha tenido con él sirven de ejemplo para otros muchos (1 Tim. 1,13-16). De este modo, hasta su misma obstinación y pecado han sido motivo de testimonio -más aún, el máximo motivo-, pues han dado ocasión para que Cristo muestre quién es y de lo que es capaz, al transformar al perseguidor en apóstol.

De este modo, hasta las situaciones aparentemente más negativas se convierten en ocasión de testimonio. Humanamente la situación de encarcelamiento constituye una traba absoluta para la evangelización. Sin embargo, Pablo, prisionero por Cristo, puede escribir a los de Filipos: «quiero que sepáis, hermanos, que lo que me ha sucedido ha contribuido más bien al progreso del Evangelio; de tal forma que se ha hecho público en todo el Pretorio y entre todos los demás, que me hallo en cadenas por Cristo. Y la mayor parte de los hermanos, alentados en el Señor por mis cadenas, tienen mayor intrepidez en anunciar sin temor la Palabra» (Fil. 1,12-14).

En su misión de predicar a Cristo, San Pablo no ha olvidado que era absolutamente esencial dejarse configurar con Cristo. «Crucificado con Cristo» (Gal. 2,19), su existencia se ha ido plasmando a imagen y semejanza de su Señor. La vida y las actitudes de Cristo se reproducían en las de su enviado. Y por eso su existencia toda era testimonio elocuente de Cristo. Y por eso podía exhortar: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor. 11,1). Cuando a lo largo y ancho del Imperio Romano los hombres y mujeres escuchaban a Pablo predicar a Cristo, podían ver reflejado en él al Cristo que anunciaba, pues era transparencia perfecta de Cristo, otro Cristo.

«Como antorchas en el mundo» (Fil. 2,15)

Sin embargo, san Pablo era consciente de que el Evangelio no podía ser testimoniado eficazmente de manera individual. Sólo una comunidad transfigurada por Cristo se constituía en signo creíble del Evangelio.

De hecho, en alguno de los textos en que Pablo pide que le imiten, añade: «y fijaos en los que viven según el modelo que tenéis en nosotros» (Fil. 3,17). No sólo él, no sólo sus compañeros de apostolado, sino la comunidad misma se ha convertido en punto de referencia para quien quiera vivir según Cristo.

Siguiendo la enseñanza del propio Jesús, que había proclamado: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt. 5,14-16; «vosotros» quiere decir la comunidad cristiana, la Iglesia), también Pablo exhorta a sus discípulos a vivir como «hijos de la luz» (Ef. 5,8ss; 1 Tes. 5,4ss); los que antes eran «tinieblas» ahora son «luz en el Señor»: en consecuencia deben vivir como luz, rechazando toda tiniebla de vida pagana o pecaminosa.

En Fil. 2,14-16 se presenta esta vida nueva, este vivir como hijos de la luz, en conexión directa con la evangelización. «En medio de una generación tortuosa y perversa», Pablo exhorta a los Filipenses a ser «irreprochables e inocentes, hijos de Dios sin tacha»; de ese modo brillarán «como antorchas -o «astros»- en el mundo» y presentarán a ese mundo corrompido «la Palabra de vida». Con su vida santa la comunidad cristiana presenta eficazmente la Palabra creadora de vida.

Esta es la razón por la que Pablo insiste junto al anuncio de Cristo, en la presentación de la moral cristiana. Cristo se ha entregado para hacer de nosotros «criaturas nuevas» (2 Cor. 5,17), y sólo una comunidad verdaderamente nueva es signo elocuente de Cristo.

Ya en el A.T. los profetas habían denunciado que el pueblo de Israel había profanado el santo nombre de Yahveh con su conducta abominable delante de las naciones vecinas (Ez. 20,39; 36,20; 43,8). Y este riesgo sigue existiendo también para el nuevo pueblo de Dios. Sin embargo, su vocación propia es precisamente la contraria: disipar con la luz de Cristo, hecha carne en la propia existencia, las tinieblas del pecado que acosan al mundo.

Cristo ha venido como «primogénito de muchos hermanos» (Rom. 8,23-24), suscitando así una comunidad fraterna (120 veces usa San Pablo en sus cartas la palabra «hermano»). San Pablo procura que este espíritu fraternal se manifieste en las comunidades en el interés y la responsabilidad de unos por otros, en el perdón mutuo, en la exhortación, el estímulo y el consuelo de los demás, en el llevar los unos las cargas de los otros… Él sabía que este espíritu fraternal constituiría el mejor argumento apologético a favor del Evangelio.

Frente a los grandes vicios del paganismo, que Pablo describe tan al vivo (p. ej. Rom. 1,24-32), busca la santidad moral de sus cristianos como «imitadores de Dios» (Ef. 5, 1) y de Cristo (Fil. 2,5; 1 Tes 1,6). Todas las cartas contienen -en mayor o menor amplitud- esta exhortación a una vida moral santa; no sólo a evitar el pecado, sino a vivir «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio» (Fil. 4,8). Y cuando tiene noticia de algún desorden grave en alguna comunidad, interviene inmediatamente (1 Cor. 5 y 6; 2 Tes. 3,6-15).

Particularmente insistirá en la caridad, como resumen de la ley (Rom. 13, 8-10). Pues sabe que es el amor -especialmente el amor al enemigo- la única fuerza capaz de cambiar el mundo, pues el mal sólo puede ser vencido con el bien (Rom. 12,14-21).

Y se manifestará radiante de gozo al comprobar que el testimonio de una comunidad ha sido decisivo para la difusión del Evangelio. Así, escribirá a los de Tesalónica: «Os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones. De esta manera os habéis convertido en modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya. Partiendo de vosotros, en efecto, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes, de manera que nada nos queda por decir…» (1 Tes. 1,6-8).

«Olor de muerte» (2 Cor. 2, 16)

En el texto que citábamos al inicio de este capítulo, encontramos estas palabras. El Apóstol sabe que el anuncio del Evangelio es un acontecimiento dramático. Ciertamente a los que lo acogen les coloca en el camino de la salvación conduciéndolos a la vida eterna; pero a los que lo rechazan les pone en el camino de perdición, conduciéndolos al fracaso último y definitivo. No hay término medio. La predicación coloca a los hombres en esta disyuntiva necesaria (ver el texto paralelo de 1 Cor. 1,18).

Lo mismo que la presencia de Jesús en el mundo había provocado a los hombres a ponerse a favor o en contra de Él (Lc. 11,23), convirtiéndole en «signo de contradicción» (Lc. 2,34), así también el evangelizador, como «buen olor de Cristo», es signo de contradicción.

La predicación del Evangelio mira al destino supremo de la salvación o de la perdición de los hombres. En el momento del anuncio se anticipa en la historia el juicio último. La actitud de los hombres ante el mensaje de Cristo decide su suerte eterna. De ahí la exclamación de Pablo: «para esto, para una responsabilidad tan tremenda, ¿quién es capaz, quién está a la altura?».

Reproducido con permiso del Autor, Enrique Cases, Los 12 apóstoles. 2ª ed Eunsa pedidos a eunsa@cin.es

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